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Francisco Bendala
Mediados de los sesenta. La cacería había terminado. Los participantes, militares y civiles, con el Caudillo a la cabeza, tras asearse descasaban en el gran salón de la casona que esa noche les iba a albergar. Un camarero había servido algunas bebidas a gusto de cada cual, así como platos de embutidos de la tierra para picar. Todos habían tomado asiento donde mejor habían considerado o podido. Franco en un amplio sillón de anchas orejas. Una amplia chimenea caldeaba la habitación. El humo de los pitillos y puros la recorría suave y lenamente.
La conversación era muy animada. Había comenzado, lógicamente, por las andanzas de cada uno en la partida de caza de ese día, sus triunfos y fracasos, que de todo había habido, como es natural. Franco se había mantenido en silencio.
Después, la conversación fue derivando hacia la Cruzada. Todos los presentes habían participado en ella. Todos guardaban recuerdos imborrables que querían compartir con los demás, haciendo que el ambiente se animara. Así, definitivamente todos habían terminado hablando del valor. Y, para ello, nada mejor que traer a colación los gestos heroicos que habían presenciado de tantos y tantos que habían entregado su vida voluntariamente en situaciones realmente terribles con una generosidad y espíritu de sacrificio encomiable. El Caudillo seguía permaneciendo inmóvil, incluso como fuera del lugar, sin participar.
Ante tal pasividad, máxime ante tema tan excitante, el almirante Nieto Antúnez, posiblemente uno de los personajes de la época más cercanos a Franco, llevaba ya algunos minutos preocupado. No dejaba de mirar de soslayo al Generalísimo, yendo su inquietud en aumento a cada minuto.
De pronto, sumamente intrigado e incluso preocupado, lleno de extrañeza, con un gesto mandó silencio y se dirigió a Franco:
Franco miró al almirante unos segundos. Después dirigió una ojeada a los presentes sin pararse en ninguno de ellos. La expectación era absoluta. El silencio sepulcral. De pronto, la característica voz y ritmo al hablar del Caudillo se dejó oír en el salón.
Pero vicisitudes del combate me lo impidieron.
Entonces le mandé un mensaje por heliógrafo diciéndole: “Imposible cumplir con lo prometido. Viva España”.
De inmediato recibí su contestación por el mismo medio: “Me cago en España, donde no hay huevos para venir a sacarnos de aquí donde vamos a morir todos”.
Al día siguiente le propuse para la Laureada, porque no hay muestra de valor más grande y verdadero que morir sin quererlo.