Ángel David Martín Rubio
Con razón se ha dicho que la verdadera importancia de la Guerra Civil Española en la historia del siglo XX no es tanto geopolítica o estratégica como ideológica y cultural. Estos dos últimos conceptos resultan especialmente apropiados si los ensanchamos hasta poder considerar la guerra española de 1936 como un enfrentamiento entre dos concepciones del mundo: la occidental y cristiana y las nuevas formas del totalitarismo que, procedentes de la Unión Soviética, comenzaban por entonces a expandirse. El final de la Segunda Guerra Mundial dio paso al deterioro del gravoso acuerdo de las potencias occidentales con la Unión Soviética y, tras la reordenación de las alianzas durante la Guerra Fría, España quedó definitivamente incorporada al mundo libre consolidándose así una trayectoria que se había iniciado en julio de 1936.
Esta circunstancia no podía dejar de tener su repercusión en las propias manifestaciones del conflicto y la honda brecha que se manifestó entre los españoles en los más diversos terrenos (religioso, político, social, de identidad nacional…) hace que, a las lógicas pérdidas humanas ocasionadas por las consecuencias directas e indirectas de las operaciones militares, se unieran, y en número muy elevado, las causadas en ambas retaguardias por las represalias, asesinatos y ejecuciones que se prolongaron durante los primeros años de la posguerra.
Pero un correcto análisis no puede olvidar que las muertes debidas a la represión se sitúan en un contexto bélico y que, incluso si les sumamos las ocasionadas como consecuencia de las operaciones militares, no son las únicas con trascendencia en el terreno demográfico pues el aumento de la mortalidad (por diversas causas) va acompañado de la disminución de la natalidad.
En efecto, en tiempo de guerra se muere más pero también hay menos nacimientos. Por otra parte, la sobremortalidad no afecta exclusivamente a quienes mueren habitualmente (en aquel momento ancianos y niños) sino a hombres jóvenes, no tanto a gente inactiva e infecunda cuanto a aquellos que se encuentran en edad óptima para el trabajo y la paternidad. Además, la guerra separa a los cónyuges, retrasa los matrimonios y hace abandonar sus tareas habituales a la población activa, situaciones que suelen prolongarse en la posguerra, especialmente para los derrotados. Por último -y esta enumeración no es exhaustiva- los avatares del frente originan unos desplazamientos de población cuya expresión máxima es el exilio definitivo.
Sin embargo, un sector de la historiografía que se caracteriza por su animadversión hacia los vencedores, se ha centrado exclusivamente en la violencia desencadenada en las retaguardias y en la posguerra insistiendo en que hay que reducir de manera muy notable las víctimas atribuidas al terror en zona republicana mientras que multiplican exponencialmente las causadas por sus oponentes, al tiempo que no otorgan valor a las cifras que se deducen a partir de las estadísticas oficiales.
El necesario final de un largo debate historiográfico
En varias ocasiones hemos calificado de “falso” el debate acerca de las víctimas de la Guerra Civil en el estado actual de la investigación. Y no porque no puedan existir discrepancias en torno a la mayor o menor exactitud de cada uno de los conceptos en que se descompone la cifra global o, sobre todo, acerca de las raíces históricas y manifestaciones de la violencia en cada una de las retaguardias o en la posguerra. Lo que cuestionamos, ante todo, es que el baile de cifras del que hemos dado apenas una impresión en el anterior apartado, y que no es sino la consecuencia de la carencia de rigor en el manejo de los datos por la izquierda historiográfica, podría llevar a la impresión equivocada de que todavía hoy no disponemos de una valoración fiable acerca de las pérdidas de población directa o indirectamente relacionadas con el conflicto que dividió a España en la década de los años treinta y cuarenta del pasado siglo.
Nada más lejos de la realidad. Si hoy podemos afirmar que estamos muy cerca de conocer los valores reales del total de víctimas causados por la represión, no se debe a otra cosa que a un largo proceso en el que la historia ha desplazado a las afirmaciones exageradas e interesadas de la propaganda y en el que los trabajos sucesivos han permitido llegar al actual estado de la cuestión. Las referencias básicas son una temprana investigación acerca de las repercusiones demográficas de la Guerra Civil del doctor Villar Salinas [1] y la obra del general Salas Larrazábal [2], el primero en abordar la mortalidad de la Guerra Civil con una base estadística sólida y en conseguir lo que se había propuesto: rescatar el tema de un terreno beligerante y devolverlo al campo de la investigación histórica. A pesar de sus limitaciones hay que hablar de un antes y un después del libro de Salas. Así, J. Díez Nicolás, basándose en las tasas de mortalidad de las defunciones inscritas, estimaba que entre 1936-1941 habían muerto violentamente unos 300.000 varones, cifra muy similar a la obtenida por Salas Larrazábal y a la que se deduce de las oficiales por causa de muerte [3].
