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Boletín Informativo F.N.F.F.
Nº 114
Hay que recordarlo una vez más: la versión de la guerra española de 1936 no es una sublevación fascista contra una democracia irreprochable. Eso es una grosera manipulación que ahora cuando se aventuran hipócritas y sectarias memorias históricas, lleva camino de ser aceptada por las nuevas generaciones. No hay más remedio que hacer de la memoria un uso serio y responsable. Hay que recordar que el PSOE, en su congreso de 1919, ratificó su condición de marxista y acordó que «la dictadura del proletariado es condición indispensable para el triunfo del socialismo». En 1931 la República había sido recibida como esperanza de reformas que condujeran a España, por el camino de la modernidad, pero fracasaron y se abrió en España un período de graves desórdenes, quiebra económica, paro, ásperas luchas sociales y el peligro que tiene formas inmediatas en los sucesos de 1934 y de desintegración de la unidad nacional, con la proclamación del Estat Catalá en Barcelona por Companys, presidente de la Generalitat.
El hecho más grave contra la República es cuando en 1934 los socialistas toman las armas contra ella. En Asturias estalla la revolución que causa gravísimos daños y centenares de muertos y el Ejército ha de intervenir, incluso con unidades militares del Protectorado, para restablecer la paz. Todo porque ante la victoria electoral y la participación en el gobierno de la derecha, la izquierda no quería aceptar ese juego democrático normal de las elecciones que le habían alejado del poder. Y amenazan: para las elecciones de febrero de 1936. Largo Caballero, líder máximo del socialismo, en un mitin en Alicante dice: «Oídlo bien, si ganaran las derechas, nos veremos obligados a ir a la guerra civil». Para el Frente Popular de socialistas y comunistas —los liberales de izquierda son sólo una adherencia transitoria— las elecciones de febrero de 1936, no significaban otra cosa que el medio para destruir el sistema liberal parlamentario. La izquierda gana las elecciones por estrecho margen —los testimonios de Hugh Thomas, J. Tussel y Salas Larrazábal así lo señalan—y hubo el grave fraude de que si uno de los bandos asumía el poder antes de celebrarse la segunda vuelta, y así sucedió, ya que la dimisión de Portela convirtió a Azaña en presidente del gobierno, confiscaría el aparato del Estado y se aprovecharía de ello. Y así fue. Los revolucionarios de octubre del 34 pasaban a ser ahora la legitimidad. Un poco más de media España se apresuraba a destruir a la otra media y no quedaba ningún poder arbitral para evitarlo. La pregunta de si este no era un caso de legítima defensa, tomaba cuerpo.
Salvador de Madariaga, con poca sospecha de simpatías franquistas, describe la vida diaria a partir del triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936 (“España”, 7a ed., Editorial Suraméricana, Buenos Aires, 1964, págs. 455-457): «surgen por doquier asesinatos de personajes políticos de importancia local, a veces atentados contra una figura nacional… Había entrado el país en una fase francamente revolucionaria; ni la vida, ni la propiedad contaban con seguridad alguna…».
El 17 de junio de 1936, en una borrascosa sesión entre insultos y amenazas, Gil Robles, el líder de la derecha, esgrimió ante el gobierno una aterradora estadística: entre el 16 de febrero y el 15 de junio habían sido destruidas totalmente 160 iglesias y dañadas otras 251; 269 personas habían perecido asesinadas y 1.287 habían sido heridas; diez periódicos de la derecha estaban suspendidos y ninguno de la izquierda.
En la misma sesión, Calvo Sotelo se mostró contundente al declarar que Casares Quiroga conducía al país al caos y a la revolución. Y se levantó Dolores Ibarruri, la Pasionaria, y señalando a Calvo Sotelo exclamó: «Usted ha hablado por última vez.» El 1 de julio, el diputado socialista Ángel Galarza, le dijo: «Pensando en su señoría encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida.»
El 13 de julio de 1936, guardias de asalto, el capitán de la Guardia Civil, Condés, y un paisano, Luis Cuenca, escolta de Prieto, ocupan una camioneta de la policía y se dirigen de madrugada al domicilio de Calvo Sotelo. Lo sacan de su casa detenido, en un fraude evidente ya que por su condición de parlamentario gozaba de inmunidad. No le conducen a ninguna dependencia policial porque su intención es asesinarle. Y así sucede. A su espalda, ya en la camioneta policial, va el socialista Cuenca que le dispara un tiro a la cabeza al líder derechista que cae muerto. Llevan el cadáver al cementerio del Este y lo dejan en el depósito de cadáveres.
Cinco días más tarde, el 18 de julio, se produce el Alzamiento. Miles de voluntarios, campesinos que dejan la trilla, estudiantes que interrumpen sus estudios, gentes de toda condición se unen a las fuerzas militares.
No era posible la Paz y media España no quería morir.