Blas Piñar Gutiérrez
General de Brigada de Infantería (R)
Cuando se inicia el siglo XX los indicios de fractura interna en el Ejército español son evidentes. Tras la expulsión de los franceses y el regreso de los Borbones cualquier motivo resultaba suficiente para manifestar, incluso con el empleo de las armas, estas divisiones. Absolutistas, liberales, constitucionalistas, isabelinos, carlistas, moderados, progresistas, republicanos, convierten la historia de España del siglo XIX en una auténtica maraña, donde el Ejército cede su función institucional a la bandería política de sus más prestigiosos generales.
La pérdida de Cuba y Filipinas cayó como una losa sobre el colectivo castrense y creó un fuerte resentimiento contra la clase política, tomando conciencia de que había sido claramente utilizado durante los últimos años. El desastre de Anual, además de las propias responsabilidades puso -si cabe- más en evidencia la falta de sintonía con los gobiernos correspondientes a los turnos establecidos por la Restauración.
El éxito conseguido con el desembarco en Alhucemas demostró que, pese a todas las deficiencias, se mantenían las capacidades para que el Ejército pudiera recuperar la eficacia en sus cometidos, partiendo de una adecuada consideración política e institucional.
Pero no fue suficiente, y los malestares internos –previos y añadidos- dieron al traste con la trayectoria recientemente iniciada. Los conflictos creados por africanistas y sus contrarios, el Arma de Artillería, las Juntas de Defensa, los activos oficiales republicanos y anti primorriveristas, las nuevas asociaciones militares de distinto signo (AMR, UMA, UMRA, UME), además de la corrosión anti disciplinaria promovida por los partidos y sindicatos de izquierdas, describían, a pesar del abnegado esfuerzo de muchos de sus hombres, un panorama poco ejemplar de nuestro Ejército.
La caída de la Monarquía y la proclamación de la República repercutieron beneficiosamente sobre la situación de inquietud, desasosiego y malestar entre la gente de las armas, incluidos los responsables del orden público. Al menos momentáneamente se relajaron las posturas e imperó el ánimo esperanzador ante las nuevas, aunque también poco conocidas, perspectivas que se abrían para nuestra Patria. Entre la jerarquía castrense, de enraizado monarquismo, no hubo una voz disidente ante el desarrollo de los acontecimientos, dando una sensación de unidad que no se recordaba en muchísimos años.
Pero todo se truncó de forma inmediata. Las nuevas autoridades republicanas no disimularon sus sectarias filias y fobias, y en quince días se publicaban los primeros decretos significativamente contrarios a la Iglesia Católica y a los Ejércitos. Lo que vino a continuación fueron cinco años de agresiones a la Institución Militar y a sus componentes, siempre que no se plegaran a las directrices ideológicas y políticas que propiciaban la revolución internacionalista y la desaparición de España como Nación histórica.
La descomposición interna de los Ejércitos se propiciaba desde el poder con leyes y decretos, cercenándoles sus capacidades, pero también con peleas intestinas y una creciente y descarada actividad subversiva dentro de los cuarteles, organizada por partidos y sindicatos del propio sistema. Pero al mismo tiempo el genuino espíritu castrense, revitalizado con la creación de la Legión, la referencia de Alhucemas o la formación recibida en la Academia General Militar, se iba adueñando de buena parte de las nuevas generaciones de soldados.
Ante la Revolución desencadenada en España, especialmente en Asturias y Cataluña, en octubre de 1934, el Ejército actuó sin fisuras, aunque la huella de la profunda división existente entre los españoles acabaría trasladándose a sus componentes.
Tras el más que sospechoso triunfo del Frente Popular en las elecciones, los acontecimientos violentos por toda España, ya numerosos anteriormente, alcanzan un nivel insostenible. Las nuevas autoridades actúan descaradamente al margen y contra la legalidad, creando y buscando el ambiente previo que desencadene inevitablemente la revolución. Se estimulan la desconfianza y el odio, se marcan los enemigos, se sabotean las instituciones y se organizan los grupos –debidamente armados y entrenados- que han de ocupar el poder. En esta última tarea participan activamente un considerable número de oficiales identificados con el Frente Popular.
