Testigo presencial, por Manuel Jiménez Quílez

Manuel Jiménez Quílez

Razón Española

Durante ocho años, como director general de Prensa, fui testigo presencial de muchas visitas de Franco a las principales ciudades españolas. Durante ese periodo jamás recibí indicación alguna para que modificase las palabras del Caudillo. La rutina era que las tomaba taquigráficamente Lozano Sevilla y se le sometían al Generalísimo quien invariablemente decía: «Que lo mejore Jiménez Quílez». Naturalmente, yo me guardé muy bien de corregir aquellos textos que generalmente eran emocionadas improvisaciones ante las multitudes que le aclamaban. Estuve presente, si la memoria no me es infiel por incompleta, en las visitas a Barcelona, Bilbao, Sevilla, Santander, León (Congreso Eucarístico), Barcelona (Congreso Eucarístico), Albacete y Astorga.

Comunes a todas estas visitas eran los recibimientos multitudinarios que se le tributaban, pero en tal grado que su propia magnitud excluía toda organización previa. El clamor popular era consustancial a su entrada en las ciudades. Me resulta inolvidable la llegada a Barcelona por el puerto, y luego su lento avance, Ramblas arriba, acompañado del alcalde José M. de Porcioles. Tuve el privilegio de seguir a la comitiva en el segundo automóvil y fui testigo presencial del más grande recibimiento que he visto jamás.

En la inauguración del pantano de Cíjara, hizo una parada de conversación con sus acompañantes, surgió el tema del miedo, no sé por quién suscitado ni a cuento de qué. Escuché a Franco que él «no conocía el miedo, por lo cual no debía ponderarse su valentía». Desconocía el miedo absolutamente.

En la visita a Bilbao, se habían difundido rumores de un probable atentado. El entonces Director General de Seguridad y yo aguardábamos la salida del Caudillo, en su coche camino de la alcaldía, cuando se recibió la orden, «Nada de automóviles, S.E. va a hacer a pie el recorrido». Y así fue, en medio de aclamaciones generales. Nunca olvidaré a un vascón alto y fuerte que desde un lateral situado como estaba en primera fila gritaba incesantemente «Olé tus coj…».

Este hecho me recuerda otro. En los preparativos de un desfile de la Victoria que tradicionalmente se celebraba recorriendo Franco la carrera oficial en coche descubierto, la policía tuvo noticia de la salida de Francia de un comando terrorista hacia Madrid, dispuesto para el magnicidio. El Ministro de la Gobernación encargó al Director General de Seguridad que comunicase tales informaciones al Caudillo, lo que hizo. La respuesta fue «Ese es su problema, puesto que está encargado de mi seguridad; que se me prepare una montura porque este año no voy a hacer el recorrido en coche sino a caballo». Y así lo hizo, en medio de ovaciones indescriptibles. Fue memorable ese desfile tan singular.

Recuerdo también la llegada a Sevilla. Era de noche oscura y el patio del Alcázar estaba lleno de gente hasta la bandera. Franco se asomó a un balcón y cuando mayor era el silencio y se disponía a expresar su saludo y su agradecimiento, dejó a todos estremecidos un grito profundo que, más o menos, era «¡Viva la madre que te parió!». Tal fue la emoción que a todos produjo el grito, que S.E. tardó unos instantes en reaccionar e iniciar su breve discurso.

De una visita a Tortosa recuerdo que el Caudillo llegó muy entrada la noche y ordenó a su conductor que encendiese la luz interior del automóvil, ante la desesperación de los servicios de seguridad. La multitud que se apretujaba era inmensa y los empujones constantes. Volví la cabeza para pedir que se contuviesen los que más presionaban y mi sorpresa fue ver que quien más insistía en sus empujones era el embajador y prohombre catalán, don Miguel Mateu.

La visita a Barcelona, con motivo de las inundaciones del Llobregat, tuvo como principal escenario las zonas afectadas y Franco se mezcló con la masa de catalanes allí reunida, lo que llegó a originar la viva preocupación de miembros de su escolta. De tal forma se internó en las tierras inundadas que yo mismo hube de desenredar los hilos telefónicos de la conducción derribada, que se arremolinaron a sus pies y le dificultaban la marcha.

Una muestra de la extraordinaria serenidad del Caudillo la viví en una visita a Castellón para inaugurar la restauración de la catedral. Acompañado del Obispo, avanzaba por la nave principal en medio de grandes ovaciones. En ese momento por los servicios de Radio Nacional el Ministro de Información me encargó que diera cuenta a S.E. de que se había reanudado la guerra entre árabes y judíos. Comuniqué la noticia al almirante Nieto, Ministro de Jornada, quien dispuso que me acercara y se la comunicase a S.E. Este escuchaba del prelado diversas informaciones atinentes a las obras catedralicias. Me aproximé y él, sin dejar de escuchar al obispo el relato, me dijo “Que se acerque el Ministro de Industria“. Así lo hizo López-Bravo a quien ordenó que se prohibiese la salida de petróleo de las refinerías que iba a inaugurar. Entre tanto, avanzaba y oía al prelado quien no advirtió nada de anormal en el atento rostro del ilustre visitante.

Por cierto, que en estas visitas era frecuente, frecuentísimo, ver a clérigos vitorear frenéticamente a Franco.

A propósito de clérigos, asistí en León a la clausura del Congreso Eucarístico que, con la presencia del Legado Pontificio Cardenal de Lima, se celebró en aquella ciudad. Ya dispuesto a leer su discurso, el Legado Pontificio advirtió, no sin profunda contrariedad, que había perdido el texto. Enseguida lo percibió Franco, que acababa de pronunciar su discurso, y en voz baja dijo a Su Eminencia: «Haga como si lo leyera» en tanto daba indicaciones a los servicios de Radio que soslayaran la anécdota. Muy aliviado, el cardenal se refirió después a lo muy distinto que hubiese sucedido si el incidente se hubiera producido ante su propio Jefe de Estado, General Odria. «En cambio, el Generalísimo ha actuado tan bien que nadie se ha dado cuenta de lo sucedido», como ocurrió en efecto.

Acababa de presentar sus credenciales don Guillermo León y Valencia, embajador de Colombia. Muy amigo mío concurría la recepción que ofreció en la embajada después de la presentación de las cartas credenciales y conocí de alguna manera su molestia, sumamente amistosa, porque S.E. había vestido en dicho acto uniforme de diario. Comuniqué al Ministro Alberto Martín Artajo muy discretamente la queja del Embajador. Desde entonces en todas las ceremonias diplomáticas Franco vestiría traje de gala. Aceptó con humildad la queja del gran orador colombiano, autor de aquella famosa equivocación ante De Gaulle: en vez de decir «¡Viva Francia!», se le escapó, del corazón sin duda, un estruendoso «¡Viva España!».

Y, por último, un relato de Franco anciano. Le vi en el salón del Palacio Real, después de la octava o novena salida al balcón para recibir las ovaciones, o sea, la plena adhesión de una ingente multitud que ocupaba totalmente la gran plaza de Oriente y calles adyacentes. Estaba muy emocionado y repetía «Qué gran pueblo». Cuando en una de las ocasiones regresaba del balcón, muy conmovido, el Cardenal Primado de Toledo, don Marcelo González Martín se acercó a él y le dijo: «Qué gran pueblo, pero qué gran gobernante. Voy a bendecirle». Y le bendijo, originando en Franco tal emoción que le ayudaron a reponerse el Teniente General Gavilán y el Jefe de la Casa Civil, Fuertes del Villavicencio. Mientras tanto, en la gran plaza los vítores continuaban incesantes y clamorosos.

 


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