En la valoración de estas cifras (en las que se incluye tanto a los caídos en acción de guerra como a los que fueron objetos de represalias en ambas retaguardias y en la inmediata posguerra), compartimos la opinión que las considera esencialmente correctas aunque no por ello dispensadas de análisis y de precisión pues, tanto las cifras utilizadas como las hipótesis acerca de los que hubieran sido valores normales (y que son las que permiten hacer cálculos de sobremortalidad), encierran necesariamente márgenes de error. Una oscilación, incluso de varios miles, no tiene mayor relevancia en una proyección demográfica sobre una población de veinte millones de personas aunque, naturalmente, una sola muerte violenta tenga un gran impacto desde el punto de vista humano. No olvidemos, además, que -calculando la natalidad que se hubiera producido de continuar la tendencia de 1926-1935 y deduciéndola de la natalidad real del período 1936-1945- pueden estimarse los “no-nacidos” en torno a los 550.000 [4]. Hay una coincidencia general en que a este capítulo se debe la mayor pérdida de población achacable a la Guerra:
«El demosistema español resultó más afectado por la reducción de los nacimientos que por el aumento de las defunciones. Los instrumentos básicos del análisis demográfico, las curvas de movimiento natural (natalidad, mortalidad, crecimiento natural) y las pirámides de edades detectan con mucha más claridad las anomalías relacionadas con lo primero (desnatalidad) que con lo segundo (sobremortalidad)» [5].
Únicamente la elaboración de un muestro suficientemente representativo de estudios de ámbito regional o provincial podría acabar de decidir esta cuestión. Lamentablemente en la mayoría de los publicados hasta ahora se observa cómo el prejuicio que acabamos de describir condiciona de tal manera el empleo de las fuentes que, o bien se basan en estimaciones, misteriosos informes y las exageraciones de la opinión pública, o cuando se presentan relaciones nominales elaboradas a partir del Registro Civil se atribuyen a la represión causada por los sublevados, numerosas víctimas que en realidad se deben a acción de guerra o se trata de caídos del bando nacional por lo que los balances finales de cifras no pueden aceptarse. Basta referirnos en esta línea a los trabajos elaborados por autores como Francisco Moreno, Julián Casanova y Francisco Espinosa para Córdoba, Aragón y Badajoz, respectivamente [6].
Los ejemplos que citamos a continuación ―y otros que pudieran aducirse― son lo suficientemente significativos como para demostrar que estamos ante una manipulación consciente y, por tanto, para cuestionar recuentos globales basados en dichas cifras. Por el contrario, cuando estas investigaciones se han hecho con rigor se define una tendencia a confirmar las cifras de los registros oficiales: Miguel Ors (Alicante), Rafael Quirosa (Almería), Vicente Gabarda (región valenciana) y Juan Antonio Ramos Hitos (Málaga) y José María Solé y Juan Villarroya (Cataluña), entre otros [7].
Los estudios regionales y la distorsión de los datos
En el caso de Aragón, ya Carlos Engel llamaba la atención acerca del sistema empleado en el estudio promocionado por Julián Casanova para atribuir a la represión nacional víctimas debidas a otras causas:
«El sistema de Solé Sabaté y Joan Villarroya fue, y es, profusamente imitado, pero mientras algunos autores lo hicieron con éxito, en algunos casos, como en el estudio de la represión en Aragón “El pasado oculto”, de varios autores, se han llegado a contabilizar como fusilados por los nacionales los defensores de Codo y de Belchite, los heridos en acción de guerra y los muertos ¡por septicemia!» [8].
Llevando a cabo una exploración más detenida de las relaciones nominales que aparecen al final de la obra citada hemos podido comprobar cómo entre las que se presentan como víctimas de la represión nacional en la provincia de Teruel hay 65 que, con toda seguridad, perdieron la vida como consecuencia de la represión republicana o de operaciones militares y otras 105 presentan serias dudas. Esto supone reducir una relación nominal de 1030 a 860, porcentaje muy significativo (16,5%) si se tiene en cuenta que se trata de una segunda edición revisada. En el caso de Zaragoza capital, podemos comprobar lo que ocurre si aplicamos el mismo criterio a las muertes que se atribuyen al mes de julio; son un total de 113, de ellas no aparecen identificadas nominalmente 35, por lo que cabe pensar en la existencia de una contabilidad duplicada y 12 son en realidad nacionales fusilados o caídos en acción de guerra. En los meses siguientes se repiten casos semejantes y lo más curioso son 19 vecinos del Barrio de Santa Isabel que aparecen al mismo tiempo en esta presunta lista de represaliados por los nacionales y en una relación de Caídos de la provincia de Zaragoza entregado por la delegación provincial de Falange Española Tradicionalista a la Causa General [9]. Si a todo ello añadimos los republicanos que pueden aparecer en estas listas y que en realidad no fueron fusilados sino muertos en acción de guerra y que resultan difíciles de identificar a partir de otras fuentes, cabe poner un serio interrogante sobre las cifras atribuidas a la represión nacional en Aragón por el equipo dirigido por Casanova.
