La política exterior de España (1936-1975), por Gonzalo Fernández de la Mora y Món

Gonzalo Fernández de la Mora

Boletín Informativo FNFF Nº 39

1. Introducción

Desde Maquiavelo se viene afirmando el primado de la diplomacia sobre la gobernación, es decir, la subordinación de la política interior a la exterior, el condicionamiento de lo que se hace dentro por lo que se hace allende fronteras. Los datos históricos son tan varios y tan contradictorios que resulta imposible confirmare) cumplimiento constante y universal del postulado maquiavélico, y deducir una ley sociológica general. En cualquier caso, la España del segundo tercio de nuestro siglo sería una notoria excepción. Entre 1936 y 1975, el sistema de normas regulador de la vida nacional apenas se adaptó a las fuertes y constantes presiones externas. Los hechos se produjeron más bien de un modo inverso. La política exterior se atemperó a un modo concreto de entender la convivencia interna, es decir, fue ancilar de la política interior. Nada de dentro se subordinó a lo de fuera. La nación se empeñó en la gran empresa de la reconstrucción y del desarrollo económico-social, y toda la acción diplomática se puso al servicio de ese objetivo. Así se logró la neutralidad ante la guerra, el rearme a cargo de la ayuda extranjera, créditos baratos para inversiones rentables, y defensa contra cualquier factor exógeno que pudiera debilitar la estructura de un «Estado de obras». A lo largo de los cuarenta años de la era de Franco es evidente que la política interior ha primado sobre la exterior. Fue todo lo contrario a la teatralidad protocolaria o al imperialismo efectista. Se trataba, simplemente, de regenerar y desarrollar al pueblo español, no de sacrificarlo, como en otras épocas, a la «grandeur» de una élite o de una dinastía.

La política exterior tiene unos contenidos mucho menos variables que la política interna porque aquélla depende en mucha mayor medida de inmutables condicionamientos históricos y, sobre todo, geográficos. En la diplomacia, la imaginación y la discrecionalidad operan más para elegir medios que para fijar objetivos; en la gobernación sucede lo contrario quizás porque la retórica y el ilusionismo todavía prevalecen sobre lo fáctico y lo pragmático. Esta perdurabilidad de las metas exteriores es la que, hace casi medio siglo, permitió al profesor Barcia-Trelles escribir un libro titulado Puntos cardinales de la Política internacional de España, que no ha perdido vigencia. Cambian las ideologías para consumo de las masas, y se suceden los contrapuestos regímenes; pero perduran las líneas maestras de la diplomacia en una nación. De ahí que la continuidad en la política exterior sea una norma generalmente admitida por la clase gobernante de los países civilizados. La alternativa, el zigzagueo o la ruptura malogran los esfuerzos anteriores, desconectan la gestión y los datos histórico-geográficos, y desestabilizan a la comunidad internacional. Claro que hay excepciones a esta regla general; pero no lo son todas las que lo parecen. Por ejemplo, esas bruscas inflexiones, denominadas «inversión de las alianzas», muchas veces, mas que una mutación de objetivos son el recurso a otros medios.

En la España contemporánea no es fácil enumerar las constantes de la política exterior porque des-de mediados del siglo XIX hasta el comienzo del segundo tercio del siglo XX, la tendencia dominante fue el aislacionismo. La consigna podría resumirse en la que luego formuló Ganivet glosando la sentencia agustiniana: «Noli foras ire, in interiore Hispaniae habitat veritas». En rigor, el ensimismamiento es la mínima expresión de la acción diplomática. Nuestra última alianza había sido la adhesión a la que suscribieron, el 20 de mayo de 1882, Alemania, Austria e Italia. Cánovas del Castillo dudó mucho si renovar nuestra participación por otros diez años en la Triple Alianza cuando expiró su vigencia en 1892. Su criterio de principio era adverso: «Soy enemigo declarado de toda injerencia de España en las aventuras exteriores… la opinión pública está unánime contra toda empresa exterior» Así llegamos a la gran crisis de 1898 desasistidos de toda colaboración extranjera y abandonados a nuestras flacas fuerzas frente a la poderosa república del norte de América. En aquella ocasión no pudo funcionar el Pacto Mediterráneo de 4 de mayo de 1887 porque su ámbito de aplicación estaba geográficamente muy limitado; no se había previsto que aún éramos una potencia ultramarina. Abrumados por la catástrofe, los españoles se encerraron todavía más en sus fronteras. Neutralidad en la l Guerra Mundial, y una ocasional colaboración con Francia para pacificar Marruecos. Aunque parezca inverosímil en una nación que poseyó un gran imperio, la primera alianza permanente que va a suscribir España en el siglo XX es el Pacto Ibérico, en 1939. España careció de una política exterior propiamente dicha durante, por lo menos, los reinados de Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII. La tuvo, en cambio, durante la era de Franco. ¿Cuáles fueron las constantes de esa política?

La primera fue el pragmatismo. No se era amigo o enemigo de alguien por su ideología afín o diversa, sino por su actitud favorable o desfavorable. El iberismo, el arabismo e incluso el anticomunismo no respondieron a principios dogmáticos, sino a intereses concretos. Un Estado que era antirracista y católico pactó con la Alemania antisemita y agnóstica. Un Estado que no era demoliberal se alió militarmente con el campeón universal de esa ideología. Un Estado confesionalmente cristiano se solidarizó con los países árabes musulmanes. Un Estado que era anticomunista se negó a secundar el bloqueo contra Cuba. Etc. Fue una diplomacia realista, empírica y técnica en una época en que la política exterior era, en gran medida, el misionero apostolado de una ideología política. Y fue una diplomacia resuelta que renunció al espejismo de la neutralidad en un mundo bipolar.

La segunda constante fue la apertura a la comunidad hispánica de naciones, un conjunto de pueblos con los que España ya no tenía ningún contencioso, y a los que podía servir de estímulo, de catalizador y de cabeza de puente en Europa. Y las coincidencias culturales eran la vía por la que una América afirmaba su personalidad latina propia frente a la otra Amé-rica, la anglosajona. Tal hispanidad no era una palabra hueca, y me-nos aún una ideología, era una comunidad de intereses reales.

La tercera constante fue el entendimiento con los países árabes, fundado en el hecho de que España era la única nación europea occidental que no los despreciaba y que, por lo tanto, no les incitaba al resentimiento. España comprendió sus reivindicaciones, y jugó realmente con ellos, conducta a la que no estaban habituados. Además, se encontraba por encima de sus rivalidades internas. Ellos eran la otra orilla del Mediterráneo, oprimida durante centurias. El arabismo de España no era una abstracción lírica, ni una manipulación histórica, ni una ideología cómo el Islam, era una realidad ética y unos intereses compartidos.

La cuarta constante fue la solidaridad con los Estados Unidos. A diferencia de otras potencias euro-peas, España no se jactó de ninguna superioridad nobiliaria, estética o cultural respecto del joven Imperio americano, y reconoció de buen grado que la Europa remanente de la tragedia de Yalta subsistía gracias a la sombrilla atómica con que la protegían los Estados Unidos. Superó la herida del 98. El general vencedor de la II Guerra Mundial nunca se había visto tan generosamente aclamado como en Madrid. El americanismo no era una ficción oportunista, tampoco la coincidente adhesión a una concepción de la sociedad y del mundo; era una realidad moral y unos intereses comunes.

La quinta constante fue un europeísmo, no de episódicas apariencias, sino de raíces. España no entró en los juegos, mas o menos limpios, de unas cancillerías que llevaban siglos oficiando de tahures; pero sí en la gran operación de defender lo que quedaba de libertad en el viejo continente mutilado y amenazado por el Este. Los administradores de las capillas ideológicas transpirenaícas no tenían serviciales cofrades en el Estado español; pero sabían que podían fiarse de él para la defensa de lo esencial, una seguridad bastante problemática en otros países que no se cansaban de ostentar su confraternidad ortodoxa. Este básico europeísmo fue compartido porque respondía a una comunidad de intereses concretos, que se manifestó espectacularmente en el Acuerdo preferencial con el Mer-cado Común, extraordinariamente favorable para España.

Este realismo diplomático pluridimensional suscitó, allende fronteras, recelos en vez de paternalismos, y distancia mas que entusiasmos; pero siempre inspiró respeto. Durante aquellas décadas de claro nacionalismo pragmático, España: que iba ascendiendo hasta convertirse en la novena potencia industrial del planeta, no fue nunca, como tantas veces en el siglo XIX, pieza de cambio entre las grandes potencias, mercado de sus excedentes y deshechos, o empresa quebrada y malbaratada entre implacables postores. Es natural que esto no gustara a otros, que estaban acostumbrados a contemplarnos como una república bananera algo crecida, y que preferían seguir haciéndolo así. Pero es que «gustar» suele resultar demasiado costoso en un mundo donde los Estados no regalan nada y toman cuanto pueden. La convivencia internacional apenas conoce esteticismo y ortodoxias; conoce relaciones de poder y, sobre todo, voluntad de ejercerlo. Y la hubo, no ya frente a Inglaterra en el contencioso gibraltareño, o frente a la Santa Sede en el inveterado derecho de presentación, sino incluso frente a los Estados Unidos que instalaron sus bases bajo pabellón y mando españoles, y que no fueron autorizados a utilizarlas durante la guerra de Israel. Existió una política exterior no de concesiones, sino de exigencias; no de ideologías, sino de realidades; no de partido, sino de Estado; y siempre puesta al servicio de los intereses nacionales.

2. El Alzamiento

El alzamiento cívico-militar de julio de 1936 tuvo un carácter exclusivamente nacional. Las potencias extranjeras no intervinieron lo más mínimo en su preparación y los hechos sorprendieron a las cancillerías porque no se había tratado previamente con ellas. No fue una deficiencia de planificación, sino la consecuencia lógica de un planteamiento. Las fuerzas que se sublevaron no contaban con una guerra civil, ni larga ni corta; esperaban que el proceso de desarrollara incruentamente o con un mínimo de violencia como, por ejemplo, aconteció en Galicia. El modelo que tenían presente los organizadores era el clásico del «pronunciamiento» cuyo preceden-te más próximo era el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923.

Todas las investigaciones realizadas en los archivos alemanes e italianos, aprehendidos por los aliados o conservados in situ, no han podido demostrar la existencia de una conspiración internacional y, en cambio, han venido a corroborar la tesis del carácter exclusivamente español del alzamiento.

Franco y Mola, que permanecieron prácticamente incomunicados hasta que se estableció una comunicación periférica por Mérida en la primera decena de agosto, iniciaron por separado los contactos con Italia y Alemania para adquirir armamento tan pronto como comprobaron, el 19 de julio, que el alzamiento había fracasado en la mayor parte de España y que habría que luchar muy duramente. Y para estas primeras gestiones no utilizaron a diplomáticos profesionales, sino a personas de la máxima confianza, mas civiles que militares.

Mola envió al Marqués de Valdeiglesias a Berlín y a Antonio Goicoechea a Roma. Por su parte Franco envió al oficial de aviación Francisco Arranz a Berlín y a Luis Bolín a Roma.

