Los “niños de Moscú”, una tragedia española, por Juan Ramón Pérez de las Clotas

Juan Ramón Pérez de las Clotas

 
Privados de todo contacto con sus familias, serían explotados por el régimen soviético para su propia propaganda.
 

En la noche del 23 de septiembre de 1937, ha hecho ahora 67 años, varios desvencijados autobuses en los que viajaban centenares de niños acogidos a los orfelinatos gijonenses cruzaban un Gijón silencioso en dirección al puerto de el Musel. Una solitaria bombilla sería la única luz visible del muelle, en el que un buque francés, sucio y triste, tripulado por marineros chinos, les esperaba para conducirlos hacia lo que parecía un destino feliz: Rusia, la patria del proletariado. Uno de aquellos niños, José‚ Fernández Sánchez, evocaría muchos años después esta memorable jornada en un conmovedor texto titulado “Memorias de un niño de Moscú”: “En el puerto una sola bombilla amarrada a un poste se bamboleaba al viento como un incensario. La máquina del barco se puso en marcha, pero yo seguí viendo durante mucho tiempo por la pequeña escotilla su leve resplandor….

Esta expedición de niños asturianos sería una más de las cinco que entre marzo de 1937 y octubre del 38 llevarían hasta la Unión Soviética a unos aproximadamente 4.000 niños. Lo que a muchos de ellos iba a ocurrirles a lo largo de los siguientes y dramáticos años constituye, visto desde hoy, una de las mayores tragedias de nuestra historia contemporánea. Privados de todo contacto directo con sus familias, serían explotados para sus propias necesidades propagandísticas por el régimen soviético, y sufrirían los efectos de una guerra terrible, la II Mundial, para ser finalmente convertidos en moneda de cambio de unas frías negociaciones comerciales entre su patria de origen y la de adopción.

Esta expedición de niños asturianos sería una más de las cinco que entre marzo de 1937 y octubre del 38 llevarían hasta la Unión Soviética a unos aproximadamente 4.000 niños. Lo que a muchos de ellos iba a ocurrirles a lo largo de los siguientes y dramáticos años constituye, visto desde hoy, una de las mayores tragedias de nuestra historia contemporánea. Privados de todo contacto directo con sus familias, serían explotados para sus propias necesidades propagandísticas por el régimen soviético, y sufrirían los efectos de una guerra terrible, la II Mundial, para ser finalmente convertidos en moneda de cambio de unas frías negociaciones comerciales entre su patria de origen y la de adopción.
 
Las fuentes que hoy pueden manejarse, con la apertura de los archivos soviéticos, no hacen sino abundar en lo que ellos denunciaron en su día y permiten afirmar que al margen de cualquier consideración humanitaria, y al igual que en los aspectos militar y cultural, la participación soviética en el conflicto del 36 no fue otra cosa que un proyecto fríamente calculado y dirigido en su totalidad por el Comité Central del Partido Comunista. No es dato irrelevante al respecto conocer que todas las expediciones de los niños fueron dirigidas y controladas por el servicio de contraespionaje soviético (Daniel Kowalski: “La Unión Soviética y la guerra civil española”). Denostados durante decenas de años como vendidos al capitalismo, aquellos primeros cronistas denunciaban realmente la impostura en la que gustosamente se adormecía la inteligencia occidental.
 
Un grupo de niños, ya adolescentes, posa junta a la dirigente comunista Dolores Ibárruri “La Pasionaria”.
 
Desde el momento de su llegada a Rusia, en donde fueron recibidos en loor de multitudes, los niños iban a ser adoctrinados en un sistema de valores sociopolíticos que nada tenían que ver con sus raíces culturales. Y si éstas no llegaron a perderse definitivamente, cabe atribuirlo a la abnegada, y en ocasiones heroica, labor de los maestros españoles que los acompañaban y de los que quienes aún viven siguen guardando imperecedera memoria.
 
