Fernando Suárez González
ABC, 21 de diciembre de 2014
Pocos se acuerdan ya de D. Lucio Rodríguez Martín, el joven y modesto policía armado que, once meses después de ingresar en el cuerpo y vestido de uniforme, prestaba servicio de vigilancia en las oficinas de la compañía Iberia, en la calle Alenza de Madrid, el 14 de julio de 1975. Eran aproximadamente las diez de la noche cuando un comando del llamado Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (el FRAP de tan triste memoria) le disparó por la espalda. Lo habían escogido al azar, después de recorrer en un coche robado diversas zonas de Madrid buscando al que les iba a resultar más fácil. La propia organización se atribuyó el crimen, en comunicados a diversos periódicos de Madrid.
Lo enterraron en Villaluenga, en la provincia de Toledo, donde vivía también su jovencísima novia, con la que se disponía a contraer matrimonio. Los padres y hermanos del policía Rodríguez Martín, como los de tantas otras víctimas anteriores y posteriores, no podían entender la razón de tanta crueldad, que era, efectivamente, irracional.
La eficacia de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad fue, en aquel caso, total, y en setenta y dos horas fueron detenidos el organizador y los cuatro ejecutores materiales. El consejo de guerra que juzgó aquella causa condenó a la pena de muerte a tres de los implicados y a las penas de reclusión de treinta y veinticinco años, respectivamente, a los otros dos.
Estamos hablando de 1975 y es forzoso recordar que cinco años antes el Jefe del Estado había indultado de la pena de muerte a seis terroristas condenados por un consejo de guerra que había tenido lugar en la ciudad de Burgos. Entre aquel indulto y julio de 1975 se produjeron en España cuarenta y dos asesinatos a manos de bandas terroristas, entre ellos los del presidente del Gobierno, el almirante D. Luis Carrero Blanco, su conductor civil, D. José Luis Pérez Mogena, y su único policía de escolta, D. Juan Bueno Fernández, y los de las doce víctimas que fueron sacrificadas por la bomba de la cafetería Rolando, en la calle del Correo.
Junto con el aludido consejo de guerra que condenó a los asesinos de D. Lucio Rodríguez Martín, otros tres juzgaron a los autores de los asesinatos del cabo de la Guardia Civil D. Gregorio Posadas Zurrón, del teniente de la Guardia Civil D. Antonio Pose Rodríguez y del cabo de la Policía Armada D. Ovidio Díaz López, imponiendo otras ocho penas de muerte.
El Consejo de Ministros se enteró, como era obligado, de aquellas sentencias, algunas confirmadas por el Consejo Supremo de Justicia Militar, y el Jefe del Estado conmutó por treinta años de reclusión las penas de muerte impuestas a seis de los autores que, aun habiendo prestado su imprescindible colaboración (conduciendo el coche, aportando las pistolas, facilitando la munición o cubriendo la retirada) no habían sido autores materiales de los disparos. Es rigurosamente falso que los ministros impusieran pena o firmaran documento alguno. Como lo es también que el terror de aquellos años tuviera como argumento pretendidamente legitimador la lucha por la democracia.
Si no bastara la consideración de que un verdadero demócrata jamás utilizará la violencia para defender proposición alguna, la vil mentira quedó de manifiesto cuando, aprobada la ley para la reforma política que nos situaba en el camino de la democracia e incluso aprobada la Constitución que consagraba felizmente la Monarquía de todos y estructuraba definitivamente la democracia tantas veces fracasada entre nosotros, se produjeron aún más de setecientos atentados terroristas. Sostener que la democracia española le debe algo al terrorismo es una burda falsificación.
A poco sentido que tuviéramos, sabíamos que se aproximaban tiempos de cambio y que nuestra imagen de políticos sufriría un serio deterioro por las exigencias de la lucha antiterrorista, pero, sin perjuicio de las matizaciones que algunos hicimos y que el juramento impide revelar, teníamos el convencimiento de que la política no es el «arte de negociar la conveniencia propia» –como la definió peyorativamente el padre Feijóo–, sino «profesión de hacer bien a muchos, aun con pérdida propia», como acertó a decir el beato Juan de Ávila.
Quienes vivimos aquellos dramáticos momentos sabemos bien que en las desmedidas protestas suscitadas en algunas capitales europeas había mucho más de ataque a Franco que de petición de clemencia, y sabemos también quiénes cerraron el camino a cualquier benignidad. Cuando en julio y septiembre de 1976 Valery Giscard d´Estaing no tuvo a bien ejercer el derecho de gracia y la hoja de la guillotina cayó sobre el cuello de criminales franceses, no se conmovieron los que se oponen a la pena capital en función de quien la aplique.
Casi cuarenta años después, cuando ya no existe ese duro castigo, cuando creíamos que había sido posible la concordia, cuando España podría tener ante su futuro los más amplios horizontes de convivencia democrática, se intenta resucitar el odio al adversario y parece buscarse una infame revancha, intentando ennegrecer el prestigio y la honra de algunos intachables gobernantes que en el pasado trabajaron, con decencia impecable, por el desarrollo cultural, económico y social de España. No tengo espacio para trazar el perfil de los ministros de los que hablan estos días los medios de difusión, y quiero solo dejar constancia de que de todos ellos –de todos– me siento solidario.
En algunos casos, todavía no ha comentado ningún creador de opinión que la juez argentina que pretende encausarnos actúa, no sé si por mala o por ignorante, a instancia de tres de los participantes en el asesinato del policía armado de que hablaba al principio. Indultados por Franco y amnistiados por la ley de octubre de 1977, pretenden ahora, con pasmosa inverecundia, que se olviden sus delitos y que se persiga a quienes aplicaron las leyes entonces vigentes.
La magistrada no se ha dirigido jamás a ninguno de nosotros, que somos lo suficientemente notorios como para localizarnos con bastante facilidad. Ha viajado por España dedicada a sus pesquisas y sin el menor interés en hacernos una sola pregunta y se descuelga ahora con la petición de extradición a Argentina para una «declaración indagatoria», en un auto que por cierto ordena comunicar a los querellantes, seguramente para trasladar el escándalo a la prensa, pero que en ningún momento hace llegar a los ciudadanos perseguidos.
Para añadir confusión a tanto desatino, hay algunos preclaros responsables actuales que pretenden eludir el problema recurriendo a prescripciones y amnistías, lo que equivale a aceptar que hubo delitos, y por eso no vamos a pasar. Indague cuanto quiera la juez rioplatense, pero tiene muy poco que indagar: Todo ha sido notorio, conocido, publicado mil veces y sabido de sobra por los electores de 1982, de 1986, de 1987 y de 1989.
Ni delitos, ni prescripciones ni amnistías. Excuso decir la tranquilidad con que espero que me vengan a detener policías o guardias civiles, compañeros de los centenares que fueron víctimas del terrorismo que ensangrentó España y a quienes somos muchos todavía los que no vamos a olvidar.