Brigadas Internacionales desfilando puño en alto
Aunque el panorama sea desolador y los intentos de superar la profunda crisis se repitan sin éxito, el detonador final del Alzamiento de una parte del Ejército, se encuentra en el asesinato -por elementos gubernamentales- del líder de la oposición parlamentaria Calvo Sotelo. Por si no fuera suficiente todo lo sucedido, el gobierno del Frente Popular no tiene reparos en sepultar cualquier apariencia de legalidad republicana cuando entrega las armas a los componentes de las milicias de partidos y sindicatos afines. No hubiera sido posible una guerra de tres años de duración, sin un Ejército dividido en un país en quiebra. Es más, la derrota del Frente Popular se debe en buena parte, pues contaba inicialmente con todos los pronunciamientos favorables, a la confrontación interna político-militar entre republicanos, socialistas (Prieto, Largo Caballero, Besteiro), anarquistas, comunistas, troskistas etc. Esa guerra doméstica resultó -en definitiva- más sangrienta y decisiva que la que se producía contra los llamados fascistas.
Después de tres meses de lucha, en una fase que podríamos denominar como “de columnas”, ambas partes se dan cuenta de que tienen que organizar un nuevo Ejército, pues la contienda convertida en auténtica guerra, así lo requiere, y los restos repartidos del Ejército anterior son insuficientes en cantidad, calidad y esencia.
Por ello en 1936, nacen en España dos nuevos Ejércitos: uno Revolucionario o Rojo, y otro Nacional, porque aunque compartan similitudes de origen, métodos, armamento e historial, difieren profundamente en fundamentos, valores y objetivos.
Aunque lo llamen republicano, el Ejército del Frente Popular no defiende la República, que ellos mismos han destruido, sino que es un Ejército diseñado para imponer la revolución, aunque no quede claro que tipo de revolución. A pesar de que anarquistas y socialistas son mayoría, es el comunismo quien se impone a la hora de organizarlo y dirigirlo. El papel de la Unión Soviética a través de su embajador, los numerosos “asesores”, el Komitern y las Brigadas Internacionales es más que evidente. En consecuencia se imponen los Comisarios Políticos, los mandos que provienen de las milicias, las órdenes que imparte Stalin, y hasta el saludo del puño en alto y la estrella roja. Refrendando su dependencia de los soviets, los “republicanos” españoles ejecutan sin resistencia las purgas decretadas en Moscú. Y para rematar, lo que parecía una numantina resistencia comunista para tratar de enlazar con la barruntada confrontación europea, se desmorona por ensalmo cuando Stalin decide pactar con Hitler. ¡Eso sí que es una traición proletaria!
En contraposición, el Ejército Nacional se basa en los valores tradicionales de defensa de la unidad, independencia y soberanía de España, pero incorporando una conciencia social consecuencia de lo anterior y de las tremendas injusticias introducidas anteriormente. Destaca desde el principio por una profunda comunión de ideales, sabiendo cristalizar dentro de sus filas la ingente aportación popular de los voluntarios falangistas y requetés, fundamentalmente. Pero eso sí, todos encuadrados bajo la autoridad militar, asegurando la unidad de mando y la convergencia de objetivos. Unidad política y unidad militar, indispensables para la victoria en los campos de batalla y en la instauración de la paz justa y constructiva, en tiempos algo más que difíciles.
Requetés del Tercio de Navarra, caminando con la Cruz, hacia el frente de Teruel
Las ayudas recibidas de Italia y Alemania se establecen por acuerdos celebrados al mismo nivel, salvaguardando en todo momento la absoluta libertad e independencia de decisión de las autoridades del Ejército Nacional, como queda demostrado en el transcurso de la guerra y -todavía más- en los dos primeros años de la II Guerra Mundial.
