La exaltación de una derrota

 
Armando Marchante Gil
   
 
   Si nos atenemos a los hechos escuetos e inamovibles, resulta que en esa fecha y en aquella ciudad las tropas de Felipe V, al ocupar la asediada Barcelona, tras un duro bombardeo, pusieron fin a la larga Guerra de Sucesión que se había desarrollado en la Península y en los territorios que fueron españoles en Italia y los Países Bajos. Algo más tarde llegarían los Tratados de Paz de Utrech y Rastaad que dieron forma legal a lo que ya era un hecho: una paz conseguida, después de duros sacrificios por ambos bandos, que supuso el cambio de dominio de los territorios de la Monarquía hispánica en Europa mediante su reparto entre los enemigos de Felipe V junto con la pérdida, a favor de los ingleses, de Gibraltar y Menorca, amén de otros privilegios comerciales que obtuvieron en América Central. Fue el precio de la llegada a España de la nueva dinastía que en menos de un siglo perdería su virtualidad.
 
   Hace muchos siglos que Sun Tsé, en su conocido tratado sobre la guerra, afirmaba que “la victoria tiene muchos padres mientras que la derrota es huérfana”. Así ha venido ocurriendo hasta que en los actuales tiempos la ignorancia ha convertido a la Historia de maestra de la vida en madrastra. Es así porque, a pesar de todo lo que se dice, sigue pareciendo extraño que quienes –falsamente, como veremos-, se presentan como los herederos de los derrotados hace siglos, se empeñen en celebrar añejas derrotas históricas con toda la pompa y regocijo que corresponderían a efemérides más brillantes o, al menos, más concordes con la realidad histórica y con sus efectos posteriores.
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   El estado de salud de Carlos II en sus últimos años, Señor de la todavía poderosa monarquía española pero carente de sucesor directo, dio lugar a diversos acuerdos de reparto de sus dominios, esencialmente entre Austria e Inglaterra con el apoyo ulterior de Saboya, Holanda y Portugal. El día 1 de noviembre de 1700 falleció el rey, no sin antes dejar en su último testamento, como heredero legítimo de todos sus reinos, al duque de Anjou, nieto de Luis XIV.
 
   Felipe V, que así se iba a denominar el nuevo rey, fue proclamado con toda legalidad y el 18 de febrero de 1701 realizó su entrada en Madrid por cuya población fue bien acogido. Inmediatamente acudió a Zaragoza y Valencia donde juró mantener y respetar los fueros y costumbres locales, siendo inmediatamente jurado a su vez como Señor de aquellos territorios.
 
   Exactamente lo mismo ocurrió en Barcelona, donde presidió las Cortes del Principado permaneciendo en la ciudad desde noviembre de 1701 hasta abril de 1702; ante ellas juró los fueros catalanes, además de, también en Barcelona, contraer matrimonio con María Luis Gabriela de Saboya. Estos acontecimientos desataron una oleada de halagos y panegíricos hacia el nuevo Rey. Un cronista de la época afirma que “la aclamación y el aplauso fue imponderable, llénoles la vista y el corazón un príncipe mozo de agradable aspecto y robusto, acostumbrados a ver un rey siempre enfermo, macilento y melancólico”.
 
   En cuanto a las Cortes catalanas, fueron muchos los beneficios logrados; así el cronista Bacallar afirmó que “…todo fue confirmar privilegios y añadir otros que alentaban a la insolencia porque los catalanes creen que todo va bien, gozando ellos de muchos fueros”. Otro testigo de lo ocurrido en aquellas Cortes considera que la provincia (sic) había conseguido del rey más de lo que se podía esperar. Entre otras cosas Felipe V declaró a Barcelona “puerto franco” y autorizó a Cataluña el envío naval de dos buques para el comercio con las Indias, monopolio castellano hasta entonces.
 
   Esto no quiere decir que en el conjunto de España no se registrasen reticencias ante el cambio de dinastía pero, en todo caso, en ninguna parte hubo claras muestras de rechazo del testamento de Carlos II. Es cierto que en la Corona de Aragón se registraba cierta desconfianza hacia Francia y, como consecuencia, hacia el nuevo rey.
 
   Fue la nobleza catalana la que levantó desde un primer momento la hostilidad hacia Felipe V. Ahora bien, en 1701 nadie cuestionaba en Cataluña la legitimidad de Felipe V.
 
