¿Fue justificada la rebelión del 18 de julio contra el Frente Popular?, por Pío Moa

 
 Pío Moa
www.piomoa.es
 
 
   En relación con el libro de Viñas y cia., planteé en el artículo anterior la cuestión clave para entender la república: ¿por qué la derecha defendió la legalidad republicana en octubre del 34 y, en cambio, se sublevó en pésimas condiciones en julio del 36? La razón, que los prejuicios impiden ver a Viñas y cia., es, en lo esencial, muy simple: en las elecciones de febrero de 1936 se hicieron con el poder los mismos que habían organizado o colaborado con el asalto a la república en octubre del 34. Y lo hicieron con un programa revanchista  que anulaba de hecho la legalidad anterior, con vistas a transformarla en un régimen parecido al del PRI mejicano, eliminando “legalmente” la posibilidad de que la derecha volviera al poder en ningún caso. Con el agravante de que las fuerzas decisivas del Frente Popular, ante todo el PSOE, tenían objetivos mucho más radicales  todavía.
 
   En la mitología izquierdista, lo que ocurrió fue aun más simple: unos militares se alzaron  para derrocar mediante un golpe a un gobierno legítimo, salido de las urnas. Pues bien, empecemos por aquellas urnas del 16 de febrero de 1936. En cuanto se dieron a conocer unos primeros resultados favorables a las izquierdas, las turbas tomaron las calles coaccionando el recuento, amedrentando a las autoridades y reponiendo a las autoridades destituidas o procesadas por colaborar en la insurrección de octubre del 34. No solo lo denuncia Gil-Robles y otros derechistas, Azaña lo resume brevemente:
“Los gobernadores de Portela (encargados de garantizar la pulcritud de los recuentos) habían huido casi todos, nadie mandaba en ninguna parte y empezaron los motines” 
   Y Alcalá-Zamora explica en sus memorias,  rescatadas hace unos años:   
“Manuel Becerra (…) conocedor como último ministro de Justicia y Trabajo de los datos que debían escrutarse, calculó un 50% menos las actas, cuya adjudicación se ha variado bajo la acción combinada del miedo y la crisis”.
 
   Es decir, el recuento electoral se hizo sin garantías.  Y la segunda vuelta electoral ya no tuvo lugar bajo el gobierno de  Portela, como legalmente debiera haber ocurrido, pues Portela había huido a su vez: la presidió el Frente Popular instalado ya en el gobierno. Desde el poder, las izquierdas achacaron  irregularidades a la victoria derechista de Granada y Cuenca, e hicieron repetir las elecciones en circunstancias, bien documentadas, de auténtico terror y arbitrariedad, con los resultados que eran de esperar. Y, erigiéndose en juez y parte, el nuevo poder procedió a una “revisión de actas” para despojar a las derechas de numerosos escaños en las Cortes.
 
   Estos datos, aquí resumidos, están indiscutiblemente probados. No voy a extenderme sobre la virulencia de la campaña electoral, con llamamientos de exterminio por parte de las izquierdas, varios muertos y amenazas de toda índole, así como avisos de líderes del Frente Popular de que no reconocerían una victoria electoral derechista  (lo he tratado, como lo demás, en El derrumbe de la II República, para quien quiera más detalles). Así pues, ni la campaña electoral ni las elecciones mismas corresponden a lo que normalmente entendemos por  democracia. De donde quienes tienen por democráticas unas elecciones en tales condiciones no son demócratas ellos mismos.
 