Para Andalucía y Extremadura, Francisco Moreno Gómez y Francisco Espinosa Maestre, no son más escrupulosos a la hora de incrementar sus balances numéricos. El primero de ellos suele basarse en cálculos, misteriosos informes, o en las exageraciones de lo que él llama la “opinión pública” para atribuir más de nueve mil muertos a la represión nacional en la provincia de Córdoba [10] mientras que Espinosa mezcla las continuas invectivas y juicios peyorativos hacia cualquiera que no comparte sus radicales puntos de vista con unas listas en las que (como hemos demostrado cumplidamente en otro lugar [11]) se mezclan con las verdaderamente causadas por la represión nacional, muertos con anterioridad a la fecha en que se ocuparon las poblaciones, víctimas izquierdistas como las producidas en Azuaga y Monesterio durante los enfrentamientos sostenidos el 19 de julio entre los revolucionarios y fuerzas de orden público, bajas de bombardeos y explosiones, asesinados por los frentepopulistas, miembros del Ejército nacional muertos en acción de guerra, nombres repetidos con ligeras variantes y, por último, en localidades donde hubo combates de relieve, las muertes correspondientes al día de lucha se incluyen en su totalidad como si fueran a causa de la represión; esto nos llevaría al absurdo de tener que admitir que no fue inscrita ninguna baja ocasionada en acción de guerra… Basta citar el caso de Juan Blanco Platón, una de las víctimas de la represión que añade Espinosa Maestre para incrementar las cifras de la capital [12] aunque un Edicto del Juez de Instrucción de Badajoz permite comprobar que falleció «a consecuencia de las lesiones que se originó al caerse de un carro» y por eso se cita a sus más próximos familiares «al objeto de prestar declaración y ofrecerles el procedimiento de dicha causa». El hecho de que el carro de Juan Blanco colisionara con un camión del Ejército no es suficiente -a mi juicio- para considerarle una víctima de la represión franquista [13].
En la estela marcada por Espinosa, las instituciones públicas y privadas que promueven la llamada recuperación de la memoria histórica (entre ellas la Universidad, las Diputaciones de Badajoz y Cáceres y la propia Junta de Extremadura) hicieron públicos en diciembre de 2008 unos listados en los que se presentaba como víctimas de la represión franquista, entre otros muchos que no lo fueron, a un sacerdote fusilado por los milicianos en Badajoz, a una mujer asesinada por unos bandoleros en Monterrubio de la Serena, a un combatiente voluntario en las banderas de Falange o al citado Juan Blanco Platón.
Javier Rodrigo ha tratado de sustentar tesis muy similares a las que venimos exponiendo sobre afirmaciones de este género:
«Cuando señalaba que «la represión republicana causó menos víctimas en números absolutos pero la cifra fue, proporcionalmente, mayor que la de la represión nacional [sic]». Martín Rubio defiende esa idea señalando que paulatinamente los territorios republicanos fueron menores con las conquistas territoriales franquistas, lo que incrementaría el porcentaje de víctimas en relación con la población total. Pero no tiene en cuenta que la gran mayoría de las muertes ocurrieron en los primeros meses de conflicto, antes de las grandes conquistas territoriales. Otro argumento, por otra parte, que descalifica sus conclusiones radica en que mientras da por buenas las cifras aportadas por las investigaciones regionales (como en los casos de Huesca o Teruel), a la hora de contrastar las cifras de muertos con los totales de población utiliza las del Instituto Nacional de Estadística aportadas por Salas Larrazábal, lo que evidentemente reduce los índices de incidencia de la represión, al ser estas considerablemente menores» [14].
Apenas vamos a perder tiempo en demostrar la afirmación que hicimos en 1997 y que Rodrigo transcribe porque basta con ver un mapa con la división de las dos zonas en los primeros momentos de la guerra para constatar que hubo una buena serie de provincias que no llegaron a ser ocupadas por los revolucionarios en 1936, que su dominio sobre otras fue transitorio y parcial geográficamente y que, por tanto, un importante porcentaje de la población española no pudo ser objeto de las prácticas violentas que los frentepopulistas habían declarado con toda franqueza que iban a aplicar sobre los disidentes como habían ensayado de manera anticipada y frustrada en la Revolución de octubre de 1934. Como, por otro lado, las victorias del llamado Ejército Popular fueron escasas, en pocos lugares pudieron ser aplicados los criterios de depuración y terror de que dicho ejército dio cumplida cuenta en las pocas ocasiones que pudo hacerlo.