   Esta situación se mantuvo hasta que en septiembre de 1702, Inglaterra y Austria coaligados con Portugal declaran la guerra a Luis XIV, rechazan la última voluntad del difunto Carlos II y proclaman en Viena al Archiduque Carlos, hijo del Emperador, Rey de España, con el título de Carlos III. Dos meses antes ya se habían producido ataques ingleses dirigidos por Rooke contra Cádiz y Vigo, allí intentaron apoderarse de los galeones españoles procedentes de las Indias; para evitar su pérdida fueron hundidos con sus tesoros en Rande en el fondo de aquella bahía. Estalló así la guerra de Sucesión cuyos primeros episodios en los años 1701 y 1703, tuvieron lugar en Italia entre franceses y austríacos, con intervención personal del nuevo rey, Felipe V.
 
   A partir de ese momento, el llamado “austracismo”, es decir, los partidarios de que el Archiduque Carlos de Austria fuese el sucesor de Carlos II, sobró auge sobre todo en la Corona de Aragón; ello supuso la cristalización de dos bandos en España, iniciándose en los territorios de la Corona de Aragón cierta connivencia con los enemigos de Felipe V. A pesar de ello, cuando Rooke en 1704 se une en Niza con las fuerzas austríacas de Hesse-Darmstadt para desembarcar en Barcelona, después de bombardear la ciudad, son rechazados por Velasco, virrey nombrado por Felipe V. Precisamente para compensar ese fracaso el general Hesse-Darmstadt ocupa, casi sin resistencia, Gibraltar en nombre del Archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la Corona de España.
 
   En 1705, el Archiduque Carlos, ya proclamado rey de España, logra desembarcar en Barcelona el 9 de octubre, donde es acogido como Rey con gran entusiasmo por los mismos que, cuatro años antes, habían jurado fidelidad a Felipe V, cosa que éste jamás olvidó. Como consecuencia, la mayor parte de la Corona de Aragón, Mallorca incluida, cambió de bando apoyando con grave perjurio al nuevo rey. Así en junio de 1706, Zaragoza aclamó como rey a quien llamaban Carlos III, quien convocó nuevas Cortes catalanas cuyas realizaciones fueron poco importantes pues apenas mejoraron lo ya concedido por Felipe V, tres años antes.
 
   En el mismo año, las tropas anglo-portuguesas, partiendo de Portugal ocuparon Madrid, lo que obligó a la corte de Felipe V a trasladarse a Burgos, ante la impotencia del duque de Berwick para detener al avance aliado. El Archiduque Carlos entró en Madrid donde la población le acogió con gran frialdad, a pesar de las conmemoraciones oficiales; a la vista de ello marchó a Valencia en septiembre de 1706 y de allí a Barcelona en mayo de 1707.
 
   Felipe V sitió Barcelona entre el 2 de abril al 8 de mayo de 1706 y la sometió a un duro bombardeo, pero no logró sus propósitos de entrar en la ciudad. No obstante, la contraofensiva permitió recuperar la capital española a Felipe V en 1706, repitiendo sus éxitos las tropas españolas en 1707 cuando en aquel abril el Ejército de Felipe V logró la gran victoria de Almansa, lo que permitió al rey suprimir los fueros de Aragón y Valencia. Aquel éxito de Almansa fue seguido por la conquista de Lérida. En cuanto a Valencia, el duque de Berwick decía en mayo de aquel mismo año: “Este Reyno ha sido rebelde a Su Magestad y ha sido conquistado, haciendo cometido contra Su Magestad una grave alevosía y así no tiene más privilegios que aquellos que Su Magestad quisiere conceder en adelante”. Era un duro programa de gobierno, aunque Felipe V, si bien dolido por la traición, lo atenuó por consejo de su abuelo Luis XIV.
 
   Continuaron con alternativas varias las operaciones militares, incluida una fugaz vuelta a Madrid del Archiduque en septiembre de 1710, pero por las victorias de Vendôme sobre Stanhope en Brihuega y Villaviciosa, junto con el ataque del Duque de Noailles por el Rosellón que ocupó Gerona, el archiduque Carlos quedó arrinconado en el centro de Cataluña; estando allí fue nombrado Emperador de Austria, con el título de Carlos VII, lo que favoreció la causa de Felipe V, puesto que los coaligados antifranceses tampoco querían ver a la Casa de Austria de nuevo al frente de la, aún muy poderosa, Monarquía española.
 