   Cuando se habla de legitimidad política, se suele señalar la de origen y la de ejercicio. El origen del gobierno –más bien régimen, como veremos—del Frente Popular, es claramente fraudulento. Aun así, la mayor parte de la derecha reconoció las elecciones, atemorizada y con esperanza de que Azaña cumpliese sus promesas de moderación expresadas al acceder al gobierno. Pero no habría tal moderación, y la ilegitimidad de origen no se compensó con una legitimidad de ejercicio, sino al contrario. Se abrió entonces un violento y sangriento proceso revolucionario, con cientos de muertes, quema de iglesias, obras de arte, registros de la propiedad y periódicos y sedes derechistas,  depuración del aparato del estado y sumisión de los jueces a los sindicatos,  agresiones permanentes en todas las escalas de gravedad,  invasiones de fincas, actos ilegales desde el gobierno o el Parlamento, como la revisión de actas, la destitución de Alcalá-Zamora… No voy a extenderme ahora al respecto, pues he tratado el asunto en el libro mencionado y en artículos. Baste citar de nuevo a Azaña al cabo de solo un mes de gobierno:
    “Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes, Madrid, tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas… Han apaleado a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol a dos oficiales de artillería; en Logroño acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó Gobierno (menos de un mes antes), y he perdido la cuenta de las poblaciones en que se han quemado iglesias y conventos. Con «La Nación» (periódico de derechas) han hecho la tontería de quemarla.
   Y era solo el comienzo de una escalada que culminaría con el asesinato de Calvo Sotelo. Azaña calificó en varias ocasiones de «tonterías» la quema de iglesias, bastantes de ellas de un alto valor artístico, o de periódicos derechistas. Y lejos de moderarse como había insinuado al principio, anunció muy pronto que el poder no saldría ya de manos de la izquierda, presidió la orgía de desmanes de aquellos cinco meses entre febrero y julio,  y orquestó la destitución de Alcalá-Zamora, a quien quería sustituir como presidente de la república.
 
   De nuevo, quienes consideran normal y democrático aquel proceso demuestran con ello no ser demócratas. Por tanto el Frente Popular (al principio no se le llamaba así, sino coalición de izquierdas) careció radicalmente de legitimidad de origen y de legitimidad de ejercicio. El programa de los republicanos de izquierda consistía en anular políticamente a las derechas,  al modo de Méjico (con cuyo régimen simpatizaban); y los mucho más potentes revolucionarios obreristas aspiraban a aplastar a lo que llamaban “la burguesía” para imponer un régimen de estilo soviético. Los “¡Viva Rusia!” se extendieron como réplica a los “¡Viva España!”. Para aumentar la confusión, no había solo un designio revolucionario obrerista, pues anarquistas y socialistas  rivalizaban y a veces se asesinaban entre sí, aparte de los asesinatos a derechistas, respondidos a veces por estos.
 
   A su vez, los separatistas catalanes, que no se habían integrado formalmente en el Frente Popular, llevaban adelante una política a un tiempo de colaboración con las izquierdas y presecesionista. Y el PNV constataba “la descomposición del Estado español”, “Estrago inmenso de su organización social, batida por la inmoralidad y la anarquía”,“convulsiones epilépticas de un pueblo moribundo”, un panorama prometedor, siguiendo la orientación de Sabino Arana:
“Tanto nosotros podemos esperar más de cerca nuestro triunfo, cuanto España se encuentre más postrada y arruinada” 
   Los separatismos no resultaban tan amenazadores como los impulsos revolucionarios, pero formaban parte del problema de la época y ya en la guerra se unirían todos.
 
   Repito por enésima vez la evidencia: el Frente Popular se compuso, de hecho o de derecho, de  stalinistas, socialistas exacerbados, anarquistas, golpistas republicanos y separatistas catalanes, más el ultrarracista PNV. Y no por casualidad todos estos “demócratas”  terminaron bajo la protección de Stalin. En la guerra, la cuestión de la democracia no representó ningún papel. Se trató de la lucha entre quienes querían implantar un régimen revolucionario y destruir la cultura cristiana y la integridad nacional, y quienes defendían la continuidad de la nación y de su ancestral cultura católica. Ese fue el contenido esencial de aquella contienda.
 
   Por terminar: he sostenido que la rebelión del 18 de julio del 36 es la más justificada desde la rebelión contra Napoleón en 1808. Cuando  los useños se rebelaron contra el yugo inglés, necesitaron justificar tan grave resolución con argumentos sólidos: Inglaterra les sometía a un yugo tiránico imponiéndoles impuestos y negándoles la correspondiente  representación. Su guerra de independencia lo fue también, en parte, civil, pues muchos colonos preferían seguir sujetos a Inglaterra. Me parece claro que la rebelión cívico-militar (pues así fue, como admite Viñas y señaló abundantemente Ricardo de la Cierva) de 1936 en España, estuvo más justificada todavía.