Ya en un libro editado con anterioridad, Rodrigo explicita la argumentación que se esconde detrás de esta presunta objeción [15] por eso nos vamos a detener en las cifras que aduce para sostener su tesis. Esto me parece importante, sobre todo, porque me reprocha —creo que de manera injustificada— haber dado crédito excesivo a las cifras aportadas por las investigaciones regionales, citando el caso de Teruel, del que diremos algo más adelante. Estas son algunas de sus referencias numéricas:
«Sobre la falsedad de la violencia sublevada como reacción a la revolucionaria cabe citar casos como los de Guipúzcoa, una provincia donde la violencia antes de la ocupación militar en septiembre de 1936 había acabado con la vida de 343 personas, y que fue después «liberada» a sangre y fuego y «purgada» por la notable presencia política del nacionalismo católico. Hasta 6.000 personas, entre ellos casi 200 sacerdotes, cayeron bajo las balas ocupantes. Y asimismo, cabe citar el caso de Huelva, donde la hidra de la revolución acabó con 145 personas y la supuesta violencia reactiva se llevó por delante a 5.455 en toda la provincia. O el de Cáceres, una provincia donde las cifras son de 130 muertos a manos revolucionarias y 1.680 a manos contrarrevolucionarias» [16].
Argumentaciones semejantes se hacen a partir de datos atribuidos a otras provincias pero basta lo dicho para comprobar la endeble base en que apoya Rodrigo sus elucubraciones. Ignoro dónde fundamenta las cifras que da para Guipúzcoa pero, desde luego superan de manera injustificada a las propuestas por el nada sospechoso Pedro Barruso, quien estima en torno a 500 las ejecuciones para la guerra y posguerra en dicha provincia [17]. Delirante la cifra de 200 sacerdotes que se atribuyen a las balas ocupantes cuando fueron 14 los ejecutados por sentencias de tribunales militares con posterioridad a la toma de Guipúzcoa y más de 60 los que cayeron en la zona de las provincias vascas controlada por el Frente Popular y los nacionalistas.
Las cifras de Huelva proceden de Espinosa, alguien cuyos métodos ya hemos apuntado, y la comparación entre las cifras de Cáceres roza el humor negro: únicamente un municipio de esta provincia (Alía) permaneció en zona frentepopulista desde el verano de 1936 al de 1938 y apenas unas decenas de pueblos del extremo oriental fueron ocupados transitoriamente en los primeros momentos por columnas revolucionarias por lo que cualquier comparación entre las cifras de ambas represiones carece de sentido.
En el caso de Aragón, basta lo que ya hemos puntualizado más arriba no sin precisar que para Rodrigo fueron exactamente 1.005 los arrojados a los pozos de Caudé, en las inmediaciones de la capital turolense, cifra equivalente a los documentados por el equipo de Casanova para el total de la provincia. Su fuente nos dispensa de cualquier comentario: «cifra hoy conocida debido a que un pastor de la zona contaba los tiros de gracia que se disparaban contra los asesinados» [18].
Otros autores recurren a atribuir a represalias “franquistas” las muertes que se produjeron en circunstancias relacionadas con el enfrentamiento militar. Con ello consiguen no solo inflar los datos sino provocar reacciones viscerales. Uno de los ejemplos de esa manera de proceder lo encontramos en un cuadernillo del que es autor Damián Alberto González Madrid [19], quien reiteraba argumentos semejantes en una obra coordinada por Francisco Alía Miranda (La guerra civil en Castilla – La Mancha, setenta años después; UCLM, 2007) con el título Violencia republicana y violencia franquista en La Mancha de Ciudad Real. Primeros papeles sobre los casos de Alcázar de San Juan y Campo de Criptana (1936-1943). Trabajo, este último, que estaba disponible en julio de 2011 desde la web de Izquierda Unida en Alcázar de San Juan.
En el caso del artículo que estamos comentando, lo que aparentemente sería un recuento de las víctimas causadas por ambos bandos, tarea laboriosa pero posible de llevar a cabo gracias a las inscripciones que se hicieron en el Registro Civil, se convierte en una arbitraria atribución de responsabilidades al bando vencedor. Nada falta en la escenografía diseñada por Damián Alberto González Madrid: represalias, crueldad, ahorcamientos… ¡hasta una “víctima del franquismo” de diez años!