En 1938, el encargado de Negocios de la República, don Vicente Polo, acaso el español que, con los maestros, más se preocupó por los niños, informaba al gobierno de la República de la carencia de libros españoles. Se le dio la callada por respuesta, lo que implícitamente significaba la concesión de carta blanca al Kremlin para que siguiese adelante con su proceso educativo. Este admirable don Vicente volvería a jugar un papel igualmente inútil, pero más trascendente. A finales de 1939 se dirigió de nuevo al Gobierno haciéndose eco de los deseos de los maestros de volver a España, “pues no quieren permanecer aquí si se pierde la guerra”. A tal efecto comenzó inmediatamente a preparar los pasaportes. Nadie pareció prestarle la menor atención. De hecho, incluso en un determinado momento se le advierte de que se limite a informar sobre la situación de los niños de vez en cuando, puntualizándole, con gélida frialdad que “el problema tiene muchas facetas y es conveniente descargar de usted esta responsabilidad”.
 
El final de la guerra en España y el casi inmediato comienzo de la Mundial significaría para los jóvenes expatriados no sólo la pérdida de su posición de privilegio, sino de sus esperanzas de retorno a España. Al igual que millones de ciudadanos rusos, se van a ver obligados a luchar por su vida. En sus memorias, Fernández Sánchez explica también cómo sus problemas comienzan en ese momento con la llegada de los dirigentes comunistas españoles. “Dolores Ibárruri recorría impetuosa y contundente las casas de niños repartiendo críticas. En una le pareció que el coro tenía carácter profesional y ordenó suspenderlo. En otra descubría a una muchacha con las uñas pintadas y levantándole el brazo gritó: ¡Estas no son las manos de la hija de un proletario!” La trágica realidad de la guerra se imponía y dos años después de su llegada los jóvenes trasterrados emprenderían una nueva y también dramática evacuación. En el mejor de los casos, su destino serían los llamados koljós de trabajo colectivo, en lugares remotos que iban de Samarkanda, en el Asia central, hasta las estribaciones de los Urales. Y en el peor, el trabajo prácticamente de esclavo en las fábricas de armamento. Alberto Fernández Arrieta, fallecido en Moscú, al que nunca se le permitió regresar a España y que fue presidente del Centro Español de Moscú, le relató al periodista Luis Matías López su terrible peripecia personal de este tiempo: “A mi hermano le destinaron, de los primeros, a una fábrica en 1942. Nunca más pude saber de él. A mí me sacaron de la casa de niños en 1943 y con 14 años me llevaron a una fábrica de morteros en la que nos juntamos hasta 60 españoles, sometidos a un trabajo agotador de 18 horas diarias…” (El País, 9-2003).
 
Estos años y los siguientes marcarían para siempre la vida de quienes ya dejaban de ser niños. En 1947, dos años después de haber acabado la guerra y con ocasión del décimo aniversario de su llegada a la URSS, unos dos mil supervivientes son reunidos en el teatro Stanislavski de Moscú, en donde masivamente manifiestan -fácil es deducir en qué coactivas circunstancias- su deseo de permanecer en ella.
 
El resto, hasta los cuatro mil que llegaron en el 37, o se negaba a ser dirigido, o había muerto en la guerra y en los gulags. En su texto “Los niños españoles en la URSS” uno de sus varios autores ofrece un dato escalofriante: un diez por ciento de ellos estuvo encarcelado y otro cuarenta murió en los frentes de batalla.
 
Hay un terrible episodio que retrata hasta qué punto había llegado su situación, y es el que protagonizan los hermanos Meana Carrillo, cuyos apellidos hacen pensar en una procedencia gijonesa. Uno de ellos se suicidaría bebiéndose una botella de ácido sulfúrico, y el otro, convencido de que la Pasionaria era el principal obstáculo para el regreso de ambos a España, intentó acuchillarla en su alojamiento del hotel Lux, a partir de cuyo momento se pierde su rastro (César Vidal: “Enigmas histéricos al descubierto”).
 