Tras la victoria, a pesar de la enorme penuria de medios y de las ajustadas retribuciones de sus miembros, el Ejército Nacional, con enorme esfuerzo y sacrificio, mantiene la inviolabilidad de nuestras fronteras amenazadas tanto por el Eje como por los Aliados durante la II Guerra Mundial, y tiene presencia en ésta con el envío de la División Azul a combatir contra el comunismo en Rusia. Además hace fracasar estrepitosamente el intento comunista de invasión por el Valle de Arán y sirve de apoyo a la Guardia Civil haciendo desaparecer el bandolerismo partisano. Se convierte, por añadido, en uno de los protagonistas del desarrollo moral, social y económico de España, especialmente cuando se supera el aislamiento impuesto desde el exterior.
Sin olvidar su intervención armada en Sidi-Ifni y Sahara, el Ejército Nacional mantiene viva su presencia en los ámbitos más variados de la vida española, como corresponde. El Servicio Militar es el elemento sustancial de esta presencia. Los jóvenes no solo son instruidos en el ámbito castrense y patriótico, sino que se forman en la convivencia, conocen compañeros de regiones, costumbres y clases diferentes, hacen frente por si solos a circunstancias no habituales y practican virtudes imprescindibles para la vida en general. Como complemento puede aprender e iniciarse en otras profesiones dentro de la mera actividad castrense o como consecuencia de clases específicas de formación profesional. Eso sin referirnos a lo que su permanencia en filas supone –en muchos casos- de mejora sanitaria, higiénica y alimenticia, o de eliminación del analfabetismo.
Fuera de los cuarteles el Ejército Nacional era de presencia requerida para cualquier acontecimiento local, provincial, regional o nacional, como parte esencial constitutiva del ser de España. Celebraciones de todo tipo, fiestas, conmemoraciones, procesiones, no eran entendibles sin la presencia de nuestros soldados. Pero lo mismo sucedía cuando había que enfrentarse con incendios, inundaciones u otras catástrofes. La presencia militar, por su composición, despliegue, disposición y actitud, era la garantía y tranquilidad de nuestro pueblo.
Y que no me hablen -por ello- de la identificación y apoyo popular. Si había algo arraigado al principio de los setenta en España era la aceptación y la admiración por el Ejército. La presencia y aplauso masivos de los familiares y público en general en Juras de Bandera, desfiles y demás acontecimientos cualquiera que fuera el lugar y la ocasión, eran una muestra reiterada de respaldo y entusiasmo, no igualados posteriormente, así como la demostración palpable de lo que sentían en realidad los españoles. Aquel Ejército era consciente del papel que desempeñaba y del reconocimiento obtenido, y por eso se encontraba fuertemente unido y cohesionado.
El lema de TODO POR LA PATRIA ha sido de la mejor definición de la naturaleza, función y dedicación del Ejército Nacional. En la actualidad el desmantelamiento del Ejército Nacional es un hecho. Su protagonismo no pasó desapercibido paro los enemigos de España que, tras atacarlo sistemáticamente desde todos los puntos de vista, utilizando cualquier tipo de instrumentos y contando con colaboradores internos, han conseguido que, -institucionalmente- el Ejército Nacional no exista.
Sobreviven –¡vaya si tiene mérito!- magníficos y disciplinados soldados, cada vez más distanciados de la sociedad y utilizados por su entrega y sacrificio en misiones y cometidos difíciles de explicar y entender, y sin conexión comprensible con lo marcado en el art. 8º de nuestra Constitución. Al Ejército actual difícilmente le podamos encontrar un adjetivo sustitutorio apropiado, porque no se sabe muy bien lo que es, a quién o para qué sirve. Lo más grave de todo es que nadie, ni el propio Ejército, tengan interés en aclararlo. España lo está pagando.