«Los 27 asesinados en Alcázar se concentran mayoritariamente entre marzo y abril de 1939, aunque he podido documentar hasta 7 casos más entre 1941 y 1943. Respecto a los 20 asesinados poco antes o poco después del primero de abril de 1939, 16 fueron asesinados el 27 de marzo de 1939, la mayoría, doce, muy posiblemente ahorcados en la estación de ferrocarril. Entre ellos había tres mujeres, una niña de 10 años y otro de unos 15. De algunos conocemos su procedencia y todo indica que no eran vecinos de Alcázar, había dos de Andújar, dos de Linares, uno de Cañete de las Torres (Córdoba), otro de Antas (Almería), uno de Albendea (Cuenca) y otro de Cuenca. ¿Quién los mató? ¿Por qué los mataron? Todavía ando buscando quien recuerde algo, pero no cabe duda que se trató del primer acto de represalia franquista protagonizado bien por una vanguardia militar, bien por vecinos ansiosos de venganza».
El problema es que, pasiones ideológicas al margen, falla lo más importante: la realidad. González Madrid reconoce que no ha podido encontrar ningún documento ni testimonio que le permita identificar a las víctimas del 27 de marzo de 1939 con la causa de muerte que él les atribuye pero ello no le impide endosárselas a la “represión franquista”. Para eso “no cabe duda” [20].
Aparenta ignorar González Madrid dos cosas. Que el 27 de marzo, Alcázar de San Juan todavía no había sido ocupado por las tropas nacionales, por lo que mal se les pueden atribuir estas bajas y, sobre todo, que existe un documento en el que se alude a estas muertes que fueron causadas en circunstancias muy diversas a las que su fantasía le permite aventurar. Nos referimos a un informe, fechado en Alcázar de San Juan en 1943, redactado por alguien que debió conocer bien los sucesos y conservado en el Archivo Histórico Nacional y en el que se puede corroborar que los presuntos “ahorcados” no son sino algunas víctimas por asfixia debido a la aglomeración que se produjo en algunos refugios antiaéreos. Menos asumibles aún resultan las conclusiones que el autor establece a la hora de interpretar la violencia desencadenada por ambos bandos en las poblaciones objeto de estudio.
La necesidad de un genocidio
El recurso a casos que provocan fácilmente el rechazo —como sería el de una niña de diez años ahorcada por los vencedores— demuestra la necesidad que tiene la izquierda de situar la violencia desencadenada en la Guerra Civil en el terreno de un genocidio, concepto meta-histórico, de carácter moralizante que hace innecesario pasar a otro debate. Un presunto holocausto, un genocidio provocado por los vencedores de la Guerra Civil serviría para descalificarlos sin paliativos, mecanismo paralelo al que pretende conectar a la España actual con la auto-proclamada legitimidad republicana.
El camino para alcanzar este objetivo pasa por reavivar artificialmente la polémica sobre el número de víctimas pretendiendo demostrar mediante la abultada disparidad de las cifras debidas a la represión en los dos bandos que el Gobierno republicano se habría visto desbordado por la actividad de grupos incontrolados mientras que en zona nacional eran las propias autoridades quienes dirigían una acción represiva que adquirió caracteres de exterminio. La conclusión, expresada por Reig Tapia para el caso de Badajoz, se impondría por sí misma:
«sangre inocente, ríos de sangre ―en el sentido literal de la expresión― absurdos e inútiles, que empañan todo pretendido idealismo, que enlodan la más sagrada de las causas» [21].
Naturalmente, nunca se concreta el caudal de sangre que necesitan estos autores para sacar semejante conclusión de la derramada por el Frente Popular entre sus adversarios. Como señalaba García Escudero:
«Que yo sepa, niuno solo de los partidarios de la causa republicana que deploraron sus excesos, por muy sinceramente que lo hicieran (y no lo pongo en duda ni por un momento), no la negaron por eso justificación. Ni se les pasó por la cabeza hacerlo ¿Es mucho pedir que sean consecuentes consigo mismos cuando consideran la posición del bando contrario?» [22].
Ahora bien, la importancia del debate acerca de las cifras de la represión es muy relativa. En primer lugar porque inflar unas listas con algunos centenares de víctimas puede demostrar la mayor o menor profesionalidad de quien lo hace, según se trate de una voluntad deliberada de manipulación o de una falta de pericia en el manejo de las fuentes pero, sobre todo, porque la cuestión cuantitativa tiene una importancia relativa y deja intacta la necesidad de llegar a una explicación de aquella tragedia. Nadie puede minimizar lo que supuso la violencia desencadenada con ocasión de la Guerra Civil española. En la zona sublevada y en la controlada por el Frente Popular, varios miles de personas fusiladas como consecuencia de la aplicación de los bandos de guerra y de los procesos judiciales que se iniciaron desde fechas muy tempranas, así como manifestaciones de una represión irregular que se mantuvo hasta fechas muy avanzadas son datos suficientemente expresivos como para plantear con toda seriedad la cuestión.
