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Carmelo López-Arias
Tras la toma de Madrid por las tropas nacionales el 28 de marzo de 1939 (la Guerra Civil española concluiría oficialmente el 1 de abril), las autoridades vencedoras abrieron una investigación para esclarecer los miles de crímenes cometidos por el bando frentepopulista en la capital de España durante los tres años de contienda.
Una de las principales fuentes de información para ello fueron los porteros de las fincas de la ciudad, dado que, en virtud de un decreto gubernamental de la propia Segunda República (data de 1934), estaban considerados legalmente “auxiliares de la Policía gubernativa para sus fines de investigación”. Por ese motivo, las fuerzas policiales del Gobierno republicano, así como las milicias comunistas, anarquistas y socialistas (convertidas de facto en dueñas de vidas y haciendas), acudieron con frecuencia a ellos para pedirles información sobre adversarios políticos, detenerlos y, en miles de casos, asesinarlos.
En el Centro Documental de la Memoria Histórica se conservan 22.545 documentos que recogen las declaraciones de 15.000 testigos, entre porteros y vecinos, con todos esos datos. Han sido estudiados por primera vez de forma sistemática en un libro publicado recientemente, Vecinos de sangre. Historias de héroes, villanos y víctimas en el Madrid de la Guerra Civil (La Esfera de los Libros, ya en 4ª edición).
Su autor es Pedro Corral, periodista, escritor y político, siete años concejal en el Ayuntamiento de la Villa y Corte y ahora diputado en la Asamblea de Madrid. Desde hace años, desde la tribuna política denuncia con rigor el carácter mendaz y selectivo de las leyes de “memoria histórica” de José Luis Rodríguez Zapatero y de “memoria democrática” de Pedro Sánchez.
Aparte de otros delitos -robos, torturas, etc.- en Madrid fueron asesinadas durante la guerra miles de personas. Según las cifras -hoy consideradas en general inferiores a las reales- de la Causa General abierta en 1939 por el Ministerio de Justicia, el mayor número de víctimas se dio entre los obreros (2.935), seguido de los militares, los religiosos, los profesionales liberales y los comerciantes e industriales.
Un papel comprometido
La obra de Corral es un relato pormenorizado, aunque breve y conciso, de cientos de esos casos. Uno de los objetivos del libro es borrar la impresión de que los porteros, como clase social, pueden considerarse unos delatores que señalaron a los asesinos sus potenciales objetivos (derechistas, católicos, sacerdotes escondidos que huían de la persecución religiosa, etc).
Algunos, efectivamente, fueron delatores hasta el grado de complicidad con el crimen (otros simplemente cumplieron a mínimos su obligación legal de informar), pero en numerosas ocasiones encubrieron la presencia de vecinos o acogidos aun a riesgo de su propia vida. Y fueron, también, víctimas. Corral calcula en una veintena los que fueron asesinados por el bando marxista, lo que “duplica como poco la de los porteros y las porteras de la ciudad fusilados por los franquistas en la posguerra”. De hecho, el 19 de junio de 1940, el alcalde de Madrid, Alberto Alcocer, recompensó a 606 porteros con la Medalla a la Fidelidad por su comportamiento en los peores momentos del terror, entre el 18 de julio de 1936 y mediados de 1937, cuando el Gobierno republicano, que había dejado hacer a las milicias, decidió frenarlas, al menos parcialmente.
‘Curas y monjas’, objetivo preferente
Uno de los capítulos de Vecinos de sangre, bajo el título In odium fidei, está consagrado específicamente a las víctimas perseguidas por odio a la fe. Sin contar a miles de laicos muertos solo por ese motivo, los asesinados fueron 425 sacerdotes y seminaristas, 546 religiosos y 107 religiosas: en total, 1078, lo que convirtió Madrid en un infierno para la Iglesia.
Aparte de los crímenes propiamente dichos, el 27 de julio (nueve días después del Alzamiento Nacional) y el 11 de agosto el Gobierno de José Giral se incautó con sendos decretos de todos los bienes eclesiásticos y cerró todos los colegios y conventos, con lo que, afirma Corral, “venía a dar cobertura legal a los asaltos que ya se estaban produciendo” y dejaba a los consagrados “a merced de la furia revolucionaria”.
En agosto de 1936, en toda la zona frentepopulista (no solo Madrid) se alcanzó el cénit de la represión: 2.077 eclesiásticos asesinados solo ese mes, 70 al día.
En ese contexto, ser sacerdote o religioso o religiosa en Madrid en aquellas fechas implicaba necesariamente esconderse de la caza del hombre (o de la mujer) emprendida. Eso dio lugar a infinidad de historias de la que ha quedado constancia documental en los miles de declaraciones tomadas a porteros y vecinos, y que constituyen el meollo del libro.
Casos de todo tipo
La Beata María Sagrario de San Luis Gonzaga (Elvira Moragas en el siglo), quien había sido la primera mujer farmacéutica de España, fue atrapada en el domicilio de los familiares de una monja de su convento carmelita de la calle Torrijos y asesinada al día siguiente en la Pradera de San Isidro.