Luis Bolín llegó a Roma el 21 de julio con un documento manuscrito en un pliego con membrete del Aeródromo de Tetuán que decía: «Autorizo a D. Luis A. Bolín para gestionar en Inglaterra, Alemania o Italia la compra urgente para el Ejército español no marxista de aviones y material. Tetuán 19 de julio de 1936. El General Jefe, Francisco Franco». Bolín acudió a Alfonso XIII quien, por medio del marqués de Viana, le consiguió una audiencia con el ministro italiano de Asuntos Exteriores, Ciano, quien poseía muy escasa información sobre la situación en España. Este, por conducto de su cónsul en Tánger, estableció otro contacto con Franco. Hubo entretanto nuevas gestiones de Alfonso XIII. Cinco días después, el enviado de Mola, Goicoechea, fue recibido por Ciano quien, finalmente, accedió al envío de doce aviones previo depósito de su precio, que era superior al millón de libras y que pagó don Juan March. El 27 de julio, Ciano dijo a Bolín que 12 aviones saldrían en breve; pero sólo nueve lograron llegar el 29 de julio a la zona española de Marruecos. A partir de este momento, los contactos se normalizaron por vía diplomática oficiosa. El arriesgadísimo paso de una parte del ejército de África por el Estrecho de, Gibraltar el 5 de agosto se efectuó con la protección de 16 aviones de los cuales solo tres procedían del envío italiano. La segunda remesa de 17 aviones de caza se efectuaría el 7 de agosto.

En Alemania, el alzamiento sorprendió tanto como en Italia. El encargado de negocios en Madrid, Volkers, trasmitió un despacho a Berlín el 15 de julio de 1936 dan-do cuenta del asesinato de Calvo Sotelo. El diplomático afirmaba que los rumores de golpe de Estado los lanzaba el Gobierno para justificar sus actuaciones, y manifestaba que «no parece que tu-viera éxito un levantamiento en la capital». El enviado de Franco, Arranz, acompañado de dos ale-manes residentes en Marruecos, llegó a Berlín la tarde del 24 de julio, según algunos, portador de una carta de Franco a Hitler; pero ese supuesto documento no ha aparecido. Lo más probable es que Arranz fuera portador, como Bolín, de una credencial y de una nota de pedido. Contactó con el Jefe de Servicio Exterior del Partido, y la máquina oficial germana se puso en marcha. Por aquellos días, la prensa alemana recogía las noticias de agencia sobre la guerra de España con prudencia y neutralidad. El enviado de Mola, el Marqués de Valdeiglesias, llegó a Berlín mas tarde, el 28 de julio, e inmediatamente se presentó en el Ministerio de Asuntos Exteriores desde donde oficiosamente le en-caminaron a una empresa de comercio de armas donde, previo pago, adquirió diez mil fusiles y diez millones de cartuchos. Fue una operación mercantil y privada, que no dejó huella en los archivos del Reich. Arranz y Valdeiglesias no se conocían e ignoraron sus respectivas gestiones, aunque ambos fueron informados de que también un agente de la República estaba en Berlín para adquirir armamento. La petición fue sometida a Hitler el 25 de julio, que se encontraba asistiendo a los festivales wagnerianos de Bayreuth. Con la oposición inicial de Göring y la convicción de Hitler de que Franco «estaba perdido», el Canciller decidió acceder a suministrar el armamento solicitado sin contar con el Ministerio de Negocios Extranjeros. El primer envío consistió en diez aviones Junker por vía aérea y en un cargamento de dieciséis aviones y baterías antiaéreas a bordo del buque «Usaramo», que la flota republicana trató de interceptar antes de su arribo a Cádiz el 6 de agosto.

No hubo, pues, una política exterior de los conspiradores. Sus protagonistas eran únicamente españoles que aspiraban a triunfar sólo con los medios propios, que no solicitaron apoyo extranjero pre-vio, y que establecieron los primeros contactos para obtener armamento cuando el golpe de Estado se frustró y se convirtió en guerra civil. Análogo fue el comportamiento del Gobierno republicano, que acudió primeramente a Francia y a Alemania para rearmarse y, poco después, a la Unión Soviética. En los primeros días, también el Gobierno republicano tuvo que valerse de improvisados agentes de confianza o de los embajadores extranjeros acreditados en Madrid porque pronto llegó a la conclusión de que la Carrera Diplomática española, salvo raras excepciones, simpatizaba con los sublevados, y el Gobierno la disolvió por decreto de 23 de agosto.

A partir de mediados de agosto de 1936, Franco, de acuerdo con Mola, asumió la responsabilidad de las relaciones exteriores quizás porque su figura era mas conocida allende fronteras y porque sus gestiones habían sido, desde el principio, las mas eficaces. Entre el 25 y el 27 de julio los gobiernos de Alemania y de Italia decidieron apoyar a los nacionales, a pesar de sus escasas probabilidades de éxito en una guerra civil ya abierta. ¿Por qué? La decisión de Hitler, que fue la primera, la adoptó repentinamente y no por razones ideológicas, sino estratégicas, es decir, para tratar de evitar que el Mediterráneo occidental cayera bajo la hegemonía francesa y, eventualmente, soviética. Análoga fue la motivación italiana, acaso estimulada por el previo pronunciamiento de su gran aliado. Los enviados españoles eran unos monárquicos conservadores. Ni Hitler vio en Franco un nacionalsocialista, ni Mussolini un fascista, sino un nacionalista católico e independiente que no caería ni en la órbita de París ni, menos aún, en la de Moscú. Esta es la conclusión que se deduce de la inmensa documentación disponible.

3. La guerra civil

La política exterior de Madrid y Burgos durante la guerra civil se concentró en cuatro objetivos principales: obtener el armamento necesario; reducir la ayuda militar extranjera al enemigo; ganar apoyos diplomáticos; e inspirar con-fianza a las potencias neutrales o simpatizantes con el adversario.

a) Los suministros. Este objetivo era esencial porque ambos bandos dependían de la industria militar extranjera, sobre todo, para la aviación, el armamento pesado y los combustibles. Las tropas no españolas —Cuerpo italiano de voluntarios y Brigadas Internacionales—tuvieron una significación más moral que táctica, y la prueba está en que Franco jamás solicitó el envío de voluntarios italianos, que fue una operación de prestigio de Mussolini, los mantuvo durante largos períodos en reserva, y estuvo siempre muy dispuesto a su repatriación que parcialmente se efectuó el 15 de abril de 1938, un año antes de la terminación de la guerra. A diferencia de lo que aconteció en la zona republicana, los oficiales extranjeros jamás desempeñaron en la zona nacional una función militar de alto nivel y carecieron de toda influencia política; fueron simples ejecutores si bien tomaron algunas iniciativas, como el bombardeo de Barcelona que fueron condenadas por Franco. El Generalísimo siempre se negó rotundamente a aceptar las propuestas germano-italianas de un Estado Mayor conjunto, incluso para operaciones concretas.

A través de terceros países, la Francia socialista inició el suministro de aviones y de otro material bélico a la República desde los primeros días del conflicto, antes que Alemania e Italia, lo cual fue un factor que condicionó la resolución de estos dos países. Los envíos, ya directos desde el 2 de agosto, se hacían cómodamente por la extensa frontera con Cataluña. Y por allí se efectuaron después los masivos envíos soviéticos cuando los nacionales lograron bloquear los puertos mediterráneos. El 12 de agosto ya había aviones rusos al servicio de Madrid. Sólo entre abril y mayo de 1938, la URSS envió a través de Francia 300 aviones y 25.000 toneladas de material de guerra. Los pagos se hicieron con cargo a las reservas de divisas y, muy pronto, con cargo al oro del Banco de España, trasladado a París y a Moscú, y que fue totalmente agotado por el Gobierno de la república.

La principal suministradora de material de guerra a los nacionales fue Italia, La mas destacada contribución alemana fue la Legión Cóndor. La mayor parte de estos suministros, que llegaron por vía aérea y marítima, se obtuvieron a crédito pues los sublevados carecían de divisas. A este efecto, fueron firmados una serie de acuerdos comerciales como los hispanoitalianos (21-XII-36, 1 1-VIII-37, 26-111-38, etc.) que obtuvieron condiciones extraordinariamente favorables para España. Con Alemania se convalidó y prorrogó (hasta 31-111-37) el acuerdo comercial firmado por la República el 6 de marzo de 1936. El total de aviones de caza, bombarderos y de reconocimiento vendidos por Italia a lo largo de toda la guerra (bastantes de modelos anticuados) fue de 759, y el número de cañones de sólo 1801. El valor total del armamento italiano fue de 4.800 millones de liras, y el importe total de la deuda militar con Alemania fue de 371 millones de marcos. Todos éstos créditos fueron debidamente cancelados por España con cargo a los presupuestos del Estado y con las aportaciones voluntarias ciudadanas, singularmente de oro.

Los éxitos militares nacionales, especialmente los navales y los terrestres, no obedecieron a una superioridad material, sino moral y táctica. Durante los primeros meses de la guerra civil el predominio republicano en armamento era aplastante. Si las fuerzas combatientes se hubieran visto reducidas a sus propios recursos, la guerra habría sido mas breves; pero el resultado habría sido el mismo a causa de la indisciplina y de la desorganización cívica y militar de la zona republicana, y de su inferioridad técnica.

En punto a suministros bélicos, ambos bandos alcanzaron sus objetivos, si bien los nacionales tuvieron que vencer dificultades mucho mayores pues carecían de legitimación internacional, de comunicaciones terrestres con el continente, y de medios de pago, pero la superioridad diplomática de los nacionales, que contaron con la mayoría de los profesionales, fue palmaria.

b) El bloqueo del adversario. En esta operación ni los republicanos, ni los nacionales tuvieron éxito. La ayuda franco-soviética a Madrid y la germano-italiana a Burgos fueron intensas y sostenidas, Los republicanos dispusieron, además, de colaboraciones inglesas, belgas, norteamericanas y de otros muchos países, mientras que los nacionales contaron con la solidaridad de Portugal, En este contexto, el suceso mas importante fue la la constitución, a propuesta de Francia e Inglaterra, del Comité de No Intervención que se reunió por primera vez en Londres el 9 de septiembre de 1936 con la asistencia de Italia y Alemania y la ausencia de Portugal. El Comité no fue capaz de interrumpir los suministros bélicos a los combatientes; pero disminuyó de tensión internacional En definitiva, fue positivo para los nacionales porque favoreció la tendencia inglesa a la inhibición, y equiparó teóricamente a los dos contendientes. Por eso el delegado republicano protestó contra el Comité en la Sociedad de Naciones de 26 de septiembre. La URSS no alteró su política de ple-no apoyo al Frente Popular de Madrid y, bajo el patrocinio del Komintern, alistó a más de diez mil combatientes en las llamadas Brigadas Internacionales, que a lo largo de la guerra se acercarían a los cien mil voluntarios; la abrumadora mayoría eran comunistas, pero algunos eran progresistas que, al alinearse con Madrid, creían que luchaban por la democracia. Todavía en enero de 1939 la cifra oficial de brigadistas no asimilados al ejército rojo, era de 12,673.

También a propuesta de Inglaterra y Francia se reunió el 10 de septiembre en las cercanías de Ginebra la Conferencia de Nyon sobre la Seguridad en el Mediterráneo sin la participación de Alemania e Italia Se trataba de evitar los ataques clandestinos de su-puestas unidades navales italianas y alemanas a los buques que transportaban material de guerra para los republicanos. Aunque la decisión italiana de prohibir los torpedeamientos fue anterior a la Conferencia de Nyon, ésta resultó más bien favorable a los intereses republicanos

c) El respaldo diplomático. Los diplomáticos nacionales, que eran la casi totalidad de los miembros de la Carrera, se desplegaron para romper el aislamiento internacional de los sublevados y obtuvieron el reconocimiento, primero, de dos repúblicas hispánicas. El Salvador y Guatemala (8-XI-36) y, luego, de Italia y Alemania (18-XI-36), Santa Sede (28-VIII-37), Japón (1-X11-37), Manchukuo (2-XII-37), Hungría (13-1-38) y Portugal (11- V-38) Cada uno de estos reconocimientos de Burgos equivalía a una ruptura de relaciones con Madrid, Las demás naciones no empezaron a ponerse en movimiento hasta febrero de 1939 cuando ya era irreversible la marcha de los ejércitos en presencia, y algunas, como los Estados Unidos, esperaron a la consumación de la victoria nacional, es decir, a abril de 1939. Antes de finalizar aquella primavera, cincuenta y tres jefes de misión estaban ya acreditados en Madrid, Francia envió al mariscal Pétain que presentó, sus cartas credenciales el 24 de marzo de 1939.

