CUANDO LOS ESPAÑOLES TOMARON SAIGON (I), por Honorio Feito

 

Honorio Feito

 

En febrero de 1859, un contingente militar español formado por cuatrocientos soldados, al mando del comandante Palanca Gutiérrez, entró en Saigón y conquistó la plaza. Los españoles habían llegado a Indochina en una operación aliada con Francia, y se disponían a exigir al emperador de los annamitas, Tu Duc, respeto y tolerancia para los religiosos cristianos que evangelizaban en la zona, tras los asesinatos de dos dominicos españoles y las persecuciones que se venían produciendo contra los misioneros cristianos.

La llamada guerra de Cochinchina, poco recordada en España, es uno de esos episodios históricos que ponen de manifiesto el desacierto de nuestros políticos, la falta de personalidad para asumir una misión internacional y el aturdimiento a la hora de reparar una ofensa, en este caso religiosa, cuyo resultado provocó un revés en la autoestima nacional; fue criticado en su tiempo por la poca o nula rentabilidad económica y territorial obtenida y por lo mal concebida que fue la operación por parte de las autoridades políticas y militares. No obstante, la quijotesca gesta de nuestros soldados fue, una vez más, la envidia de otros ejércitos por el valor, el espíritu de entrega y de sacrificio y la disciplina.

El llamado imperio annamita estaba constituido por Cochinchina, Camboya y el Tonkín, y mantenía influencia sobre territorios libres como Laos, Bao y Tiampa o Binh-tuan. Treinta provincias y más de treinta millones de súbditos, un emporio de riqueza para los pueblos de Europa, según lo describió uno de los combatientes, Augusto Llacayo.

ASESINATO DEL OBISPO DE PLATEA

El origen de aquella campaña fue religioso. Las persecuciones contra los predicadores franceses y dominicos españoles, que desde antiguo ejercían de misioneros en la región, alcanzaron hechos de gran crueldad. La detención, el 21 de mayo de 1857, del obispo de Platea y vicario apostólico de Tonquín Central, Fr. José María Díaz Sanjurjo, fue la gota de agua que colmó el vaso de la paciencia. El obispo sería torturado y asesinado cruelmente el 20 de julio de aquel mismo año; después le seguiría otro religioso español, el asturiano Fr. Melchor García Sampedro, o Fr. Melchor de Quirós, el primer mártir asturiano. Detenido el 8 de julio del año siguiente fue también martirizado. Ambos, bajo la acusación de haber “tenido la osadía de entrar (en el reino de Annam) a reducir vasallos que les sigan”.

Como protesta por estos actos de violencia, Francia envió dos pequeñas expediciones, en 1856 y 1857, de advertencia. En 1857, cuando los franceses llegaron a la zona, el obispo Díaz Sanjurjo ya había sido asesinado, por lo que el jefe de la expedición se limitó a entregar una enérgica nota de protesta.

Los primeros evangelizadores europeos en la región procedían de la colonia portuguesa de Macao. Las enseñanzas de la fe cristiana, conocida por los naturales como la fe de los portugueses, pronto prendieron entre los indígenas y se levantaron iglesias y otras dependencias cristianas, y fueron enviados vicarios apostólicos para atender la demanda creciente de fieles. Jesuitas, franciscanos, Padres Recoletos, Predicadores… Los dominicos españoles llegaron a la comarca el 7 de julio de 1676, repartiéndose con los predicares franceses la mitad del territorio de Tonquín. Por entonces, ya se habían producido algunas persecuciones contra los religiosos europeos, que se repetirían en 1696 y en 1719, y que no cesarían desde entonces.

Aquel año de 1719, al tener noticia de las persecuciones, con quema de iglesias y destrucción de escuelas, además de agresiones a los religiosos, ocurridos en Tonquín, el gobernador de Filipinas, el mariscal de campo Fernando Manuel de Bustillos Bustamante y Rueda, envió una delegación a bordo del buque Nuestra Señora de Loreto, bajo el mando del general Francisco Echevesti, con la intención de establecer relaciones comerciales con el reino annamita y garantizar la estancia de los religiosos. Encallado el buque en unos arenales fluviales, el emperador annamita no recibió a la delegación, pero sí aceptó los regalos y les otorgó la posibilidad de elegir un lugar donde construir una casa o factoría para asuntos comerciales, pero la persecución a los religiosos continuó y continuaría en los años sucesivos. La evangelización de aquellos territorios fue siempre perseguida, maltratando a los sacerdotes a los que, cuando eran detenidos, los cargaban de cadenas y trataban de obligarlos a pisar el crucifijo.

En 1857, al tener conocimiento del secuestro o detención del religioso español Fr. José María Díaz Sanjurjo, y de los sacerdotes que le acompañaban, el cónsul español en Macao (China), Nicasio Cañete y Moral, se dirigió a Mr. De Bourboulon, ministro plenipotenciario de Francia en China, para pedirle ayuda con el objetivo de llegar hasta el reino annamita y presionar a las autoridades locales para salvar la vida de los religiosos detenidos. La nota enviada por el cónsul español al ministro plenipotenciario francés retrata, con toda crudeza, el aspecto de las ciudades y los pueblos atacados por los annamitas: “las iglesias han sido arrasadas; los beaterios, colegios y escuelas que allí tenían los misioneros católicos españoles, ya no existen..” y más adelante, detalla en el mismo documento el martirio del obispo español en manos de los captores: “fue conducido descalzo y con la carga al cuello (cadenas), a la ciudad de Nan Din, capital de la provincia. Allí los mandarines le condenaron a muerte”. Con la llegada al poder del emperador Tu Duc se recrudeció la violencia contra los extranjeros en general, y contra los misioneros en particular.

La respuesta de la máxima autoridad francesa en China fue inmediata y positiva y, en su gesto, el diplomático español hizo lo único que pudo, pues no disponía de otros medios para tratar de salvar la vida de los religiosos. El interés de Francia venía también obligado por la presencia de sus predicadores en la zona, pues el imperio annamita estaba dividido, desde el punto de vista religioso, en cuatro vicariatos generales: El Tonquín central y oriental bajo el control de los misioneros españoles, y el Tonquín occidental y meridional, bajo el control de los franceses. La persecución habida contra nuestros misioneros no hubiera sido ajena, sin las medidas de presión, a los misioneros franceses también.

UN REINO HOSTIL

En 1858, el dominico Manuel de Rivas publicó una Memoria, encargada por el capitán general de Filipinas, titulada El Imperio de Annam o de los reinos unidos de Tunquín y Cochinchina, en el que dio a conocer algunas noticias relacionados con estos territorios y sus moradores. En la presentación de su Memoria, el padre Rivas dice: … grande era la aflicción de mi corazón, cuando hallándome en las Misiones de Tunquín, veía la religión perseguida sin género alguno de protección de las naciones europeas…Deseaba yo entonces, no que el Tunquín y Cochinchina fuesen objeto de la conquista de alguna nación europea, pues esto a mi ver no era lícito, sino que de algún modo se pusiese coto y freno a la arbitrariedad del Soberano de aquellos infortunados países que contra la razón, y las leyes naturales derramaba la sangre inocente de sus mejores vasallos, y de tantos varones apostólicos de la Europa, que cumpliendo con el precepto del Salvador acudían a evangelizar a sus súbditos el reino de los Cielos. La esperanza que entonces no tenía, ahora la veo cumplida con la proyectada expedición que van a emprender Francia y España unidas…

El dominico describía también la potencia militar de los annamitas y de su rey y el carácter de este pueblo auténticamente secuestrado por sus mandarines y gobernadores, que no conocían ni el correo ni la imprenta, y llegaba a la conclusión de que, militarmente, cualquier potencia europea que se preciara, no tendría más problemas para derrotarlos que las dificultades orográficas y la fuerza bruta del numeroso ejército emboscado en la espesa arboleda que circuye a todos los pueblos de interior. Un territorio plagado de ríos y canales que hacían fácil el tránsito con fines comerciales entre los naturales, pero difícil para los extranjeros poder divisar una llanura; unos pueblos alejados del contacto con el exterior por el celo con que sus mandatarios lo exigían.

La aportación militar que hace el religioso en su informe se basa en uno previo del padre Marini, en una relación escrita a finales del siglo XVII, en la que dice que el rey contaba con una fuerza de trescientos cincuenta mil infantes, doce mil caballos y más de dos mil elefantes, con dos mil galeras, para los tiempos de paz, y asegura el religioso italiano que aquel reino estaba muy bien pertrechado, tanto en municiones de guerra como de boca, que usaban mosquetes que tenían en tal abundancia que, en tiempos de guerra, podrían llegar a armar a un ejército de medio millón de soldados, sumando también las lanzas, picas, jabalinas y espadas de dos cortes, arcos y flechas y ballestas. Si embargo, el padre Rivas dice que apenas un tercera o cuarta parte de los soldados están armados de fusiles, pues aunque el país produce hierro y plomo y otros metales, y compran el azufre, no son buenos constructores de armas. Sobre la destreza en el arte de la guerra, hace notar que durante las fortificaciones del puerto de Turón, dos fragatas inglesas habían hundido cinco galeras annamitas, dejando constancia de la superioridad europea. Describe de forma positiva la movilidad del soldado annamita que, medio desnudo, se mueve con cierta facilidad por el terreno a diferencia de la indumentaria de los europeos, más pesada y fatigosa, y también la falta de intendencia en las guerrillas, que obligaba a los soldados a robar lo que necesitan en los poblados cercanos a su campo de acción.

LOS PREPARATIVOS

Los sucesos que motivaron la participación española en Cochinchina coincidieron, en su tiempo, con otras misiones españolas en el extranjero. La Guerra de África, de 1859-1860, y la expedición de Prim a México, en 1861-1862. Por otra parte, tampoco hay que olvidar los asuntos internos. Cuando comenzó el conflicto, se hallaba en el poder un gobierno presidido por Ramón María Narváez, al que seguiría el marino Francisco Armero Peñaranda y a este, Francisco Javier Istúriz. Desde el 30 de junio de 1856, el rumbo de la política española lo dirigían los liberales, a través, precisamente, de la Unión Liberal, con Leopoldo O’Donnell Joris.

Señalan algunos expertos de ese periodo que, bajo la Unión Liberal, la política exterior española se identificó por la presencia militar en el extranjero tratando de sacudirse de algún modo el carácter introvertido español, característico desde la Guerra de la Independencia y la consiguiente pérdida de los territorios hispanoamericanos.

La solicitud de ayuda del embajador español en Macao, Nicasio Cañete, al plenipotenciario francés destacado en China, Mr. Bourboulon, fue la ocasión que Francia necesitaba para comenzar el establecimiento de una base territorial en el imperio annamita, como principio de la que sería más adelante su colonia en aquellas tierras, aunque sus verdaderas intenciones quedaron en el limbo de los españoles que, si bien no comprendían algunos movimientos de las tropas franceses, como veremos más adelante, y tampoco se entendían algunas solicitudes para el ejército expedicionario, tampoco los gobiernos españoles, a pesar de la gran actividad diplomática, por ejemplo, de Alejandro Mon en París, tuvieron la energía suficiente para aclarar sus intenciones. Y de esto no es ajeno, tampoco, parte del estamento militar que desatendió a coronel Palanca, a pesar de las dificultades.

Por R. O. Del 25 de diciembre de 1857, el capitán general de Filipinas, Fernando de Norzagaray, fue informado del acuerdo suscrito con Francia. A lo largo de la campaña, el oscuro comportamiento de Francia hacia nuestros soldados, dio paso a la desconfianza de las autoridades españolas, y el que sería más tarde coronel Palanca se quejó de la falta de ayuda de nuestras autoridades para emprender una conquista al margen de los franceses. Francia necesitaba un aliado para entrar en la zona, y España tenía la base del cercano archipiélago de Filipinas, y los tagalos, que es lo que los franceses necesitaban.

OFENSIVA MILITAR

La ofensiva militar se desarrolló en dos fases. En la primera, el jefe de la expedición española fue el coronel Bernardo Ruiz de Lanzarote, y su segundo fue el Tte. coronel graduado Mariano Oscariz, a quien se consideraba una personalidad del ejército filipino. Por su parte, el capitán general de Filipinas dio las órdenes pertinentes al Regimiento de Infantería Fernando VII número 3, que mandaba el teniente coronel Escario y que tenía, como segundo jefe, al comandante Palanca; también dio órdenes a los regimientos del Rey número 1 y de la Reina número 2 y a la 1ª Batería de la 1ª Brigada para que estuvieran dispuestos para embarcar al reino de Annan tan pronto como les fuese ordenado. El almirante francés Rigault de Genuilly, al que se nombró comandante absoluto de la expedición franco-española, solicitó también autorización para afiliar un batallón de tagalos que, con mandos franceses, quedaría al servicio del ejército francés y, además, pidió incluir 30 soldados de caballería y poder utilizar tagalos como marineros. Estas exigencias levantaron la sospecha de Norzagaray, capitán general de Filipinas, sobre las verdaderas intenciones francesas en el reino de Annan, y solicitó instrucciones más concretas al gobierno español. El secretario de Estado le ordenó no reclutar tagalos que trabajaran al servicio de Francia porque así lo prohibía la legislación española.

Las tropas españolas, embarcaron en el buque de la marina imperial francesa el 12 de agosto. Tres compañías, sesenta artilleros y otros efectivos más hasta completar quinientos hombres, al mando del coronel Oscariz, partieron el día 20 en dirección a Yulibran, en la isla de Hainan, en el golfo de Tonquín, donde se unirían a las tropas francesas. El resto de la fuerza española partiría el día 5 de septiembre, junto a otros buques contratados por la capitanía española para el transporte de material y la intendencia. El 21 arribó el segundo contingente. En general, la expedición había sido bien acogida por la población filipina, y por los propios soldados españoles.

Otra de las aportaciones españolas a la expedición fue la presencia del médico militar español Eduardo Pérez de la Fanosa, nacido en Madrid en 1831, aunque originario de la localidad asturiana de Busto (Valdés), que destacó por su capacidad de trabajo y su inteligencia. Encargado de la jefatura local del hospital de Turón, donde practicó la cirugía con gran éxito, los soldados heridos durante las tomas de Milly y Dornay, los franceses pronto reconocieron la capacidad del médico español que fue admitido como miembro de la comisión médica de la armada francesa encargada de estudiar la manera de combatir el escorbuto, que afectaba a los soldados franco españoles, destacando una Memoria que escribió sobre esta cuestión que enseguida fijó el protocolo a seguir. Los franceses, que valoraron su trabajo, le reconocieron con el nombramiento de Caballero de la Legión de Honor, que le fue concedido en 1861. El doctor de la Fanosa, cuya dilatada vida profesional le hizo destacar en el ámbito privado y militar, había ingresado en el Cuerpo de Sanidad Militar en 1857 y, tras pedir voluntariamente el destino de Filipinas, fue adscrito al regimiento de infantería de Isabel II; permaneció en el archipiélago filipino durante seis años, destacando siempre por sus iniciativas y conocimientos. Su estancia allí es sólo una breve etapa de su dilatada biografía.

 


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