En muchos casos, acoger a un sacerdote implicaba correr su misma suerte. Remigia González Rodrigo había escondido en su cada a su hermano Pascual, arcipreste de Arganda, delito suficiente para morir con él.
Varios fueron capturados y liberados varias veces hasta el momento definitivo. Como el sacerdote Domingo Sánchez Reyes, oficial en la Nunciatura. Fue detenido el 26 de octubre por primera vez, y liberado. Por segunda vez, el 27, siendo obligado a sacar de una caja de seguridad del banco unos valores de sus hermanas para entregárselos a sus captores. Y finalmente el 29, cuando unos miembros de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) se lo llevaron sin que se volviese a saber de él.
Andrés Pinedo Porras, sacerdote de la iglesia de San Ginés, se libró de una primera saca en una pensión de la calle Arenal cuya dueña había acogido a tres religiosas del Asilo de Ciegos de Pacífico. El 13 de agosto entraron y las mataron a todas. Al día siguiente hicieron lo propio con don Andrés, cuyo cadáver apareció en la Pradera de San Isidro “colgado de los pies y abierto en canal“.
También hay casos de religiosos auténticamente ‘afortunados’ en sus huidas. Como el capellán militar jubilado José Moratalla. Supo que le iban a detener con tiempo suficiente para escapar. Se refugió en casa de un amigo… donde resultó haber una checa comunista. Salió a tiempo de refugiarse en otra casa… donde, en noviembre, un proyectil de la artillería nacional entró por la ventana y cayó en su cama sin llegar a estallar. Su siguiente escondite fue una casa que acabó vigilada por milicianos y policías que buscaban al cuñado de la propietaria, Florencio Jiménez Jiménez, secretario de la Federación de Maestros Católicos, a quien acabarían asesinando. Como consecuencia de todos estos sobresaltos, don José contrajo una miocarditis aguda por la que estuvo a punto de morir, complicada meses después con una pulmonía que le puso también en trance de muerte. Aun tuvo que moverse dos veces de casa en su huida, pero sobrevivió a la caza y el 2 de abril de 1939 pudo volver a su hogar. Por la falta de noticias posteriores, debió morir poco después de recobrada la normalidad.
Casimiro Morcillo fue el primer arzobispo de Madrid, tras la elevación de la diócesis a archidiócesis en 1964. De haber estado en la capital en 1936 habría sido asesinado siendo un joven sacerdote, pues fueron a buscarle a su casa para ello.
Entre los que no habrían tenido tanta suerte figura el que sería, pasados los años, arzobispo de Madrid: Casimiro Morcillo, que tenía entonces 32 años. Se libró porque estaba en Santander al comenzar la guerra, pero las milicias del Círculo Socialista del Norte fueron a por él a su casa de Eloy Gonzalo, 18, que ya de paso saquearon. Paradójicamente, sería destruida al cabo de un tiempo por un proyectil de la artillería nacional.
La Iglesia clandestina
En medio de estas historias de martirio, la vida de la Iglesia continuó en la clandestinidad, sobre todo cuando el terror aflojó su ritmo exacerbado de los primeros meses. “Otro aval que presentaron frecuentemente los porteros ante los franquistas era haber permitido la celebración de misas, bodas y bautizos en la finca bajo su custodia”, afirma Corral.
En el número 33 de la Ronda de Atocha, por ejemplo, en un piso pudo haber misa diaria desde mediados de 1937 y reuniones católicas los jueves. La conserje de la calle Fúcar 11 sabía que de vez en cuando había misa en uno de los domicilios: “Si nada dijimos fue para no alarmarles al creerse descubiertos, porque era casa muy perseguida”. En Juanelo 12 llegó a vivir un comisario político del Ejército Popular, pero el portero y los vecinos consiguieron encubrir el hecho de que el sacerdote Félix Gil acudía regularmente a casa de un vecino a confesar.
En al menos un caso recogido, fue toda la comunidad la que protegió al religioso de una muerte cierta. El sacerdote Celestino Sanz Galán dejó por escrito que de los ocho vecinos de Olmo, 30, cinco eran de izquierdas: “Hemos de constatar que, fuera de las manifestaciones de simpatía que sentían por su ideal exteriorizadas con sus canciones y alguna palabrota, no se han medido con nosotros y nos han guardado toda clase de respetos“.
Parecido comportamiento tuvo la portera de la glorieta de San Bernardo, 8, Blasa Lázaro Arroyo, afiliada desde 1933 a la socialista UGT (Unión General de Trabajadores). El 5 de noviembre de 1936 evitó que en un registro general de los milicianos fuese descubierto un sacerdote. “Posteriormente”, cuenta ella misma, “el día 20 de marzo de 1938, falleció en la casa mi esposo confortado con los últimos auxilios espirituales, que le fueron administrados por el mismo sacerdote”.
Son los relatos de complicidad y solidaridad entre adversarios que mitigan y arrojan algo de luz sobre un panorama de persecución tan oscuro.