Menos lícito aún resulta minimizar lo ocurrido en la retaguardia roja porque como afirma alguien «la izquierda carecía de proyecto represivo» [23]. Esto es silenciar los elementos más básicos de las ideologías marxista y anarquista cuya teoría y práctica histórica han ido acompañadas de la eliminación de los discrepantes, aunque fueran los propios anarquistas o comunistas reacios a aceptar el predominio soviético. Con toda claridad había advertido de estos propósitos el diputado comunista Antonio Mije en un mitin que tuvo lugar en Badajoz en mayo de 1936:
«Yo supongo que el corazón de la burguesía de Badajoz no palpitará normalmente desde esta mañana al ver cómo desfilan por las calles con el puño en alto las milicias uniformadas; al ver cómo desfilaban esta mañana millares y millares de jóvenes obreros y campesinos, que son los hombres del futuro Ejército Rojo […]. Este acto es una demostración de fuerza, es una demostración de energía, es una demostración de disciplina de las masas obreras y campesinas encuadradas en los partidos marxistas, que se preparan para muy pronto terminar con esa gente que todavía sigue en España dominando de forma cruel y explotadora»[24].
Para no tener proyecto represivo, las anteriores palabras recogidas en la prensa socialista parecen bastante explícitas y adquieren un sentido trágico a la luz de lo que venía ocurriendo en España desde 1931. Naturalmente que los burgueses de Badajoz, y de tantos otros lugares, podían haberse cruzado de brazos para dejar a los encuadrados en los partidos y sindicatos de izquierda que terminaran con ellos pero, afortunadamente, no lo hicieron así. Esto es lo que tiene que explicar un historiador: que fueron las izquierdas quienes destruyeron la legalidad republicana, propiciando con ello el terror que se habría de desencadenar a partir de 1936. Proceso que trabajos como los de Pío Moa y Stanley G. Payne [25] han documentado con toda claridad.
Memoria histórica y segunda transición
Entendemos por memoria histórica una ideología que, aplicada al conocimiento del pasado, promueve su utilización al servicio de un proyecto presente de “ingeniería social”, de revolución de las mentalidades y la ética social para conseguir lo que Gramsci llamó “hegemonía cultural” [26].
Se suele decir que la imposición de la Memoria Histórica, significa la ruptura del consenso que se produjo en los años de la Transición y, en última instancia, representa una puesta en cuestión de la propia legitimidad de dicho proceso. Pero no es menos cierto que esta tendencia se inició a finales de los setenta y comienzo de los ochenta por lo que no puede hablarse de un cambio sino de la natural aceleración de un proceso degenerativo.
El paso del Estado de las Leyes Fundamentales al de la Constitución de 1978 se hizo mediante el pacto y la negociación entre los elementos procedentes del Régimen saliente y la oposición rupturista, pero —a pesar de la absoluta incapacidad de estos últimos para imponer sus planteamientos— dicho acuerdo consistió en una cesión práctica por parte de los primeros en todos aquellos terrenos que habían sido materia de conflicto en los años anteriores a cambio de la conservación de algún residuo institucional. Buena prueba de ello fue la renuncia a la confesionalidad católica, a la estructura unitaria del Estado y a las formas alternativas de representación política y sindical que se habían ensayado con anterioridad [27]. Dicho de otra manera, el consenso constitucional consistió en ceder a muchas de las pretensiones de la izquierda y del regionalismo político gravando a la naciente situación con una hipoteca cuyas últimas consecuencias estamos pagando hoy a un precio muy alto.
La “primera transición” desembocó en la restauración de las formas políticas liberales en paralelo a un proceso de desmembración de la unidad de España y de imposición de una cultura dominante de naturaleza esencialmente anticristiana. Desde 2004, cuando el terrorismo logró invertir la política interna y externa de España, se inició una “segunda transición” que tiene como objetivo consumar la ruptura que no fue posible en 1976 convirtiendo al sistema parlamentario en fase temporal hacia una nueva sociedad fácilmente reconocible en aquellos lugares donde ya se han aplicado las consignas del neo-socialismo de inspiración gramsciana.
Al servicio de este proyecto, la versión hoy dominante acerca de la España contemporánea es una auténtica falsificación historiográfica sostenida con millones de euros que sostienen a toda una casta de verdaderos “lisenkos” y respaldada por el aparato pseudo-jurídico de la llamada Ley de Memoria Histórica. Porque la historia se puede concebir como ciencia al servicio de la paz, la concordia y el diálogo o utilizarla al servicio de sus intereses, como viene haciendo en España la oligarquía política.
