José Utrera Molina
Asistimos a un momento histórico que nos llena de perplejidad, desesperación y destemplanza. Para los que vivimos intensamente el régimen nacido de la guerra civil, resulta absolutamente irreconocible la imagen que los medios de comunicación ofrecen de aquella España, desdibujada, oscurecida, descontextualizada y manipulada de forma burda por el odio cainita que aún contamina y envenena la convivencia entre los españoles. El relato “oficial” que se propone sobre las causas y los orígenes de la contienda fratricida, no tiene el menor parecido con la realidad de las raíces y el momento en que se produce el Movimiento Nacional.
Lamentablemente, muchos de los testigos de aquél momento ya no pueden dar testimonio vivo de la verdad y muchos de los que lo hicieron en vida son hoy cuidadosamente silenciados por motivos de corrección política. Pese a que no faltan los que me atribuyen más años de los muchos que acumulo para tratar de acusarme de “crímenes de guerra”, yo contaba tan sólo 10 años el 18 de julio de 1936, por lo que no pude participar en una guerra que yo sólo pude vivir con el asombro infantil que correspondía a mi corta edad, y que rápidamente destrozó las notas de ingenuidad de toda una generación de niños españoles.
Hay determinadas actuaciones que ya no me producen el efecto dañino que desean mis adversarios, como el borrar los rótulos de las calles, romper la tradición de avenidas y descolgar los cuadros de unas horas que no han muerto aún en mi memoria. Para retirar honores antes hay que ser depositario de los mismos y aquellos que obran con el corazón emponzoñado de odio, carecen de la necesaria auctoritas para hacerlo. Pero es mi obligación moral y me encaro –creo que con gallardía- para aclarar algunos extremos para el juicio sereno que merece un periodo histórico tan singular. En primer término, niego una y otra vez, de forma categórica que el Alzamiento Nacional fuese obra exclusiva de unos militares rebeldes y ambiciosos.
La mayor parte del ejército tenia plena conciencia del grave riesgo de desaparición de una Patria a la que nunca habían abandonado. Las consignas que llenaban las calles anunciaban la amenaza cierta de una dictadura del proletariado que habría liquidado la esencia misma de España. Lenin había dicho que España sería la primera en entrar en esa órbita política indefendible y Largo Caballero no disimulaba en sus discursos tan delirante propósito. La desaparición de cualquier autoridad, la pérdida de cualquier legitimidad en un gobierno abandonado al sectarismo y a la aniquilación del adversario, hizo surgir en las raíces de España un clamor de justicia y de verdad que recogió el ejército encabezando un pronunciamiento popular que lamentablemente fracasó en su inicial propósito, ante el enorme poder acumulado por un frente popular que había acaparado los resortes del poder. El levantamiento de un pueblo para conseguir la defensa de su identidad duró así tres largos años, porque el comunismo estaba dispuesto a vender muy cara su derrota.
El 18 de julio es para mí el día del coraje, de la fe, del valor, de la intrepidez de levantar banderas para que acogieran en sus pliegues el ansia insatisfecha de millones de españoles. Fueron escasos los medios con los que contaron aquellos que levantaron una bandera de defensa de las esencias españolas, pero la fe en la victoria y sin duda la asistencia desde el más allá de Aquél al que quisieron borrar del alma de España, hizo posible el triunfo en una contienda dolorosamente fratricida. Hace algunos días, el padre Garcia de Cortázar escribía sobre las clases medias, sin mencionar que las clases medias nacieron gracias al triunfo del 18 de julio. Y están ahí pregonando su existencia frente al odio silencioso de los que no admiten el resultado de una contienda que se hizo dolorosamente necesaria. Hablar en estos momentos de clases medias sin mencionar a quien las dotó de personalidad histórica y contribuyó a que mantuvieran el orgullo de sus rescates y de su dolor, me parece una infamia y una injusticia. El propio Franco, al terminar su obra y su vida, cuando le preguntaron qué legado dejaba, dijo: “la clase media” porque él se había afanado en su creación y mejora para que sirviese de antídoto contra el peligro de la lucha de clases. Se hicieron decenas de miles de viviendas sociales e innumerables instalaciones sanitarias que cristalizaron una revolucionaria aspiración social. Yo había sido testigo de aquellos pañolones negros puestos a las puertas de las viviendas de los más humildes pidiendo sufragios para poder hacer frente a los enterramientos. Súplicas generalizadas de ayudas por los que nada tenían. La respuesta social del Régimen fue inmensa, por mucho que se empeñen en negarla los que creen que el 18 de julio fue una partida ganada por los artesanos del rencor y del odio.
Reconozco que la paz fue, en sus inicios, una paz armada porque mantuvo la defensa de aquellos ideales por los que la mejor juventud española había sacrificado sus vidas y los mayores sus propias haciendas. Pocos hacen alusión al enorme sacrificio humano que representó la Guerra Civil, cargando sólo sobre una parte unas responsabilidades compartidas. En esta época de asombrosos disparates, de increíbles voluntades de revancha, cuando el flamear de aquellas banderas rojas parecen otra vez ondear el odio latente, yo vuelvo a defender con toda mi alma y con todo el conocimiento de la historia,- a mis 90 años- aquella España limpia y grande que no puede ser escarnecida por el rencor, desdibujada por la mentira y vituperada por el odio.
España salvó su sed, impidió que nuestro pueblo cayera bajo la tiranía de la Unión Soviética y se levantó sobre un solar destrozado el moderno edificio de una España nueva. Si alguien me preguntara qué denominación histórica definitiva haría del 18 de julio, diría que fue el día de la fe en el sueño de una España transformada. En aquella transformación están las clases medias que ahora algunos sugieren que nacieron de la nada.
Los autores de aquel hecho histórico ya no pueden defender lo que hicieron. Sus voces están calladas bajo pesadas losas y muchos de sus hijos se avergüenzan de su sacrificio, mientras asistimos a la insólita resurrección de los que quieren ganar, 80 años después, una guerra que ellos mismos provocaron, sembrando de mentiras los libros de historia, reivindicando los signos de aquel tiempo de terror y de miseria y borrando de nuestras calles cualquier huella de una España digna que jamás podrá perecer.
En la aurora de estos días se señalan todavía para los que quedamos, muchos rayos de luz que acogen el sacrificio y el heroísmo de muchos españoles y el perdón para aquellos que provocaron la injusticia, el odio y la reivindicación rencorosa. Alcemos pues con orgullo y sin miedo las banderas del 18 de julio. En ellas está también la sangre de muchos de mis familiares asesinados, que perdieron la vida en frentes contrarios, pero a los que unía en el fondo, un amor a una España rejuvenecida para no quedar reducida a la súplica histórica de un mundo que no nos comprendía.
Ni me avergüenzo, ni me olvido. Mis diez años nacieron a la sombra de sus banderas, y mi vida entera ha estado siempre dedicada al servicio de España. No conozco ni el odio, ni la revancha, ni la envidia y quise siempre una España moderna levantada sobre sus cimientos y que diera al mundo una palabra de resurrección y de vida.