El primer tratado internacional que suscribió el Gobierno de Burgos fue un Acuerdo secreto con Italia, el 28 de noviembre de 1936. Este instrumento, nunca ratificado, constaba de sólo seis artículos y no preveía una alianza militar, sino que excluía aquellas alianzas con otros países que pudieran perjudicar a los dos signatarios, y establecía una «neutralidad benévola» y la intensificación de los intercambios comerciales, El Ministerio de Asuntos Exteriores español era tan embrionario que el pacto se redactó en un solo idioma Sobre esta base se llegó a una serie de acuerdos comerciales y de pagos con Italia.

También tuvieron carácter secreto, mas exactamente confidencial, los acuerdos que el 26 de febrero de 1939 suscribieron el Conde de Jordana, entonces Ministro español de Asuntos Exteriores, y León Bérard, agente oficioso francés, y a cuyas cláusulas se ha dado la denominación un tanto familiar de Acuerdos Jordana-Bérad. Consistieron, principalmente, en el compromiso francés de asegurar «la vuelta a la nación española de todos los bienes que se encuentran actualmente en Francia», Se obligaban, además, las dos partes a «practicar en Marruecos una política de leal y franca colaboración» y a vigilar «en su propio territorio toda actividad dirigida contra la tranquilidad o seguridad del país vecino». Es cierto que estos acuerdos tuvieron un carácter informal, puesto que los suscribían dos Estados que no se reconocían oficialmente; pero no parece ello excusa suficiente para que Francia los ignorase luego de modo sistemático, salvo en lo relativo a la devolución de ciertos bienes como precio del restablecimiento de relaciones diplomáticas.

La primera comparecencia pública de España en la lid internacional fue para firmar con la nación peninsular hermana el Tratado hispano-portugués de Amistad y no Agresión, de 17 de marzo de 1939, Fue principalmente un pacto ut non facies, Los dos países se obligaban a no alterar sus fronteras, a no realizar ningún acto de agresión mutua, a no prestar auxilio al posible agresor de la otra parte, a no consentir que desde el territorio de una de ellas se dirigieran ataques contra la otra, y a no entrar en ninguna alianza que se concertase contra la otra parte. Este Tratado fue completado con el primer Protocolo adicional de 29 de julio de 1940, y luego prorrogado mediante el Protocolo de 20 de septiembre de 1948 y otros.

La segunda comparecencia de España fue para adherirse el 27 de marzo de 1939 al Pacto Antikomintern de 25 de noviembre de 1936. La esencia de este convenio, renovado el 25 de noviembre de 1941, era el anticomunismo. Hubiera sido sorprendente que el único Estado que combatía no sólo dialécticamente, sino con las armas en la mano y para liberar su propio suelo de la influencia soviética, hubiera permanecido al margen de la única coalición anticomunista existente: la germano-íta-lonipona.

La tercera comparecencia pública de España fue para firmar en Burgos, el 31 de marzo de 1939, el Pacto hispano-germano de Amistad y no Agresión, cuya ratificación, prevista para el 29 de noviembre del mismo año en Berlín, parece que no llegó a realizarse, puesto que no hay constancia pública del canje de ratificaciones. Este Pacto, fundado en la «comunidad de intereses y lazos de viva simpatía», era fundamentalmente retórico. Ninguno de sus artículos implicaba compromisos sustanciales: los más explícitos obligaban al «apoyo diplomático» (art, 3-2) y, en caso de guerra, a la evitación de «todo cuanto en terreno político, militar o económico pudiera perjudicar a la otra parte contratante o favorecer a su adversario» (art. 62). No era, en suma, una alianza, sino un compromiso de no agresión que no excluía, sino que tácitamente suponía la neutralidad en caso de conflicto.

En el trienio 1936-1939 las grandes potencias se dividieron en dos grupos: el mayoritario de las que se polarizan por inercia o por simpatía en torno a Madrid, y el minoritario de las que reconocen al Gobierno de Burgos. Las preferencias de la España nacional fueron matizadas y muy significativas: en la hora difícil de Alzamiento optó por la colaboración política, económica y militar de Italia antes que por la alemana que no sólo fue posterior, sino también menos generosa, Y cuando llegó el momento de los primeros Pactos en marzo de 1939, víspera de la victoria, la elegida fue Portugal; luego prevaleció el anticomunismo y, finalmente, se llegó a un pacto con Alemania de escaso contenido y no ratificado. En todos estos instrumentos es constante y clara la voluntad española de no ligar su destino a ningún país en caso de guerra. La idea de neutralidad aparece tácita o expresamente; pero siempre en primer plano. Y no es preciso subrayar la importancia de este hecho si se tiene en cuenta que no de los firmantes, precisamente el que se obstinaba en su independencia, era un pequeño Estado envuelto en una guerra civil y los otros eran, salvo Portugal, dos grandes potencias en plena expansión e inclinados a las estrechas alianzas militares que iban a ponerse en juego al estallar la segunda guerra mundial. Este primer trienio de política exterior española se quintaesencia, pues, en aceptación del diálogo allí donde se ofrece, y en afirmación esforzada de la soberanía nacional sin hipotecas militares para el futuro.

d) La apertura hacia el Occidente. Desde los comienzos de la guerra, Franco quiso evitar la hostilidad de Inglaterra e incluso comisionó a Bolín para que adquiriera allí armamento, Por eso envió como agente aficioso al duque de Alba, que fue amistosamente recibido por la Corte y el Gobierno, Franco no ignoraba que, ante las protestas de la izquierda, Churchill había dicho en la Cámara de los Comunes el 6 de noviembre de 1936: «Sin la intriga comunista que desde hace seis meses comenzó a desarrollarse en España, antes de que el Movimiento comenzase, no habríamos sido jamás testigos de los actuales horrores», El mensaje que constantemente se transmitía a las cancillerías era la firme voluntad española de mantener la neutralidad en el caso de un conflicto europeo o mundial. La mala conciencia de los amigos de la República les hacía dudar del propósito de Franco; pero los hechos demostraron que era tan sincero como arduo, Si se examina con detenimiento el articulado de los acuerdos con Francia y Alemania sorprende la obstinada cautela española para no adquirir compromisos concretos de beligerancia y dejar abiertas todas las posibilidades, Y esto se hacía cuando Franco necesitaba la continuidad de los suministros y el apoyo internacional germano-italiano, Durante la crisis de Checoslovaquia en septiembre de 1938, los diplomáticos españoles no cesaron de repetir en Londres y en París que España estaba enteramente al margen del conflicto, Pero Franco, que siempre fue contrario a la mentira como arma inter-nacional, fue más lejos, y el 26 de septiembre de 1938 comunicó al gobierno alemán que, en caso de guerra, se mantendría neutral y que se proponía negociar con Francia e Inglaterra para asegurar el respeto de dicha neutralidad. El documento acreditativo de esta transcendental toma de posición, que Ciano calificó de «traicionera», ha sido publicado por los aliados después de la II guerra mundial. No es necesario ponderar la rotunda y valerosa decisión de independencia que revelan estos hechos capitales, luego ratificados por comportamientos ulteriores y, sobre todo, en la entrevista de Franco con Hitler en Hendaya. Una importantísima contribución a la legitimación internacional del Gobierno de Burgos fue la Carta Colectiva del Episcopado Español el 1 de julio de 1937 que, recogiendo una sugerencia de Franco, redactó el cardenal primado Gomá y firmó casi medio centenar de prelados, es decir, todos los españoles supervivientes con la excepción de dos, uno de los cuales se encontraba en el extranjero, Según la lista nominal presentada en 1961 por el luego obispo Montero, trece prelados y 6,832 sacerdotes y religiosos fueron asesinados en la zona republicana por el simple hecho de serlo; pero la cifra real fue bastante superior. Y ello sin contar los millares de seglares que fueron asesinados a causa de su fe y cuyo martirologio está siendo reconstruido en numerosas monografías. En la citada Carta Colectiva se justificaba plenamente el alzamiento: «agotados ya los medios legales, no había mas recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz», «el alzamiento cívico-militar fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad civilizada» y, finalmente, «no hay hoy en España mas esperanza para reconquistar la justicia y la paz que el triunfo del movimiento nacional». Esta Carta fue enviada a todos los obispos del mundo y suscitó una generalizada reacción católica a favor de los nacionales, Entre las adhesiones colectivas figuran las de los obispos de Argentina. Austria, Canadá, Colombia, Chile, Estados Unidos, Grecia, Irlanda, México, Paraguay, Polonia, Portugal, Rumania y Suiza, y multitud de adhesiones individuales como la del cardenal de París, el primado de Bélgica y el arzobispo de Cantorbery, Este éxito diplomático de la España nacional, que puso a su favor sectores muy importantes de la opinión pública mundial, fue al mismo tiempo, un acta de acusación contra el Gobierno republicano por la persecución religiosa.

4. La guerra mundial

Horas después del comienzo de las hostilidades en Europa, se dio en Madrid el Decreto ordenado a los españoles «la mas estricta neutralidad», que fue comunicado el día 4 de septiembre de 1939 a las grandes potencias, y publicado el 5 en el Boletín Oficial. Esta rápida reacción se explica porque el 22 de septiembre, Alemania había pactado con la URSS el reparto de Polonia lo que llevó a España a dar por prescrito el Pacto Antikomintern. La alianza germano-soviética desligada moralmente a España de cualquier compromiso con Alemania.

Pero cuando en junio de 1940 el Ejército alemán izó sus colores en el puente internacional de Hendaya, cualquier observador habría considerado como muy dudoso que quienes acababan de ocupar Checoslovaquia, Polonia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Francia, Dina-marca y Noruega, los mismos que pronto ocuparían Albania, Grecia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Yugoslavia y buena parte de la Rusia europea, respetasen el indefenso territorio español, paso obligado para Gibraltar, llave del Mediterráneo, y para el norte de África. Lo que entonces parecía superlativamente improbable se realizó gracias a una política muy hábil, y a ciertas concesiones retóricas, aun-que poquísimas realidades, que llevaron al ánimo de Hitler primero confianza y, hasta el penúltimo momento, cierta esperanza en la posible intervención militar de España.

Ramón Serrano Súñer fue el hombre que, poco después de su regreso a Berlín, en donde había negado a Hitler la concesión de bases de las Canarias, ocupó la cartera de Asuntos Exteriores en el período comprendido entre el 18 de diciembre de 1940 y el 2 de septiembre de 1942, El hecho inicial sobresaliente es la negativa de España a firmar el Pacto tripartito germano-ítalo-nipón de 27 de septiembre de 1940, hecho que no atenuaron las entrevistas de Franco con Hitler en Hendaya (23-X-40) y con Mussolini en Bordighera (11-11-41), A las instancias germano-italianas, Franco respondió siempre con aplazamientos. Esta había sido también la postura de Serrano Súñer en su entrevista con Hitler en Berchtersgaden el 18 de noviembre de 1940.