   El Archiduque Carlos marchó a Viene para ser coronado Emperador dejando en Barcelona a su esposa, Isabel Cristina de Brunswick-Wonfenbüttel como Capitán General y encargada del gobierno. Ahora bien, iniciadas las conversaciones de paz en 1711, ninguno de los aliados tenían el menor interés por la suerte del que llamaban el lamentable caso catalán, quedando abandonados a su suerte los catalanes desde que marchó de Barcelona Doña Isabel Cristina para reunirse en Viena con su esposo, ya Emperador. En julio de 1713, partió de Cataluña lo que restaba del Ejército aliado quedando los barceloneses entregados a su suerte. En esa crítica situación buscaron, son conseguirlo, el apoyo de los turcos otomanos. Al referirse a este episodio, un comentarista de la época escribe: “… como quiera, es bien negro renglón para los catalanes en la Historia…”
 
   La ciudad nombró al Teniente General Antonio de Villarroel, Jefe del Ejército del Principado, encargado de la defensa de Barcelona frente a los 20.000 hombres del Duque de Berwick. Ante esta situación se reunió la Junta de Brazos del Principado en julio de 1713. El brazo militar se inclinó por la capitulación, y el popular por la resistencia, en tanto que el eclesiástico se abstenía. Ocupada toda Cataluña el 23 de julio de 1714, se iniciaba el cerco de Barcelona por los soldados de Berwick: el ataque a la ciudad iba a ser precedido por fuertes bombardeos con la lenta ocupación de cada línea de defensa para provocar el mayor desgaste posible a los defensores en pleno verano. El Consejero Principal, Rafael Casanova, dirigía la defensa, siendo Villarroel el Jefe Militar.
 
   A las 3 de la tarde del día 14 de septiembre de 1714, los “Muy Excelentísimos Comunes, oído el parecer los Señores de la Junta de Gobierno, personas asociadas, nobles, ciudadanos y oficiales de guerra” dieron a la publicidad por las calles y plazas de Barcelona un bando en el que, a la vista de la desesperada situación de la ciudad, disponían que se presentasen en determinados lugares todos los naturales, habitantes y demás gentes hábiles para las armas para que, haciendo un último esfuerzo, “se pueda rechazar al enemigo”. Si así no fuera, los firmantes del bando no se responsabilizaban “de todos los males, ruinas y desolaciones sobrevengan a nuestra comunidad”. Los autores del llamamiento añadían que: “…aún así se confía en que todos, como verdaderos hijos de la patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados, con el fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida, por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España…”. Añadía el llamamiento que si, pasada una hora, no acudía gente suficiente para la defensa, se pediría al enemigo capitular antes de la llegada de la noche. Así lo hizo Villarroel, pues que tan patriótico llamamiento para defender a toda España no fue escuchado.
 
   Así se puso fin a la guerra de Sucesión que dividió a los españoles y afianzó la dinastía Borbón cuyos tres primeros monarcas fueron lo mejor de la misma.
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   ¿Qué lecciones se deducen del relato anterior?
 
   En primer lugar, que la división entre españoles acarrea desgracias que a todos alcanzan. Si es promovida desde el exterior, como fue el caso, estas desgracias se hacen más profundas: en 1714 supusieron la desmembración de la Monarquía Hispánica con pérdida de los Países Bajos, los territorios italianos y, lo que fue más grave, la ocupación inglesa de Gibraltar y Menorca.
 
   Por otra parte, el perjurio, individual o colectivo, encuentre su castigo, más pronto o más tarde pues la Divina Providencia, existe.
 
   Finalmente, la Historia enseña que es insensato trata de volver a viejos privilegios y discriminaciones entre ciudadanos según su origen, procedencia, raza o lugar de residencia. La unión era entonces –y es hoy- el futuro; la vuelta al pasado, además de imposible, solo acarrea pobreza, tensiones ciudadanas, desgracias, calamidades, conflictos y guerras.
 
   En cuanto a derrotas, lo que se debe hacer es asumirlas e impedir que se repitan. Para que así sea, es necesario absolutamente no falsificar la Historia.  
 
 
 

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