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Joaquín Leguina
El analista Miguel Platón acaba de publicar un libro titulado La represión de la posguerra (Alianza) en el cual se estima en 15.000 los ejecutados tras la guerra y hasta 1975. Platón, que ha trabajado este libro durante seis años, utilizó ocho fuentes documentales, seis de ellas inéditas (de las seis, cuatro son listas nominales de ejecutados o condenados), sostiene, tras esa exhaustiva investigación, que condenados a muerte hubo 30.000 y ejecutados 15.000. Una parte de los ejecutados lo fueron por delitos comunes y otros por ser del maquis.
Mucho más difícil de evaluar es el número de asesinatos cometidos durante la guerra en ambas retaguardias, porque es muy difícil encontrar fuentes fiables que sirvan para cuantificar los destrozos producidos por aquella tragedia. A este respecto, la opinión de Miguel Platón recogida en El Mundo es la siguiente:
«Durante la Guerra Civil, la mayor parte de los que fueron asesinado o ejecutados, tanto en un bando como en otro, fueron enterrados en fosas comunes de los cementerios. Esa es la realidad. Una minoría fue abandonada en carreteras, arrojados al mar, a ríos caudalosos. Pero eso fue una minoría. He investigado con algún detalle las ejecuciones y asesinatos que hubo en el norte de África durante la guerra de 1936 a 1939 y fueron en total algo más de 750, que no es una cifra pequeña. Pero en el Protectorado de Marruecos y en Ceuta y Melilla todos los ejecutados fueron inscritos al día siguiente en el Registro Civil».
Cuando estoy escribiendo este artículo, se anuncia que le han otorgado el premio Francisco Umbral a la mejor novela de 2023 a Santander 1936, de Álvaro Pombo. En esta novela, el gran escritor santanderino enfoca la narración hacia su tío Álvaro Pombo Caller, asesinado con sólo 19 años en el interior del barco prisión Alfonso Pérez el 27 de diciembre de 1936. Tras un brutal bombardeo de la Legión Cóndor a la ciudad, el Alfonso Pérez fue asaltado por un grupo de milicianos que acabaron con la mayoría de los detenidos. Aquellos cuerpos fueron arrojados a una fosa común. En aquel barco estuvo preso Eduardo Leguina, primo de mi padre, falangista y amigo de Hedilla, pero Eduardo salvó la vida gracias a sus amigos de la UGT.
El Alfonso Pérez era un viejo barco anclado en la bahía, con lo cual se pretendía evitar que aquella zona del puerto fuera bombardeada por los aviones nazis, pero no tuvo éxito. Los junkers se hartaron de bombardear Santander.
«Bajo el franquismo, es decir, a partir de abril de 1939, no hubo enterramientos clandestinos»
El tío del escritor, Alvarito, como cariñosamente le llamaban sus amigos, se había afiliado a Falange a finales de 1934, al poco de volver de Francia, a donde, como hijo de buena familia, había ido a estudiar un año antes. La figura de José Antonio le fascinaba.
Durante la guerra hubo muchos asesinatos en las dos retaguardias, enterrados luego en fosas comunes o en cualquier prado o cuneta. Tras la guerra no hubo fosas comunes, por eso la Ley de Memoria Histórica no ha servido, porque se centró en dos elementos:
a) Las fosas donde se había enterrado clandestinamente a una parte de los asesinados bajo el franquismo.
b) La eliminación de los símbolos públicos de la dictadura.
Pero bajo el franquismo, es decir, a partir de abril de 1939, no hubo enterramientos clandestinos.
En realidad, aquel impulso legislativo sólo sirvió para reabrir heridas y para mirar hacia el pasado, ese deporte nacional que alimenta el sectarismo y el odio. Y también, claro está, para negar la reconciliación nacional que nos trajeron primero la Ley de Amnistía de 1977 y la Constitución de 1978 después.