No se equivocaba, desde luego, el joven Meana. Ni Dolores Ibárruri ni el Partido Comunista estuvieron nunca dispuestos al regreso de los expatriados. Jesús Hernández, que abandonó la URSS en 1944, transcribe en su libro “El país de la gran mentira” las siguientes crueles palabras de la secretaria general del partido: “No podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y prostitutas”. Muchos años después, Francisco Baragaño, hoy con 78 años, que participó en el año 2000 en una caravana organizada por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, le diría al periodista de “El País” Francisco Perejil: “cuando terminó la guerra civil y nuestros padres nos reclamaban, ella no movió ni un dedo por nosotros. Nos decían ella y el partido que Franco no permitía nuestro regreso. Y era mentira. Nos jodió a todos la vida. No hizo nada ni en 1945 cuando quedó claro que no era Franco quien impedía nuestro regreso, sino el partido”.
 
España, en efecto, no les había olvidado. En febrero de 1947, el diplomático español señor Tarrasa inicia en Ginebra unos contactos con el capitán suizo Schaerer, que actuaba en nombre de la Unión Soviética, de la que era agente. El propósito del contacto era negociar no sólo acuerdos comerciales interesantes para ambos países, sino incluso, y aunque parezca increíble, una alianza militar. En unas notas manuscritas dirigidas por Carrero Blanco a Franco sobre estos contactos, éste deja claro ante el Generalísimo que nada puede ni debe hacerse sin antes resolver la situación de todos los españoles que “en contra de su voluntad aún permanecían en Rusia: los prisioneros de la División Azul, los niños evacuados, los pilotos republicanos que durante la guerra realizaban prácticas en Moscú y los tripulantes de los mercantes internados también durante ella en los puertos soviéticos” (Luis Suárez Fernández: “Franco y la URSS”).
 
Habrían de pasar otros cinco años hasta que en 1954 las autoridades del Kremlin liberasen a los divisionarios, que llegan a Barcelona a bordo del buque Semíramis a mediados de agosto. Era la señal para el retorno de los otros tres grupos de españoles, lo que ocurriría entre finales de 1956 y comienzos de 1957, un periodo del que se conocen al menos cuatro expediciones de repatriados. Dado que toda la operación había sido rígidamente controlada por las autoridades soviéticas, la reacción de las españoles no fue todo lo jubilosa que cabría esperar. Franco y alguno de sus colaboradores sospechaban que entre ellos vendrían inevitablemente infiltrados algunos agentes comunistas. ¿Pero cómo negarse a recibir a quienes habían sido víctimas inocentes de una situación límite?
 
Los gobernadores civiles reciben entonces instrucciones para que a los retornados se les ofrezcan trabajo y vivienda dignos. En Gijón, concretamente en la Fábrica de Moreda, encuentran acomodo, según recuerdan trabajadores hoy jubilados, una escribiente, un empleado del economato, otras del garaje, un experto en hornos de acero y una química. Gabriel Amiana, que trabajaría en Madrid como traductor y redactor de “Arriba”, le diría a un redactor de “El Alcázar” (28-10-76): “Aquí, en España, supe por primera vez lo que era vivir en una habitación individual, acostumbrado a hacerlo en Rusia con dos y tres familias”.
 
En 1970 regresaría, por fin, a España, el niño de Ablaña que cuarenta y tres años antes había salido del Musel llevando en sus pupilas el oscilante reflejo de una bombilla. En sus conmovedoras memorias se pregunta a sí mismo tras el final de su relato: “¿Cuándo he perdido el derecho a volver a mi patria? He caminado toda mi vida de puntillas para no hacer ruido, con la cabeza vuelta para no ver, para no dar un pretexto que pudiera perjudicarme a la hora del regreso”. Toda una vida en media docena de líneas. La misma vida que con José Fernández Sánchez compartieron miles de niños separados de sus familias en circunstancias que hoy nos parecen inimaginables. En esta hora de supuesta recuperación de la memoria histórica nadie parece, sin embargo, estar dispuesto a pedir responsabilidades.

 


Publicado

en

por

Etiquetas: