Aquilino Duque
Una de las prioridades de la proclamación de la democracia fue la reapertura del debate sobre la guerra civil o, dicho en plata, la reapertura de las heridas que el “régimen anterior” había ido cerrando, al principio con cauterio y luego con su larga duración, ya que en aquel tiempo todo lo curaba el tiempo. El “régimen anterior”, como no acataba la jurisprudencia de Núremberg, aplicaba a los delitos políticos o comunes por igual la prescripción a los treinta años, de suerte que los de la guerra civil prescribieron en 1969. Bien es verdad que con posterioridad a esa fecha hubo otros delitos, tanto políticos como comunes, aunque no tantos ni tan graves como los que se producen ahora. Al acabar el régimen de muerte natural, las nuevas fuerzas políticas exigieron una amnistía general para todos esos delitos, y muy en particular para actos de terrorismo como los que no tardarían en ser práctica normal de los nuevos modos de convivencia.
El sistema de partidos enfrentó a los ciudadanos y el de las autonomías a las regiones. La tan cacareada solidaridad se fue al cuerno y si no volvió la lucha de clases fue porque las clases habían desaparecido. Los ciudadanos enfrentados se dedicarían a sacarse trapos sucios y arrojarse muertos a la cara, cosa a la que prestarían una valiosa contribución la prensa, el cine, la televisión y multitud de novelistas, ensayistas e historiadores “politicorrectos”. La ofensiva sería total y, para justificar la nueva contabilidad, se llegaría al extremo de imputar al adversario algunas de las fechorías propias, según el notorio método soviético de las fosas de Katyn, por no hablar del muy conocido de redondear las cifras para inflarlas mejor.
Lo peor de todo es que todo esto se hiciera en nombre de la “reconciliación”, siendo así que en la España vergonzante, por “reconciliación” había que entender el afán de venganza y desquite, lo que en lenguaje soviético se llamó “revanchismo”. Este “revanchismo” tuvo un lado positivo, que fue el de honrar a las víctimas, honras que en algunos casos llegarían al paroxismo. Yo soy de la opinión de que los muertos se merecen un respeto, sean del bando que sean. Cuando murió en Roma el cubano Calvert Casey, hubo que hacer una gestión con la Embajada cubana, para lo que recurrí al camarada Alberti, quien lo primero que me preguntó fue que qué clase de cubano era. Le contesté que un cubano muerto. Huelga decir que los del bando de Alberti no son de mi opinión, pues hay que ver cómo se encabritan cuando a la Iglesia se le ocurre honrar a sus mártires en esa misma guerra.
A poco del cambio de régimen dieron en aparecer unos extraños sujetos llamados los topos, que por lo visto no se habían enterado de que los delitos perpetrados en la guerra civil habían prescrito en 1969. Uno de éstos era de Mijas, y la topera donde pasó más de treinta años, se visita y se anuncia entre los atractivos turísticos de la localidad. Seguramente animado por este ejemplo, un Ministro del Interior quiso abrir al público el zulo de Mondragón donde la ETA tuvo dos años a Ortega Lara. Eso que llaman la “opinión pública” le obligó a desistir de semejante atentado a la “convivencia ciudadana”.
Es difícil de entender esta postura de poner sal en las llagas del pasado y cataplasmas en las del presente. Todos sabemos qué es lo que hay detrás del separatismo criminal, pero también sabemos que es intocable como parte integrante del sistema “que nos hemos dado a nosotros mismos”, como vulgarmente se dice. El caso es que la “convivencia ciudadana” es un ídolo primitivo que exige sacrificios humanos. Ya es malo que se institucionalice la insolidaridad regional, pero por si fuera poco volvemos la vista atrás y retorcemos la historia para fomentar los enfrentamientos entre los que todavía nos tenemos por españoles. Julián Marías hablaba de los nostálgicos de la leyenda negra. Alguien tendrá ahora que decir algo de los nostálgicos de la leyenda roja.