Franco y la democracia orgánica, por Javier Montero Casado de Amezúa

Javier Montero Casado de Amezúa

 Administrador Civil del Estado

Administrador Principal de la Comisión Europea

 Capitán Auditor del Cuerpo Jurídico de la Defensa

 

Quienes hicimos todo nuestro recorrido profesional bajo el mandato de Franco no somos quizás conscientes de lo privilegiado de nuestra situación. Baste considerar a este respecto cómo tuvimos un conocimiento meramente histórico de los problemas que había padecido España durante el siglo XIX y primera mitad del XX. Durante ese siglo y medio, España se había estado desangrando a base de pactos entre partidos que tenían la cortedad de miras inherente a la inoperancia de sus objetivos, con el evidente resultado de una pobreza endémica aliñada con unas pavorosas diferencias de clase. Sin embargo, para nosotros se trataba en definitiva de algo ya resuelto.

Asomándonos un poco a esa misma historia, también sabíamos que fue precisamente Franco quien tras haber dedicado muchas de las horas libres que le dejaba su servicio de armas al estudio de la estructura social y económica de España, había ido madurando cada vez más en su interior la idea de que España necesitaba urgentemente una reforma total del Estado. Por una parte resultaba evidente la dramática pobreza de las clases trabajadoras, algo que exigía que se llevara a cabo una seria política social; por otra, él también era consciente de que pese a la sucesiva promulgación de leyes y Constituciones, España no llegaba a dotarse de unas instituciones suficientemente fuertes e independientes del poder político que llevaran a la consolidación de un Estado dotado de una Administración tanto civil y como militar imparcial, competente y moralmente íntegra.  

Pues bien, en el libro La España de los años 70 editado dicho año por Moneda y Crédito, uno de los profesores colaboradores de esa obra colectiva resumía gráficamente el juicio sobre la labor de reconstrucción que se había llevado a cabo con la siguiente frase: “Aunque para muchos resulte irritante, España ha conseguido convertirse en un Estado social y económicamente desarrollado bajo el régimen de Francisco Franco”. 

No cabe duda de que esta constatación es tanto más verdad cuanto que en España ha sido la ausencia de instituciones fuertes que defiendan el cumplimiento de la ley frente al arbitrio del gobernante, la razón por la que no pudo convertirse en un Estado socialmente desarrollado en la época en la que los demás países de Europa lo lograron. En lugar de estabilidad, España se debatía en un constante sístoles-diástole de políticas que no llegaban a asegurar ni siquiera mínimamente el orden público.

Cuando yo estudiaba Derecho era corriente que entre los jóvenes se compartiera la crítica frívola de la democracia orgánica que entonces, con no pocos esfuerzos, construía Franco. Sin embargo, de la importancia de dicho esfuerzo y de su necesidad política para España, ¿es posible hacerse una idea leyendo hoy lo que Salvador de Madariaga escribió en 1958 en Democracy versus Liberty? cosa que él hizo, eso sí, desde su plácido exilio en el Reino Unido: El Estado ha de concebirse como la manifestación de una democracia no meramente numérica o estadística sino orgánica… El Estado no es una suma aritmética de individuos sino una integración de instituciones. El municipio es una federación de familias; la provincia de municipios; la región de provincias; la nación, de regiones… El sistema parlamentario basado sobre la regla un hombre un voto está inevitablemente inclinado hacia la demagogia… El sistema parlamentario tiende inevitablemente a simplificar con exceso los problemas de la vida colectiva, que son siempre complejos… también propende a implicar prejuicios, pasiones y emociones que los deforman y a condescender con pujas electorales en las que no se duda en sacrificar el bien del país y hasta los reales intereses de los electores a unos aparentes intereses inmediatos.

Y no es esta una opinión aislada. José Larraz, eminente hacendista y economista, en una obra suya sobre el poder político nos dice que está fuera de toda duda que si se quiere equilibrar la representación de los principales intereses particulares en tensión, una Cámara de base corporativa es más idónea que una de sufragio universal en la medida en que para representar a un sector determinado se exige pertenecer al censo profesional respectivo eliminando así a los malos abogados, malos médicos y malos ingenieros que nunca alcanzarían el nombre y predicamento que una política detestable fácilmente les ofrece. Y abundando en ello cita a Poincaré, quien tras haber sido varias veces primer ministro y luego presidente de la República Francesa escribió en 1933: “es necesario arrancar la política a los políticos revisando enérgicamente la Constitución”. Todavía es tiempo. Mañana será demasiado tarde. Porque el corporativismo, nos dice también Larraz, no es una ficción que encubra voluntades gubernativas, ni un engendro fascista; es un método representativo con un orden inmanente; no representa al Gobierno, representa a la Sociedad y en verdad apenas ha sido ensayado en los tiempos contemporáneos, para desgracia de ellos.

A la vista de estos diagnósticos podemos pues juzgar por sus propios resultados lo acertado de la política llevada a cabo por Franco al poner en marcha una democracia orgánica con participación de las instituciones en las cámaras legislativas, a través de lo cual logró construir progresivamente un Estado social y económicamente desarrollado, de lo que es buena muestra el que de 1961 a 1974 España tuvo un crecimiento medio del 6,7 % cuando en esos mismos años la media de crecimiento en la UE era del 4,1 %. Porque para un desarrollo económico y social no basta la existencia de los partidos y los votos, sino que es necesario que se mantenga una clara separación de los poderes que asumen las distintas funciones del Estado y una fortaleza de las instituciones que puedan llevar a cabo los fines públicos que la Constitución les atribuye sin interferencias de quienes manejan las palancas del poder.

Durante los años del Régimen de Franco se fortaleció la independencia judicial y fueron promulgadas leyes que garantizaban el funcionamiento regular de las administraciones, todo ello de acuerdo con la regla que el profesor García de Enterría resumió exigiendo una neutralidad política de la Administración y una neutralidad administrativa del Gobierno.

Cualquier español de bien pudo comprobar cómo, salvada la natural fragilidad de las personas individualmente consideradas, la neutralidad política de aquella Administración estaba sujeta al cumplimiento de un conjunto de leyes magníficamente redactadas que posibilitaban tanto el desempeño de las funciones administrativas como el ejercicio por parte de los administrados de sus derechos frente a las decisiones de la Administración que no hubieran respetado las normas.

No eran en absoluto frecuentes las intromisiones del poder político en el ejercicio de tareas administrativas, las cuales se llevaban a cabo con el debido sometimiento a un sistema de normas de tal calidad que pese al transcurso de los años es un cuerpo legal –sobre todo el administrativo- que sigue en gran medida subsistiendo. La situación normativa de los años del régimen de Franco en modo alguno se puede comparar con el actual bosque de leyes que como consecuencia del predominio de los partidos está haciendo que las normas pierdan su generalidad para formar ahora un listado infinito de leyes dictadas para casos singulares. Y esto no es un problema de mera técnica legislativa sino algo gravísimo porque prueba que el ejercicio del poder no se dirige a la ordenación de la convivencia de la sociedad sino al arbitraje de intereses normalmente mediatizados por los propios partidos políticos.

Así fue como Franco, sabiendo que en España los partidos políticos son constitutivamente incapaces de ponerse de acuerdo en los temas fundamentales del Estado, evitó los males de la partitocracia y logró construir un Estado de Derecho de fuerte contenido social y económicamente desarrollado. Más tarde, en el respeto a la Constitución que los españoles habían aprobado por referéndum en 1966, habría correspondido al Rey y a quienes ocupaban la presidencia de los altos órganos del Estado, la elección de los políticos más aptos para encarar las necesarias reformas, todo lo cual habría garantizado el mantenimiento del nivel de bienestar alcanzado.


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