Inmediatamente después de la entrevista de Hendaya, Franco solicitó de los Estados Unidos de los tres ejércitos, informes sobre la actitud de España ante la guerra El informe de la Armada daba exhaustivamente las razones por las cuales ni se podía ni se debía participar en el conflicto, y proponía la argumentación dilatoria y disuasoria que procedería utilizar con el canciller alemán, El documento impresionó tanto a Franco que llamó a su autor, un joven y prestigioso capitán de fragata que se llamaba Luis Carrero Blanco, quien así inició una ininterrumpida carrera política que le llevaría hasta la presidencia del Gobierno, Franco confirmó, pues, temprana, fundada y firmemente su determinación de permanecer al margen de la contienda.

El ataque alemán a la URSS en la madrugada del 22 de junio de 1941 introdujo un factor nuevo en la ecuación política hispano-germana. El día siguiente, una imponente manifestación estremecía las calles de Madrid y creaba el estado de ánimo que cristalizó en el envío de la División Azul al frente del Este, Todos los combatientes, entre los que figuraban oficiales del Ejército español, eran voluntarios, La primera recluta fue de 18.446 hombres, si se tiene en cuenta los sucesivos relevos, pasaron por el frente ruso 47.000 españoles que sufrieron 22.000 bajas entre muertos, desaparecidos, heridos y enfermos, Sólo en la batalla de Krasny Bor la División tuvo 1,127 muertos.

La nueva situación encontró su formulación jurídica en el Decreto de 18 de diciembre de 1941: «España mantiene, como en la fase anterior del conflicto, su posición de no beligerancia». Era esta una nueva noción que se introducía en el Derecho Internacional, y que responde a lo que el acuerdo hispano-italiano de 1936 llamaba, un tanto ingenuamente, «neutralidad benévola». Alguna vez España, aunque nunca llegó como Suecia a permitir el paso de tropas alemanas, hubo de curvarse al viento, gracias a lo cual pudo no ser arrastrada por el conflicto, Los hechos no entraban dentro de los patrones estereotipados de la estricta neutralidad; pero tuvieron la increíble y fabulosa virtud de mantener a España al margen de la guerra. Y ello permitió la mediación en la hora del armisticio franco-alemán, la protección de las minorías judías sefarditas de los Balcanes, la salvación de millares de fugitivos centroeuropeos que encontraron en España asilo o facilidades de tránsito, los canjes de prisioneros, y, lo que fue decisivo, dejó abierto el Mediterráneo, permitió la utilización del Peñón de Gibraltar e hizo posible el desembarco aliado en el norte de África. Ante el Tribunal de Nuremberg, declaró el mariscal Keitel: «la historia hubiera sido diferente si hubiéramos conquistado Gibraltar», Y el general Jodl añadió: «No fuimos a Gibraltar porque nos falló el consentimiento español».

Es perfectamente razonable que, del mismo modo que el Eje trataba de atraerse a España, los aliados hicieran cuanto estaba a su alcance para mantenernos alejados del conflicto y reducir al mínimo nuestro comercio y nuestras concesiones, por pequeñas que fueran, a Italia y a Alemania. Esta política constituyó a veces un serio obstáculo para el desenvolvimiento de la vida española y estuvo a punto de ser contraproducente: la intervención británica de nuestro comercio marítimo y el embargo del petróleo en enero de 1944 pudieron hacer inevitable la entrega de España al vencedor absoluto en el continente, Por fortuna, el acuerdo hispano-anglo-yanqui de abril de 1944 restableció el suministro de  carburantes y salvó la aguda crisis a favor de la neutralidad.

A medida que su situación militar mejoraba, los aliados multiplicaban sus reclamaciones al Gobierno español por la germanofilia de la mayor parte de los medios de comunicación, por la devolución de las tripulaciones de navíos hundidos o guiones derribados, por los aprovisionamientos clandestinos de buques de guerra, por la venta de materias primas de interés mi-litar, por la permisividad del espionaje, etc. Aunque muchos de estos reproches los formulaban también los alemanes, el conde de Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, solía responder siempre en los mismos términos a los embajadores aliados: «Compramos nuestra paz con palabras». Lo importante era el hecho de la no beligerancia, Porque la Historia no la hacen las anécdotas marginales, ni las intenciones, sino las decisiones fundamentales de la clase dirigente. Y si algo definió esencialmente la política exterior de España durante la II guerra mundial fue la constante voluntad de permanecer al margen del conflicto, voluntad demostrada irrefragablemente por los hechos mismos y revelada por el articulado de todos los tratados, incluso secretos, suscritos por España desde el 18 de julio de 1936, alguno bajo presión y en las circunstancias más desfavorables.

El diputado conservador inglés Souythby dijo en febrero de 1944 en los Comunes: «Sean cuales fueren las opiniones personales en relación con el general Franco, éste y sus compatriotas han resistido una presión casi aplastante para hacerles sumarse al Eje en el momento en que Gran Bretaña estaba acorralada, y en que si España se hubiera unido al Eje, ello hubiera podido hacer pasar a Gran Bretaña de la situación de poder resistir a la de hallarse vencida», Y poco después Edén declaraba en el mismo lugar: «En los días cumbres de la guerra, cuando estábamos solos, la actitud del Gobierno español nos fue sumamente beneficiosa, especialmente en el momento de nuestro desembarco en África», Y son famosas las palabras de Churchill: «Cuando sir Samuel Hoare fue a Madrid hace cuatro años, se adoptaron medidas para que su avión estuviera dispuesto en el aeródromo, ya que parecía casi seguro que España seguiría el ejemplo de Italia y se sumaría a los alemanes victoriosos en la guerra contra Gran Bretaña, Si España hubiese cedido a los halagos y a las presiones de los alemanes en aquel crítico momento, hubiera sido mucho más pesada nuestra carga», Lo que Churchill, es decir, el Foreign Office y el Imperio británico consideraban inverosímil, los españoles lo hicieron realidad.

Pero por grandes que fueran los beneficios que la no beligerancia española reportó a los aliados, la política de neutralidad a todo trance respondió al clásico principio del egoísmo nacional, Franco conocía demasiado bien los horrores de la guerra, y su tenaz resistencia evitó la destrucción material de un país ya muy afectado por la contienda civil, y salvó la vida a centenares de miles de españoles que habrían caído en los frentes de batalla o en los bombardeos de la retaguardia, No hay palabras para evaluar ese inmenso daño cesante, sobre todo, si se está, como es mi caso, entre los que habrían sido movilizados desde el primer momento.

5. El aislamiento internacional y la rehabilitación

La URSS, comprometida abiertamente y a fondo con el gobierno de Madrid, no olvidó su derrota en la guerra de España y presionó fuertemente a Inglaterra y Estados Unidos contra el Gobierno «fascista» del nuevo Estado, La primera expresión solemne de tal presión se encuentra en la larga carta que el embajador norteamericano, Ha-yes, dirigió al conde de Jordana el 27 de diciembre de 1943 y en la que básicamente pedía una sola cosa: «cesar en los ataques a Rusia». Pero era casi imposible reconciliar a la opinión pública de entonces con la Unión Soviética, Y el hostigamiento aliado creció sin pausas; era un modo casi gratuito de apaciguar a Stalin.

Roosevelt, Stalin y Churchill se habían reunido en Teherán hasta el primero de diciembre de 1943 para planificar el mundo postbélico. Cada día resultaba mas claro que el paralítico Presidente norteamericano, dominado por sus consejeros socialdemócratas, iba a entregar la mayor parte de la victoria al Mariscal soviético. Menudearon los discursos, declaraciones, mensajes y comunicados que, en esa línea, preveían una universal paz democrática tutelada por Washington y Moscú. ¿Había en España una visión global del futuro, Sí. El 8 de octubre de 1944, Franco, sin consultar a su embajador en Londres, escribió una carta a Churchill, anticomunista notorio y que era el único gobernante aliado que había mostrado cierta comprensión objetiva hacía España, Le señalaba que «la destrucción o el debilitamiento de los vecinos» de Rusia «acrecentarán grandemente su ambición y su poder» por lo que se imponía la inteligencia y comprensión de los países del occidente de Europa entre los que se encontraba España. La respuesta de Churchill el 15 de febrero de 1945, fuertemente influida por los norteamericanos y por el ala izquierda de su Gabinete, proclamaba la absoluta confianza en la URSS como colaboradora «esencial» para fomentar «la paz y la prosperidad de Europa en su conjunto», Franco fue el único estadista de su tiempo que previó lo que acontecería si se continuaba por el camino iniciado en Teherán y que sería el de Yalta: la desaparición del bastión germánico, la expansión de Rusia, la mutilación y marginación de Europa, y una creciente tensión a escala planetaria provocada por Moscú. Las consecuencias del trágico error de Yalta —las deportaciones de pueblos, el telón de acero, la guerra fría y la comunistización de áreas cada vez mas extensas y alejadas— aun no han concluido. La carta de Franco a Churchill es uno de los pocos documentos diplomáticos de la época que han resistido incólumes al paso del tiempo. No así la res-puesta.

Para hacer frente a la nueva etapa fue nombrado Ministro de Asuntos Exteriores el democristiano Alberto Martín Artajo el 18 de julio de 1945. El 2 de agosto de 1845 se hizo pública la Declaración de Potsdam en la que Inglaterra. Estados Unidos y la URSS «se sintieron obligadas a especificar que, por su parte, no apoyarán solicitud alguna que el actual Gobierno español pueda presentar para ser miembro de las Naciones Unidas». La protesta del Gobierno español del día 5 cayó en el vacío.

En Francia se recrudece la actividad de los exilados y terroristas, y bandas armadas cruzan la frontera pirenaica y, aunque pronto desarticuladas, penetran en territorio español.

Una sistemática campaña de Prensa trata de crear en el mundo una atmósfera adversa al Estado nacional. El momento culminante es el planteamiento del «caso español» en la ONU, a propuesta de Panamá, el 9 de febrero de 1946. Antes de cumplirse un mes se hace pública la nota de la Conferencia tripartita de Londres (5-III-46) contra el régimen español, y los Estados Unidos publican un Libro Blanco sobre España con documentos aprehendidos en los archivos alemanes e italianos, que mereció la oportuna respuesta del Gobierno español en una publicación análoga, Entonces se produce el acontecimiento insólito: el 1 de marzo de 1946 Francia decide unilateralmente el cierre de la frontera pirenaica.

Los ataques prosiguen. Es la principal preocupación de las Naciones Unidas que durante la segunda semana de marzo de 1946 discuten acerca de España y nombran un Comité investigador, Se llega a acusar a España de atentar contra la paz porque en Ocaña se fabrican armas atómicas. El 4 de diciembre de 1946 el Gobierno español rechaza la fantástica denuncia, Pero los oídos de las cancillerías extranjeras parecen cerrados a todo argumento. El 12 de diciembre de 1946 las Naciones Unidas aprueban la recomendación de retirada de los jefes de Misión acreditados en Madrid y de expulsión de los delegados españoles en los Organismos internacionales. Uno a uno van desfilando los embajadores, Además del Nuncio de Su Santidad, sólo el Embajador de Portugal, fiel a la alianza ibérica, y el Ministro de Suiza, leal a la tradición helvética, permanecen en sus puestos, Una impresionante manifestación del pueblo madrileño había recorrido las calles de la capital hasta congregarse en la Plaza de Oriente para protestar contra la intervención extranjera, Era el día 9 de diciembre de 1946; los españoles estaban asistiendo al comienzo de una de las coyunturas internacionales más incómodas de su historia.

Agentes oficiosos, cónsules, ministros y embajadores no cejaron durante años en una labor poco brillante, pero cuya eficacia no tardó en empezar a sentirse, Las sesiones de las Naciones Unidas y el recuento de votos en torno al caso español iban dando la exacta medida de la paulatina recuperación de prestigio. Los seis votos a favor en 1946 se transformaron en 16 en 1947, Un duro golpe, sin embargo, estuvo a punto de doblegar la independencia española: la exclusión del Plan Marshall, Mientras el resto de Europa recibía los centenares de millones de dólares que hicieron posible su abastecimiento y la rápida reconstrucción de su infraestructura económica, España sufrió una discriminación que obligó al Gobierno a intensificar el racionamiento de muchos artículos de primera necesidad, Una climatología adversa agudizó la gravedad del problema. La situación se resolvió gracias al Convenio Comercial hispano-argentino de 30 de octubre de 1946 y al denominado Protocolo Franco-Perón de 19 de abril de 1948, mediante los cuales España recibió a crédito los cereales que necesitaba.

La Argentina, la República Dominicana, el Perú, el Ecuador, Costa Rica, El Salvador, el Paraguay, reanudan sus relaciones diplomáticas con Madrid y asumen en la Asamblea de las Naciones Unidas la defensa de la Madre Patria, La resistencia española es más tenaz y fundada en la ofensiva exterior, El 9 de febrero de 1948, Francia procede a la reapertura de la frontera pirenaica, El Gobierno español sólo puso una condición: que el gesto se hiciera a iniciativa exclusiva de París. Este fue el desenlace de la poco brillante determinación de la IV República. En la votación de 1949 ya son 26 las voces que las Naciones Unidas elevan a favor de España. El 19 de enero de 1950 el Secretario de Estado norteamericano. Acheson, da cuenta de un plan de reanudación de las relaciones diplomáticas, Poco después, España se reintegra a la Cámara Internacional de Comercio (13-V-50) e ingresa en la Conferencia Internacional del Trigo (14-VI-50). El verdadero punto de inflexión lo marca el mes de agosto de 1950. El día 5 se firma un acuerdo con la Santa Sede sobre jurisdicción castrense, y el día 24 la Cámara y el Senado norteamericanos aprueban un préstamo de 62,500.000 dólares, que van a permitir restañar las heridas económicas que, a finales de 1949, obligaron a pignorar parte de las reservas oro del Banco de España.

El mismo día en que Franco regresa de su viaje a las Islas Canarias y a las provincias africanas, las Naciones Unidas revocan la resolución de retirada de embajadores y ministros del 12 de diciembre de 1946, Treinta y ocho Estados votaron a favor y hubo doce abstenciones. Es el 4 de octubre de 1950. En aquel momento ya había 24 jefes de Misión en Madrid, de ellos 14 embajadores y 10 ministros. El bloqueo diplomático había concluido, En el curso del año 1951 presentan sus cartas credenciales los embajadores de Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, Italia… Los Estados Unidos designan una Comisión militar, presidida por el General Spry, y otra económica, presidida por el profesor Suffrin, que se trasladaron a España para elaborar los minuciosos informes que iban a preparar la nueva política iniciada por el Almirante Sherman en su visita a Franco el 16 de julio de 1951, Las perspectivas internacionales de España se han transformado radicalmente. El balance del sexenio que va de 1946 a 1951 es la condena y bloqueo diplomático de España, y la rehabilitación internacional y levantamiento del cerco, Pero todavía no se ha alcanzado la cota cero, es decir, el nivel en que normalmente inician los países su acción diplomática.

6. El bloqueo Ibérico y la Hispanidad

Durante siglos, pero muy especialmente desde la entrada en Portugal en la órbita inglesa, las relaciones entre los dos países ibéricos se habían caracterizado por una marcada indiferencia mutua, en parte afectada y en parte auténtica, Portugal difícilmente podía disipar el recelo de una voluntad española anexionista. Y España, reducida a su territorio metropolitano después de la emancipación americana, se encontraba en situación de inferioridad ante la destreza lusitana, que había conseguido que el Imperio llegara intacto hasta bien entrado el siglo XX, Además, mientras España había permanecido durante lustros internacionalmente aislada, Portugal había contado desde el siglo XVI con la segura alianza de Inglaterra, una nación que nunca se había caracterizado por su buena disposición hacia los españoles, Portugal y España llevaban centurias viviendo mutuamente de espaldas hasta que el Alzamiento creó una comunidad moral y de intereses, y una base de recíproco respeto sobre los que pudo arraigar una firme alianza, Una legión portuguesa de voluntarios se incorporó al Ejército nacional poco después de iniciada la contienda Y en 1937 el Gobierno lisboeta de-signó un agente especial cerca de Franco, agente que al siguiente año presentaría sus cartas credenciales como Embajador.

El 17 de marzo de 1939 se firmó en Lisboa el primer tratado inter-nacional en el que públicamente aparece España como Estado signatorio. Un año después, el 29 de julio de 1940, en plena guerra europea, se firmó un Protocolo adicional que dio el Pacto Ibérico un carácter más positivo: las dos par-tes se obligaron a concertarse entre sí acerca de los mejores me-dios para proteger los mutuos intereses metropolitanos, El 12 de febrero de 1942 inician Franco y Salazar sus entrevistas periódicas, El comunicado conjunto de esta conferencia de Sevilla subrayaba que ambos Jefes de Estado «habían convenido mantener en lo sucesivo las más estrechas relaciones para salvaguardar los intereses comunes», En diciembre de 1942 se celebra en Lisboa una entrevista entre Jordana y Sala-zar; y el día 21 se anunció pública-mente la constitución del Bloque Ibérico. Renovado el 20 de septiembre de 1948 por diez años el Pacto de 1939, Portugal se con-vierte en la permanente defensora de la rehabilitación internacional de España, y al incorporarse a la NATO declara que lo hace sin que ello altere la vigencia de «los compromisos de amistad y no agresión existentes entre ambos países». El 22 de octubre de 1949 Franco visita Lisboa y celebra conversaciones con el Presidente Carmona y con Salazar, Una nueva entrevista entre ambos estadistas se celebra en La Coruña el 25 de septiembre de 1950, hecho que se repite en Ciudad Rodrigo el 14 de abril de 1952. Un año después, el 15 de marzo de 1953, el Presidente Craveiro se traslada a Madrid, El comunicado conjunto se refiere a la «continuidad de una amistad ejemplar», El 8 de julio de 1957 se entrevistan de nuevo Franco y Salazar en Ciudad Rodrigo, y el 16 de febrero de 1960 llegó a Madrid en visita oficial el Ministro de Asuntos Exteriores, Mathias. La fraternidad hispano-portuguesa se puso especialmente de relieve con ocasión del centenario de don Enrique el Navegan-te, y posteriormente con motivo del incidente del buque Santa María en enero de 1961 y de los debates de las Naciones Unidas sobre las provincias ultramarinas de Portugal, En estos dos últimos momentos, tan críticos para Portugal, España estuvo siempre a su lado, a veces como único compañero del vecino Estado peninsular, Es indudable que el Bloque Ibérico fue uno de los instrumentos que facilitaron la neutralidad de España durante la segunda guerra mundial y, en la hora del aislamiento postbélico, fue el más firme y eficaz punto de apoyo de la acción diplomática de España en el mundo. El Pacto de 1939 marca, además, una fecha decisiva en la aproximación hispano-portuguesa sin ninguna de las reservas que se interpusieron en el pasado entres estos dos países. Desde su firma ha constituido el más sólido pilar de la política exterior de España.

El otro gran pilar es la Comunidad Hispánica de Naciones, una entidad que no tiene una base jurídica y contractual, sino espiritual, y que está integrada por el conjunto de pueblos nacidos de la obra repobladora y civilizadora de España en Asia y América y a los que une la hermandad racial, una historia paralela y una común concepción cristiana del mundo. A raíz que, por iniciativa soviética, se había condenado a España, dificultaron el abastecimiento nacional. El 30 de octubre de 1946 la solidaridad hispánica se hizo patente en el ya citado Convenio comercial por el de la emancipación americana, prácticamente consumada en 1824, comenzó un período de tensión entre la metróonal del Trigo (14-VI-50). El verdadero punto de inflexión lo marca el mes de agosto de 1950. El día 5 se firma un acuerdo con la Santa Sede sobre jurisdicción castrense, y el día 24 la Cámara y el Senado norteamericanos aprueban un préstamo de 62,500.000 dólares, que van a permitir restañar las heridas económicas que, a finales de 1949, obligaron a pignorar parte de las reservas oro del Banco de España.

El mismo día en que Franco regresa de su viaje a las Islas Canarias y a las provincias africanas, las Naciones Unidas revocan la resolución de retirada de embajadores y ministros del 12 de diciembre de 1946, Treinta y ocho Estados votaron a favor y hubo doce abstenciones. Es el 4 de octubre de 1950. En aquel momento ya había 24 jefes de Misión en Madrid, de ellos 14 embajadores y 10 ministros. El bloqueo diplomático había concluido, En el curso del año 1951 presentan sus cartas credenciales los embajadores de Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, Italia… Los Estados Unidos designan una Comisión militar, presidida por el General Spry, y otra económica, presidida por el profesor Suffrin, que se trasladaron a España para elaborar los minuciosos informes que iban a preparar la nueva política iniciada por el Almirante Sherman en su visita a Franco el 16 de julio de 1951, Las perspectivas internacionales de España se han transformado radicalmente. El balance del sexenio que va de 1946 a 1951 es la condena y bloqueo diplomático de España, y la rehabilitación internacional y levantamiento del cerco, Pero todavía no se ha alcanzado la cota cero, es decir, el nivel en que normalmente inician los países su acción diplomática.

6. El bloqueo Ibérico y la Hispanidad

Durante siglos, pero muy especialmente desde la entrada en Portugal en la órbita inglesa, las relaciones entre los dos países ibéricos se habían caracterizado por una marcada indiferencia mutua, en parte afectada y en parte auténtica, Portugal difícilmente podía disipar el recelo de una voluntad española anexionista. Y España, reducida a su territorio metropolitano después de la emancipación americana, se encontraba en situación de inferioridad ante la destreza lusitana, que había conseguido que el Imperio llegara intacto hasta bien entrado el siglo XX, Además, mientras España había permanecido durante lustros internacionalmente aislada, Portugal había contado desde el siglo XVI con la segura alianza de Inglaterra, una nación que nunca se había caracterizado por su buena disposición hacia los españoles, Portugal y España llevaban centurias viviendo mutuamente de espaldas hasta que el Alzamiento creó una comunidad moral y de intereses, y una base de recíproco respeto sobre los que pudo arraigar una firme alianza, Una legión portuguesa de voluntarios se incorporó al Ejército nacional poco después de iniciada la contienda Y en 1937 el Gobierno lisboeta de-signó un agente especial cerca de Franco, agente que al siguiente año presentaría sus cartas credenciales como Embajador.