Quienes actúan así saben que no hay libertad posible cuando el pasado se pone bajo la tutela y la férula de jueces y legisladores que escenifican un fantasmal proceso a los protagonistas del pasado, un juicio sin defensores ni atenuantes, un juicio en el que solo habría acusadores movidos por sus propios rencores, complejos e intereses.
Conocer para explicar y explicar para comprender es la única actitud legítima frente a los hechos históricos en una sociedad madura. Porque no tenemos acceso al pasado con el ejercicio siempre subjetivo y parcial de la memoria sino por obra de la inteligencia. En cuanto disciplina con un peculiar estatuto científico, la Historia no es un simple recuerdo del pasado, es una interpretación o reconstrucción de las huellas que permanecen en el presente.
Por eso, dar respuesta a la memoria histórica se convierte en un alto deber moral porque solo cuando España logre volver a ser dueña de su presente habrá vencido también a los secuestradores de su historia y de su pasado.
Bibliografía:
[1] Jesús VILLAR SALINAS, Repercusiones demográficas de la última guerra civil española. Problemas que plantean y soluciones posibles, Madrid: Sobrinos de la Suc.de M.Minuesa de los Ríos, 1942.
[2] Ramón SALAS LARRAZÁBAL, Pérdidas de la guerra, Barcelona: Planeta, 1977.
[3] Cfr. Juan DIEZ NICOLÁS, La mortalidad en la guerra civil española, Boletín de la Asociación de Demografía Histórica 1 (1985) 41-55.
[4] Recordemos las cifras propuestas por Villar Salinas (516.602) el Instituto Nacional de Estadística en el Anuario de 1943 (436.328) y Salas Larrazábal (557.182).
[5] Tomás VIDAL BENDITO – Joaquín RECAÑO, Demografía y guerra civil, en La Guerra Civil. 14. Sociedad y guerra, Historia 16, Madrid, s.a., 68. Sobre el reparto de las diversas causas de muertes relacionadas con el período de la Segunda República, la Guerra Civil y la posguerra cfr. Ángel David MARTÍN RUBIO, Las pérdidas humanas en la Guerra Civil: el necesario final de un largo debate historiográfico en Alfonso BULLÓN DE MENDOZA – Luis Eugenio TOGORES (Coords.), La República y la Guerra Civil. Setenta años después, Madrid: Actas Editorial, 2008, 133-169.
[6] Francisco MORENO GÓMEZ, La guerra civil en Córdoba, Madrid: Alpuerto, S.A., 1985; Julián CASANOVA (et all.), El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, Madrid: Siglo XXI, 1992 y Francisco ESPINOSA MAESTRE, La columna de la muerte (El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz), Barcelona: Crítica, 2003. Una síntesis de estos planteamientos en: Santos JULIÁ (coord.), Víctimas de la guerra civil, Madrid: Temas de Hoy, 1999. Hay ediciones posteriores, la última: Temas de Hoy, Madrid, 2006. Además del coordinador colaboraron en esta obra Julián Casanova, José María Solé y Sabaté, Juan Villarroya y Francisco Moreno.
[7] Josep M. SOLÉ I SABATÉ, La repressió franquista a Catalunya (1938-53), Barcelona: Edicions 62, S.A., 1985; Josep M. SOLE I SABATE – Joan VILLARROYA I FONT, La repressió a la retaguarda de Catalunya 1936-1939 (2 vols.), Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1989-1990; Vicente GABARDA CEBELLÁN, Els afusellaments al País Valenciá (1938-1956),Valencia: Edicions Alfons el Magnànim, 1993; Miguel ORS MONTENEGRO, La represión de guerra y posguerra en Alicante (1936-1945), Alicante: Instituto de Cultura Juan Gil Albert, 1995; Rafael QUIROSA-CHEYROUZE, Represión en la retaguardia republicana. Almería, 1936-1939, Almería: Librería Universitaria, 1997; Vicente GABARDA CEBELLÁN, La represión en la retaguardia republicana. País Valenciano, 1936-1939, Valencia: Edicions Alfons el Magnànim, 1996; Juan A. RAMOS HITOS, Guerra civil en Málaga. 1936-1937. Revisión histórica, Editorial Algazara: Málaga, 2003.
[8] Carlos ENGEL, Sesenta años, ríos de tinta, Historia y Vida 373 (1999) 49.
[9] Archivo Histórico Nacional, Causa General, Leg.1023(1).
[10] Sin pretender por ello restar dramatismo a lo ocurrido en Córdoba, el investigador Patricio Hidalgo Luque ha comprobado que se encuentran en el libro de Moreno Gómez fusilados que no son tales sino víctimas de bombardeos, heridos por los frentepopulistas en los pueblos de la provincia y muertos en los hospitales de la capital y otra serie de personas, en fin, muertas por diversas causas y que figuran en los libros de registro como “judiciales”. Por otra parte, las duplicidades en las inscripciones de las víctimas dificultan el cómputo de éstas cuando se quiere hacer a un nivel superior al meramente local. Cfr. Patricio HIDALGO LUQUE, Los bombardeos aéreos republicanos sobre la retaguardia nacional durante la Guerra Civil española: aproximación al caso de Córdoba (Comunicaciones), Madrid: Actas Editorial, 2008, 1163-1179. en Alfonso BULLÓN DE MENDOZA – Luis Eugenio TOGORES (Coords.), La República y la Guerra Civil. Setenta años después
[11] Cfr. Ángel David MARTÍN RUBIO, Los enredos de la memoria histórica, Razón Española 138 (2006) 101-113.
[12] Cfr. Francisco ESPINOSA MAESTRE, La columna, ob.cit., 347.
[13] Cfr. Boletín Oficial de la Provincia de Badajoz, 3-noviembre-1936.
[14] Javier RODRIGO, “España era una Patria enferma. La violencia de la Guerra Civil y su legitimación en la extrema derecha española: entre historia, representación y revisionismo“, Jerónimo Zurita 84 (2009) 210-211. Para la cita de mi afirmación cfr. Ángel David MARTÍN RUBIO, Paz, piedad, perdón… y verdad, Madridejos: Fénix, 1997, 374-377.
[15] Cfr. Javier RODRIGO, Hasta la raíz. Violencia durante la guerra civil y la dictadura franquista, Madrid: Alianza Editorial, 2008. 42-49)
[16] Javier RODRIGO, Hasta la raíz, ob. cit., 44. El dato de Cáceres y Huelva se repite en la página 71.
[17] Pedro BARRUSO, Violencia política y represión en Guipúzcoa durante la Guerra Civil y el primer franquismo (1936-1945), San Sebastian: Hiria, 2005.
[18] RODRIGO, Javier, Hasta la raíz, ob. cit., 73.
[19] GONZÁLEZ MADRID, Damián Alberto, Violencia y Guerra Civil en la comarca de Alcázar de San Juan (1936-1943), Patronato Municipal de Cultura, Alcázar de San Juan, 2007.
[20] En las provincias de Badajoz y Cáceres hemos documentado niños y niñas asesinados por frentepopulistas en localidades como Siruela, Granja de Torrehermosa y Carrascalejo de la Jara. No conocemos ningún caso equiparable en la retaguardia nacional ni en la posguerra.
[21] Alberto REIG TAPIA, Memoria de la Guerra Civil. Los mitos de la tribu, Madrid: Alianza Editorial, 1999. 110.
[22] José María GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, Madrid: Editora Nacional, 1976, 1470.
[23] Francisco ESPINOSA MAESTRE, La columna de la muerte, ob.cit., 253. Increíble afirmación que deduce de las cifras obtenidas a partir de una selección de pueblos de la provincia de Badajoz en la que se ha eliminado aquellos en los que las matanzas de los revolucionarios provocaron un número más elevado de víctimas.
[24] Claridad, Madrid, 19-mayo-1936.
[25] Pío MOA, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Madrid: Ediciones Encuentro, 2001 y Los mitos de la guerra civil, Madrid: La Esfera de los libros, 2014 (última edición actualizada); Stanley G. PAYNE, El colapso de la República (Los orígenes de la guerra civil 1933-1936), Madrid: La Esfera de los libros, 2005.
[26] Cfr. Víctor Miguel PÉREZ VELASCO, Pastoreando conciencias. El adoctrinamiento político en la Transición, Málaga: Editorial Sepha, 2013. A través de sus páginas pueden comprenderse los efectos de agresividad, exclusión y confrontación con los que la izquierda, hegemónica culturalmente hoy en España, impone las consecuencias de su adoctrinamiento ideológico e ingeniería social. Entre las técnicas usadas se cita la “reconstrucción” del pasado.
[27] Dichas fórmulas habían pretendido la superación teórico-práctica del socialismo y de la democracia liberal que ahora regresaban triunfantes. Esta concepción del régimen convivió con otra que lo entendía como un expediente transitorio, nacido de unas circunstancias excepcionales (cfr. Pío MOA, Franco (Un balance histórico), Barcelona: Planeta, 2005, 90 y 169-170). Coincido en que Franco sostenía la primera mientras que la segunda no explica la trayectoria del Nuevo Estado ni su continuidad institucional a la muerte del Caudillo. En el abandono de la primera posición en beneficio de la segunda me parece decisiva la evolución de los representantes oficiales de la Iglesia que tiene su expresión en los textos del Concilio Vaticano II y en la política eclesiástica que promovió su aplicación.