El 17 de marzo de 1939 se firmó en Lisboa el primer tratado inter-nacional en el que públicamente aparece España como Estado signatorio. Un año después, el 29 de julio de 1940, en plena guerra europea, se firmó un Protocolo adicional que dio el Pacto Ibérico un carácter más positivo: las dos par-tes se obligaron a concertarse entre sí acerca de los mejores me-dios para proteger los mutuos intereses metropolitanos, El 12 de febrero de 1942 inician Franco y Salazar sus entrevistas periódicas, El comunicado conjunto de esta conferencia de Sevilla subrayaba que ambos Jefes de Estado «habían convenido mantener en lo sucesivo las más estrechas relaciones para salvaguardar los intereses comunes», En diciembre de 1942 se celebra en Lisboa una entrevista entre Jordana y Sala-zar; y el día 21 se anunció pública-mente la constitución del Bloque Ibérico. Renovado el 20 de septiembre de 1948 por diez años el Pacto de 1939, Portugal se con-vierte en la permanente defensora de la rehabilitación internacional de España, y al incorporarse a la NATO declara que lo hace sin que ello altere la vigencia de «los compromisos de amistad y no agresión existentes entre ambos países». El 22 de octubre de 1949 Franco visita Lisboa y celebra conversaciones con el Presidente Carmona y con Salazar, Una nueva entrevista entre ambos estadistas se celebra en La Coruña el 25 de septiembre de 1950, hecho que se repite en Ciudad Rodrigo el 14 de abril de 1952. Un año después, el 15 de marzo de 1953, el Presidente Craveiro se traslada a Madrid, El comunicado conjunto se refiere a la «continuidad de una amistad ejemplar», El 8 de julio de 1957 se entrevistan de nuevo Franco y Salazar en Ciudad Rodrigo, y el 16 de febrero de 1960 llegó a Madrid en visita oficial el Ministro de Asuntos Exteriores, Mathias. La fraternidad hispano-portuguesa se puso especialmente de relieve con ocasión del centenario de don Enrique el Navegan-te, y posteriormente con motivo del incidente del buque Santa María en enero de 1961 y de los debates de las Naciones Unidas sobre las provincias ultramarinas de Portugal, En estos dos últimos momentos, tan críticos para Portugal, España estuvo siempre a su lado, a veces como único compañero del vecino Estado peninsular, Es indudable que el Bloque Ibérico fue uno de los instrumentos que facilitaron la neutralidad de España durante la segunda guerra mundial y, en la hora del aislamiento postbélico, fue el más firme y eficaz punto de apoyo de la acción diplomática de España en el mundo. El Pacto de 1939 marca, además, una fecha decisiva en la aproximación hispano-portuguesa sin ninguna de las reservas que se interpusieron en el pasado entres estos dos países. Desde su firma ha constituido el más sólido pilar de la política exterior de España.

El otro gran pilar es la Comunidad Hispánica de Naciones, una entidad que no tiene una base jurídica y contractual, sino espiritual, y que está integrada por el conjunto de pueblos nacidos de la obra repobladora y civilizadora de España en Asia y América y a los que une la hermandad racial, una historia paralela y una común concepción cristiana del mundo. A raíz que, por iniciativa soviética, se había condenado a España, dificultaron el abastecimiento nacional. El 30 de octubre de 1946 la solidaridad hispánica se hizo patente en el ya citado Convenio comercial por el de la emancipación americana, prácticamente consumada en 1824, comenzó un período de tensión entre la metrópoli y los antiguos territorios ultramarinos, sólo disipada cuando hacia la segunda mitad del siglo XIX empezaron a ser suscritos los tratados de reconocimiento y amistad con las nuevas repúblicas. Pero hasta que se produjo la crisis de 1898 y desaparecieron los últimos vestigios del pasado imperial no empezó a madurar una auténtica política de fraternidad hispánica. El dictador Primo de Rivera fue un adalid de esta aproximación, de la que fue símbolo la Exposición Ibero-Americana de Sevilla en 1929. Pero es en 1941 cuando la creación del Consejo de la Hispanidad, transformado el 31 de diciembre de 1945 en Instituto de Cultura Hispánica, señala el comienzo de una política sistemática de estrechamiento de los vínculos hispánicos.

Las malas cosechas, el cierre de la frontera pirenaica, y el ostracismo diplomático y comercial a que, por iniciativa soviética, se había condenado a España, dificulta-ron el abastecimiento nacional. El 30 de octubre de 1946 la solidaridad hispánica se hizo patente en el ya citado Convenio comercial por el que Argentina concedía a España un crédito extraordinariamente favorable para adquirir 400.000 toneladas de trigo, 120.000 de maíz y otros productos, Una gran muchedumbre se congregó en la madrileña plaza de Alonso-Martínez para expresar su gratitud ante la embajada de la fraternidad república, El pleno entendimiento duró cuatro años, o sea, hasta que Argentina exigió que se aplicara el patrón oro a las transacciones, En esta decisión intervinieron el déficit de la balanza de pagos argentina y un enfrentamiento personal del embajador Areilza con el Presidente Perón y su esposa Eva, Un nuevo convenio, bastante oneroso para España, se firmó el 30 de marzo de 1949, El subsiguiente relevo del embajador no bastó para restablecer la cordialidad y, como el cerco internacional ya se había relajado, España pudo acudir al mercado mundial de cereales.

Todo el continente americano se va poblando de Institutos de Cultura asociados al de Madrid y se firman tratados de amistad con El Salvador (19-11-52), Bolivia (18-VIII-49), Paraguay (12-X-49), Filipinas (27-IX-47), República Dominicana (10-XI-52), Costa Rica (9-1-53), Panamá (18-111-53) y Haití (25-V-54); tratados culturales con Colombia (11-IV-53), República Dominicana (27-1-53), Ecuador (5-V-53), Honduras (12-VI-57) y Brasil (25-VI-60); tratados de migración y seguridad social con Chile (7-VI-61), Argentina (8-VII-60) y Ecuador (1-IV-60); y tratados de doble nacionalidad que llevan hasta los últimos límites jurídicos de fraternidad hispánica, con Chile (24-V-58), Perú (16-V-59) y Paraguay (25-VI-59), además de un considerable número de acuerdos comerciales y de pagos. No menos significativos son los intercambios de visitas, El 7 de junio de 1943 llega a España la esposa del Presidente argentino, Eva Duarte; el 18 de abril de 1953, Arias, Vicepresidente del Panamá; el 2 de junio de 1954, el Generalísimo Trujillo; el 20 de enero de 1956, Kubitschek, Presidente del Brasil; y el 7 de julio de 1960, Frondizi, Presidente de la Argentina; además de la mayoría de los cancilleres hispano-americanos, a cuyas visitas respondieron las de Martín Artajo a América y Filipinas en 1953, la de Alberto Ullastres, Ministro de Comercio, a América del Sur en junio de 1961, y la de López-Bravo en 1972.

La amistad hispánica ha tenido una repercusión muy considerable en los Organismos internacionales en donde la Comunidad Hispánica de Naciones, salvo excepciones contadas, ha votado en bloque las resoluciones de interés común, Durante la discusión del caso español en las Naciones Unidas, los seis primeros votos a favor de España en 1946 fueron los de Argentina, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador y Perú, a los que se unieron en 1947 Brasil, Filipinas, Honduras y Nicaragua, y a partir de 1948 dan su voz a España prácticamente todas las Delegaciones hispánicas en la ONU, salvo Guatemala, Cuba, Méjico y Uruguay. La rehabilitación internacional de España se debió en gran medida a la eficaz acción diplomática de las repúblicas hispánicas en las instancias supranacionales.

La fraternidad hispánica no es sólo uno de los puntos cardinales de la política exterior española del último cuarto de siglo, sino que es, además, una de las mas ‘firmes exigencias espirituales y geopolíticas de la vida de las naciones que se extienden por la ruta colonizadora de los descubridores. Y toda la acción diplomática de España está inicialmente condicionada por su peculiar condición de ser el único Estado europeo de la Comunidad Hispánica de Naciones, hecho que sólo tiene el paralelo de Inglaterra en relación con la Commonwealth.

7. La amistad hispano-árabe y la política marroquí

Desde la Prehistoria, el Estrecho de Gibraltar no ha servido de foso, sino de paso obligado a las migraciones de pueblos y al intercambio comercial y cultural. Hasta el siglo XV es el Islam quien afirma su presencia en la Península; pero a partir de entonces son los pueblos ibéricos los que asumen una función civilizadora en el norte de África, La acción diplomática de España en la zona norteafricana tiene un aspecto genérico que es la amistad hispano-árabe y otro concreto que es la cuestión de Marruecos.

La política de aproximación hispano-árabe requería dos condiciones, que no se dieron hasta el segundo tercio del siglo XX: relajación de la tensión hispano-marroquí e independencia de las naciones norteafricanas y del Oriente Medio. El fin del régimen colonial en la cuenca mediterránea y la voluntad árabe de presencia internacional coincidieron con el bloqueo diplomático de España, nación apenas sin contenciosos en el área islámica y que tenía más títulos históricos que ninguna otra de Europa para gozar de la simpatía árabe, Desde el final de la segunda guerra mundial la acción diplomática de España estuvo siempre al lado de los nuevos Estados islámicos. Las representaciones se elevaron a Embajadas, Madrid acogió a Abdullah de Jordania, a Abdul Ilah del Irak, a Ibn Saud de Arabia, el rey de Libia, a Mohamed V, al Presidente Burguiba, al Sha de Persia, a Hussein de Jordania, al Presidente Chamoun del Líbano y al Presidente Nasser de la R.A.U. Y en las asambleas internacionales, árabes e hispanos se prestaron mutuo apoyo. En los debates de las Naciones Unidas sobre el caso español, y singularmente en las críticas votaciones de 16 de mayo de 1949 y de 4 de noviembre de 1950, los delegados árabes se pronunciaron en bloque y sin una sola excepción a favor de la revocación del ostracismo diplomático de España. Y la situación se repitió en los demás Organismos internaciones, empezando por la UNESCO, en cuya asamblea de Nueva Delhi en 1956 eligió casi por unanimidad para el Consejo Ejecutivo al delegado español, apoyado por el bloque afro-asiático. Para intensificar la aproximación espiritual hispano-árabe se creó y organizó el 11 de agosto de 1954 el Instituto Hispano-Árabe de Cultura, que ha realizado una importante labor de intelectual.

Cuando en 1958 alcanzó su punto culminante la crisis de los regímenes tradicionales en el Oriente Medio —consolidación de Nasser, revolución de Bagdad y desembarco angloamericano en Jordania y El Líbano—, Franco fue el único Jefe de Estado europeo que, en su declaración de 27 de julio de 1958, se ratificó en las tesis auto deterministas y en la amistad con los pueblos islámicos y, al censurar los errores cometidos por las antiguas metrópolis, pidió un acercamiento inteligente de las grandes potencias a los nuevos Estados árabes, Poco tiempo después, una buena parte del mundo iba a seguir esta consigna precursora, en su día tan discutida, con lo que una vez más se ponía de manifiesto el carácter vanguardista de la política exterior de España en el Islam.

La rúbrica de una sostenida política de fraternidad hispano-árabe la han ido constituyendo los viajes de los Ministros españoles de Asuntos Exteriores. El 4 de abril de 1952, Martín Artajo despejaba de Madrid rumbo al Oriente Medio y durante veinticinco días no cesó de entrevistarse con los dirigentes de los Estados árabes, firmando acuerdos culturales y de amistad en El Cairo (26-IV-52) y en Da-masco (18-IV-52), Anteriormente, España había suscrito además tratados de amistad con Líbano (6-V-50), Irak (3-IX-51) y Yemen (19-V-52), El 14 de enero de 1959, Castiella se trasladó a Egipto para entrevistarse con el Ministro de Asuntos Exteriores y con el Presidente de la R.A.U. A su regreso se detuvo en Beirut para cambiar impresiones con el Ministro de Asuntos Exteriores libanés. España, en suma, no sólo es el único país mediterráneo contra el que no albergan ningún resentimiento los pueblos árabes, sino que es, además, el único que por su posición geográfica y por los vínculos históricos que !e ligan al Islam puede cumplir con eficacia una función mediadora entre Oriente y Occidente.

Durante la primera guerra mundial, el estratégico enclave tangerino cayó bajo la influencia aliada. A instancias de Francia e Inglaterra, el Sultán expulsó a los representantes diplomáticos y a los súbditos de los Imperios Centrales. El Estatuto Internacional de Tánger de 1923, modificado en 1928, era sin duda incapaz de garantizar la neutralidad de la ciudad y su con-torno en la segunda guerra mundial: Esta fue la razón que llevó a España a permitir la ocupación de Tánger por tropas jalifianas el 14 de 1940. El comunicado oficial español de aquella fecha era tajante. «Con objeto de garantizar la neutralidad de la zona y ciudad de Tánger, el Gobierno español ha resuelto encargarse provisionalmente de los servicios de vigilancia, policía y seguridad». La labor llevada a cabo en Tánger durante el período de administración española es innegable y gracias a ella los tangerinos escaparon a los avatares del conflicto. Pero al producirse la victoria aliada, en una hora de general hostilidad hacia el régimen español, se convocó en París una Conferencia en la que estuvieron representados Francia, Estados Unidos, Inglaterra y la URSS, y en la que se elaboró el acuerdo franco-británico de 31 de agosto de 1945 sobre Tánger. España protestó contra el hecho mismo de la Conferencia, a lo que no había sido invitada, y contra los acuerdos en los que se desconocían sus derechos, mediante la Nota de 12 de septiembre de 1945, que cayó en el vacío. Marginada España casi totalmente de la administración tangerina, se produjeron los incidentes callejeros del 29 y 30 de marzo de 1952, que fueron reprimidos de modo sangriento por la Policía franco-belga, lo que creó una difícil situación general. España pidió entonces la caducidad de los acuerdos de 1945 y la vuelta al régimen estatutario con las modificaciones que fuese preciso introducir. Este fue el espíritu de las Notas de 7 y 21 de abril de 1952. Se iniciaron entonces unas negociaciones entre los países signatarios del Acta de Algeciras, que condujeron a los Acuerdos de 10 de noviembre de 1952, integrados por un Protocolo modificativo del acuerdo franco-británico, un Convenio sobre la nueva jurisdicción internacional y los Reglamentos de la policía general y de la especial. En estos Acuerdos, España, que reforzó su posición, obtuvo un nuevo Magistrado y la Jefatura de la policía especial. Pero toda la compleja estructura de la administración internacional tangerina perdería su razón de ser al proclamarse en 1956 la independencia del Reino de Marruecos.

El régimen del Protectorado español en el Norte de Marruecos estaba regulado por el Convenio hispano-francés de 27 de noviembre de 1912. Un Acuerdo complementario de 25 de julio de 1925 delimitó las fronteras de las zonas francesas y españolas; pero a partir de 1945, y salvo breves paréntesis, Francia actuó de modo unilateral en el Norte de África. Una mezcla de complejo de superioridad y de extraño resentimiento antiespañol llevó a Francia hasta el extremo de destronar unilateralmente al Sultán, Mohamed Ben Yusef, el 20 de agosto de 1953, y a instalar en el trono al anciano Ben Arafa. Esta decisión, adoptada sin contar con España, fue pésimamente acogida por la opinión marroquí y creó un clima de tensión y de inestabilidad insostenibles. España no reconoció al nuevo monarca. Ben Arafa hubo de abandonar Rabat, y el día 30 de octubre de 1955 renunció a sus derechos Entretanto hubo de constituirse un Consejo de la Corona que asumió los poderes. Final-mente, el 5 de noviembre, Francia se vio obligada a la humillante determinación de restablecer en el trono de Marruecos a Mohamed. Un decreto-ley de 28 de enero de 1956 autorizó al Alto Comisario de España a preparar la independencia de la Zona norte: Perdidos el prestigio y la autoridad franceses, su Protectorado carecía ya de todo sentido, y el 2 de marzo de 1956 se firmó en París la Declaración y protocolo por el que Francia daba por caducado el Tratado de Fez de 30 de marzo de 1912 y reconocía la independencia de Marruecos dentro de la interdependencia de Francia. El 4 de abril, Mohamed V, que asumió el título de Rey de Marruecos, llegó a Madrid y, después de tres días de conversaciones, se firmó el Protocolo de 7 de abril de 1956, por el que España reconocía la invalidez del Convenio de Madrid de 27 de noviembre de 1912 y proclamaba la independencia de Marruecos. Progresivamente se fue transfiriendo al Gobierno de Rabat la jurisdicción sobre la zona norte, y el 1 de abril de 1958, en la entrevista de Cintra, los Ministros de Asuntos Exteriores español y marroquí acordaron la entrega de la zona sur del Protectorado español, al norte de Río de Oro. Con ello quedó consuma-da la independencia del Reino de Marruecos, realizada de modo esporádico, irregular y en parte precipitado a causa de la voluntad francesa de actuar contra el espíritu de los Tratados y al margen de la otra nación coprotectora España.

Desde la independencia, Marruecos no cesó de plantear problemas a España por incumplimiento de sus compromisos: no pagaba la deuda que se fijó en niveles mínimos, extendió las aguas territoriales y suspendió los acuerdos de pesca, creó una especie de impuesto mafioso sobre los pescadores españoles, privó de sus puestos de trabajo y aun expulsó a ciudadanos españoles, nacionalizó empresas y no respetó las propiedades de los españoles, bloqueó las importaciones de España y, finalmente, acudió a la violencia encubierta en el enclave español de Ifni y en el territorio meridional de Río de Oro. Todo ello, en medio de declaraciones retóricas de amistad y de acuerdos que eran incumplidos sistemática e inmediatamente. Resucitaba el «estilo moro» que España había padecido hasta la pacificación del Protectorado por Primo de Rivera y que Franco vivió tan de cerca. Y se convirtió en el «vecino incómodo».

8. Nacionalcatolicismo, Concordato y enfrentamiento

La primera reacción pontificia ante la guerra de España fue la alocución pronunciada por Pío XI el 14 de septiembre de 1936, en Castelgandolfo, ante numerosos religiosos y seglares españoles refugiados en Italia y encabezados por los obispos de Urgel, Vich, Tortosa y Cartagena que habían lo-grado huir de sus respectivas diócesis, dominadas por el Gobierno de Madrid. En aquella ocasión el Papa describió así la zona republicana: «Todo ha sido asaltado, arruinado y destruido de la manera mas vil y mas bárbara. Dentro de un desorden sin freno, como jamás se ha visto, se han manifestado fuerzas tan salvajes y crueles que no se pregunta si ellas son compatibles no ya con la dignidad humana, sino con la simple naturaleza humana». Era el testimonio que le habían trasmitido aquéllos que, como les dijo el Pontífice, «habéis venido para contarnos las grandes tribulaciones por las que habéis pasado… habéis sido buscados para ser conducidos a la muerte».

La primera declaración solemne de la jerarquía eclesiástica española fue la pastoral del Cardenal Primado Isidro Gomá, titulada El caso de España y fechada el 23 de noviembre de 1936 en Pamplona a donde se había retirado. Entonces definió la contienda civil como «la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra ese otro espíritu, si espíritu puede llamarse… del materialismo marxista». Y añadió acerca del primero: «espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica». El 30 de enero de 1937 hizo pública la pastoral La cuaresma de España en la que calificó la guerra como «epopeya que el espíritu nacional es cribe con la profesión valiente de su fe y, con el valor de sus armas»; pidió oraciones «por España cuya suerte está confiada a nuestros soldados»; y anatematizó: «para el soviético no puede haber en España sino guerra hasta el exterminio». Seis meses después, aparecía la ya citada Carta colectiva del Episcopado cuya redacción autorizó desde Roma el 10 de marzo de 1937 el cardenal Pacelli, entonces Secretario de Estado y futuro Pío XII. Pocos días después, en su encíclica Divini Redemptoris de 19 de marzo de 1937. Pío XI insistía: «en nuestra queridísima España el azote comunista no ha tenido aún tiempo de hacer sentir todos los efectos de sus teorías, y se ha desquitado desencadenándose con una violencia furibunda».

Esta identificación de la Iglesia con los nacionales que la defendían cristalizó, el 19 de diciembre de 1936, en la designación de un representante oficioso de la Santa Sede ante el Gobierno de Burgos en la persona del cardenal Gomá a quien se le encargó que dijera al general Franco «que todas las simpatías del Vaticano están con él y que le desean los máximos y rápidos triunfos». El 27 de julio de 1937 entraba en España un nuevo encargado de negocios de la Santa Sede, Mons. Antoniutti, hasta entonces delegado apostólico en Albania. El 24 de junio de 1938 Mons. Cicognani, que venía de desempeñar la nunciatura en Viena, presentaba sus cartas credenciales a Franco. Era el pleno reconocimiento de la legitimidad moral del nuevo Estado español.

La colaboración entre el poder eclesiástico y el civil fue estrechísima. En su pastoral de 30 de enero, Gomá había dicho: «por el bien de España, hay que decir a los que la rigen, ¡Gobernantes, haced catolicismo a velas desplegadas!» Y así fue: se derogó la ley de matrimonio civil obligatorio (28-VI-32) y la de divorcio (29-IX-39), y se restableció la Compañía de Jesús (3-V-38) y la dotación presupuestaria para el clero (9-XI-39). El 16 de abril de 1939, el nuevo Papa, Pío XII dirigió a España el mensaje Con inmenso gozo, expresando su alegría por el triunfo nacional, y proponiendo «los principios inculcados por la Iglesia y proclamando con tanta nobleza por el Generalísimo».

Entre 1936 y 1966 transcurren tres décadas que, con intención peyorativa, se han denominado las del «nacionalcatolicismo». Fue, efectivamente, un período de nacionalismo católico, aunque no de catolicismo nacionalista lo cual es algo enteramente diverso. La Iglesia respaldó plenamente el nuevo Estado, y éste se declaró confesional y actuó de acuerdo con el magisterio pontificio. Franco manifestó en noviembre de 1937 a una agencia internacional de noticias: «Nuestro Estado ha de ser un Estado católico en lo social y en lo espiritual porque católica ha sido, es y será la verdadera España». Y cuando, consolidado el régimen, se elevó, el 17 de mayo de 1958, al rango de norma constitucional suprema e «inalterable» la Ley de Principios Fundamentales, el segundo de dichos principios establecía: «La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación». Y a este efecto, representante de la Jerarquía eclesiástica fueron llevados a las Cortes y constantemente consultados. Por ejemplo, el proyecto constitucional de Arrese fue retirado porque, en diciembre de 1956, los tres cardenales españoles así se lo pidieron a Franco.

La principal cuestión era el establecimiento de las normas reguladoras de la relaciones entre la Iglesia y el Estado. Al advenimiento de la segunda República en 1931, el Concordato vigente era el de 1851, con su Convenio Adicional de 1859. La legislación republicana en materia de divorcio vincular y congregaciones religiosas supuso una denuncia tácita del Concordato de 1851, lo que obligó al Gobierno a pensar en la necesidad de negociar un modus vivendi con la Santa Sede, al que no se pudo llegar. Este conjunto de supuestos exigía al nuevo Estado español la gestión de un Concordato adaptado a las circunstancias. La guerra mundial fue un obstáculo decisivo en las negociaciones. Por eso no se llegó a una solución de principio nada más que sobre una cuestión de tanta urgencia como es la de la provisión de las numerosas sedes vacantes. El compromiso se concretó en el Acuerdo sobre el modo de ejercicio del privilegio de presentación suscrito en Madrid el 7 de junio de 1941. Restablecida la paz en Europa, el Gobierno español volvió a insistir cerca de la Santa Sede y, dada la complejidad de las cuestiones pendientes, se prefirió seguir el método de su resolución parcial y por etapas. Siguiendo este criterio, se firmó el 16 de julio de 1946 el Acuerdo para la provisión de beneficios no consistoriales; el 8 de diciembre del mismo año, el Acuerdo sobre Seminarios y Universidades de estudios eclesiásticos. El 7 de abril de 1947, accediendo a una petición española, Su Santidad el Papa dictó el Motu Propio sobre el establecimiento del Tribunal de la Rota. El 5 de agosto de 1950 se firmaba en el Vaticano el Acuerdo sobre la jurisdicción castrense y asistencia religiosa de las Fuerzas Armadas. Y, finalmente, Pío XII publicó el 5 de agosto de 1953 la Bula Hispaniarum Fidelitas, otorgando privilegios especia-les al Jefe del Estado español.

Esta serie de convenios preparó la firma del Concordato, que tuvo lugar el 17 de agosto de 1953 en la Ciudad del Vaticano. Consta de 36 artículos y de un Protocolo final en el que se contienen declaraciones adicionales en relación con cinco artículos concordatarios. Los anteriores Concordatos firmados por España con la Santa Sede habían sido fórmulas de compromiso a las que se había llegado tras un largo regateo entre los plenipotenciarios, como es habitual en los armisticios. El nuevo Concordato según el Ministro que lo firmó, «es la sistematización jurídica de un régimen casi ideal de relaciones entre la Iglesia y el Estado». Para los regalistas, empeñados en la afirmación de los derechos del poder civil en la vida de las iglesias nacionales, el Concordato de 1953 era de una excesiva generosidad. El artículo II faculta a la Santa Sede para promulgar y publicar libremente en España cualquier disposición relativa al gobierno de la Iglesia; en el IX, el Estado se compromete a proveer a las necesidades económicas de las diócesis que en el futuro se erijan; en el XI se obliga a mantener las dotaciones asignadas a las parroquias, lo mismo cuando están vacantes que cuando se agrupen por decisión eclesiásticas; en el XIV se exceptúa a los clérigos y religiosos del deber de asumir cargos públicos; en el XV se les libera de servicio militar; y en el XVI se les exime de la jurisdicción ordinaria en determinadas circunstancias. En el artículo XIX se ratifican los compromisos económicos del Estado para con el clero; en el XX se consigna la exención de impuestos y contribuciones de todo tipo; en el XXII se garantiza la inviolabilidad de las iglesias y lugares sagrados; en el XXIV se reconoce la exclusiva competencia de los Tribunales eclesiásticos en las causas relativas a la nulidad de matrimonio y separación de los cónyuges; en el XXVII, el Estado garantiza la enseñanza de la religión católica; en el XXXI se faculta a la Iglesia para organizar y dirigir escuelas públicas de cualquier orden y grado; y en el XXXIV se autoriza el libre funcionamiento de las Asociaciones de Acción Católica bajo la dependencia de la jerarquía eclesiástica. El espíritu de este Concordato es, en suma, la aceptación integral de las tesis canónicas de la Iglesia.

Pero el Concordato de 1953, al propio tiempo que creaba las normas reguladores de las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico en materia mixta, tenía un alcance estrictamente político; era el solemne y definitivo respaldo de la legitimidad de origen y de ejercicio del Estado español; era la proclamación de una concordia plena entre dos soberanías, una de las cuales, con su suprema autoridad moral, confirmaba la rehabilitación internacional del Estado español. El hecho no solo era decisivo para los católicos de todo el mundo, sino también para los estadistas más fríamente empíricos.

El Concilio Vaticano II, en el que prevaleció si no la letra, sí el espíritu del progresismo centroeuropeo, marcó un histórico punto de inflexión en la trayectoria de la Iglesia. El cardenal Ratzinger ha valorado negativamente los resultados postconciliares, y los hechos le dan, hasta ahora, la razón. De regreso de Roma, el episcopado español inició ambigua y tímidamente el despegue del régimen con la declaración colectiva La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio de 19 de junio de 1966. Por entonces se habían producido serios incidentes eclesiales en Barcelona. A principios de 1967, circuló un Manifiesto de clérigos progresistas que constaba de 30 puntostyle=”text-align: justify;”>Entre 1936 y 1966 transcurren tres décadas que, con intención peyorativa, se han denominado las del «nacionalcatolicismo». Fue, efectivamente, un período de nacionalismo católico, aunque no de catolicismo nacionalista lo cual es algo enteramente diverso. La Iglesia respaldó plenamente el nuevo Estado, y éste se declaró confesional y actuó de acuerdo con el magisterio pontificio. Franco manifestó en noviembre de 1937 a una agencia internacional de noticias: «Nuestro Estado ha de ser un Estado católico en lo social y en lo espiritual porque católica ha sido, es y será la verdadera España». Y cuando, consolidado el régimen, se elevó, el 17 de mayo de 1958, al rango de norma constitucional suprema e «inalterable» la Ley de Principios Fundamentales, el segundo de dichos principios establecía: «La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación». Y a este efecto, representante de la Jerarquía eclesiástica fueron llevados a las Cortes y constantemente consultados. Por ejemplo, el proyecto constitucional de Arrese fue retirado porque, en diciembre de 1956, los tres cardenales españoles así se lo pidieron a Franco.

La principal cuestión era el establecimiento de las normas reguladoras de la relaciones entre la Iglesia y el Estado. Al advenimiento de la segunda República en 1931, el Concordato vigente era el de 1851, con su Convenio Adicional de 1859. La legislación republicana en materia de divorcio vincular y congregaciones religiosas supuso una denuncia tácita del Concordato de 1851, lo que obligó al Gobierno a pensar en la necesidad de negociar un modus vivendi con la Santa Sede, al que no se pudo llegar. Este conjunto de supuestos exigía al nuevo Estado español la gestión de un Concordato adaptado a las circunstancias. La guerra mundial fue un obstáculo decisivo en las negociaciones. Por eso no se llegó a una solución de principio nada más que sobre una cuestión de tanta urgencia como es la de la provisión de las numerosas sedes vacantes. El compromiso se concretó en el Acuerdo sobre el modo de ejercicio del privilegio de presentación suscrito en Madrid el 7 de junio de 1941. Restablecida la paz en Europa, el Gobierno español volvió a insistir cerca de la Santa Sede y, dada la complejidad de las cuestiones pendientes, se prefirió seguir el método de su resolución parcial y por etapas. Siguiendo este criterio, se firmó el 16 de julio de 1946 el Acuerdo para la provisión de beneficios no consistoriales; el 8 de diciembre del mismo año, el Acuerdo sobre Seminarios y Universidades de estudios eclesiásticos. El 7 de abril de 1947, accediendo a una petición española, Su Santidad el Papa dictó el Motu Propio sobre el establecimiento del Tribunal de la Rota. El 5 de agosto de 1950 se firmaba en el Vaticano el Acuerdo sobre la jurisdicción castrense y asistencia religiosa de las Fuerzas Armadas. Y, finalmente, Pío XII publicó el 5 de agosto de 1953 la Bula Hispaniarum Fidelitas, otorgando privilegios especia-les al Jefe del Estado español.

Esta serie de convenios preparó la firma del Concordato, que tuvo lugar el 17 de agosto de 1953 en la Ciudad del Vaticano. Consta de 36 artículos y de un Protocolo final en el que se contienen declaraciones adicionales en relación con cinco artículos concordatarios. Los anteriores Concordatos firmados por España con la Santa Sede habían sido fórmulas de compromiso a las que se había llegado tras un largo regateo entre los plenipotenciarios, como es habitual en los armisticios. El nuevo Concordato según el Ministro que lo firmó, «es la sistematización jurídica de un régimen casi ideal de relaciones entre la Iglesia y el Estado». Para los regalistas, empeñados en la afirmación de los derechos del poder civil en la vida de las iglesias nacionales, el Concordato de 1953 era de una excesiva generosidad. El artículo II faculta a la Santa Sede para promulgar y publicar libremente en España cualquier disposición relativa al gobierno de la Iglesia; en el IX, el Estado se compromete a proveer a las necesidades económicas de las diócesis que en el futuro se erijan; en el XI se obliga a mantener las dotaciones asignadas a las parroquias, lo mismo cuando están vacantes que cuando se agrupen por decisión eclesiásticas; en el XIV se exceptúa a los clérigos y religiosos del deber de asumir cargos públicos; en el XV se les libera de servicio militar; y en el XVI se les exime de la jurisdicción ordinaria en determinadas circunstancias. En el artículo XIX se ratifican los compromisos económicos del Estado para con el clero; en el XX se consigna la exención de impuestos y contribuciones de todo tipo; en el XXII se garantiza la inviolabilidad de las iglesias y lugares sagrados; en el XXIV se reconoce la exclusiva competencia de los Tribunales eclesiásticos en las causas relativas a la nulidad de matrimonio y separación de los cónyuges; en el XXVII, el Estado garantiza la enseñanza de la religión católica; en el XXXI se faculta a la Iglesia para organizar y dirigir escuelas públicas de cualquier orden y grado; y en el XXXIV se autoriza el libre funcionamiento de las Asociaciones de Acción Católica bajo la dependencia de la jerarquía eclesiástica. El espíritu de este Concordato es, en suma, la aceptación integral de las tesis canónicas de la Iglesia.

Pero el Concordato de 1953, al propio tiempo que creaba las normas reguladores de las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico en materia mixta, tenía un alcance estrictamente político; era el solemne y definitivo respaldo de la legitimidad de origen y de ejercicio del Estado español; era la proclamación de una concordia plena entre dos soberanías, una de las cuales, con su suprema autoridad moral, confirmaba la rehabilitación internacional del Estado español. El hecho no solo era decisivo para los católicos de todo el mundo, sino también para los estadistas más fríamente empíricos.

El Concilio Vaticano II, en el que prevaleció si no la letra, sí el espíritu del progresismo centroeuropeo, marcó un histórico punto de inflexión en la trayectoria de la Iglesia. El cardenal Ratzinger ha valorado negativamente los resultados postconciliares, y los hechos le dan, hasta ahora, la razón. De regreso de Roma, el episcopado español inició ambigua y tímidamente el despegue del régimen con la declaración colectiva La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio de 19 de junio de 1966. Por entonces se habían producido serios incidentes eclesiales en Barcelona. A principios de 1967, circuló un Manifiesto de clérigos progresistas que constaba de 30 puntos; el decimocuarto exigía que el Estado dejara de ser confesional.

El 21 de junio el cardenal Montini, que sostenía una especie de clandestina guerrilla personal con el General Franco, fue elegido papa Pablo VI. Su pontificado registraría, por lo menos en España, una profundísima crisis pastoral y uno de los mas extensos procesos de descristianización colectiva. Su nuncio Riberi y, sobre todo, Dadaglio, nombrado en 1967, se encargaron, como escribe el máximo historiador de la época, Luis Suárez, de «fomentar acciones contra el régimen designando obispos cuya principal cualidad fuese la de una actitud crítica hacia el Estado». Con el nuevo pontífice y sus nuncios, las relaciones se fueron deteriorando lenta e ininterrumpidamente. Crecieron las dificultades para cubrir las sedes vacantes, y Dadaglio, un diplomático de suma doblez que fue cesado por Juan Pablo II sin promoverlo automáticamente al cardenalato, utilizó por sistema el portillo de los obispos auxiliares para elevar hasta el episcopado a los no gratos al Gobierno español. Salvo raras excepciones, tales pastores demostraron que no eran los más capacitados, pues en sus diócesis se cerraban los seminarios, renunciaban a los hábitos centenares de religiosos y sacerdotes, se quebraba la disciplina eclesiástica tanto en materia de fe como de costumbres, y se descatolizaba el pueblo.

El 29 de abril de 1969, Pablo VI dirigió a Franco una carta en la que le pedía que España renunciase, pura y simplemente, al derecho de presentación de los obispos. Franco en su contestación, entregada personalmente por el embajador al Papa el 28 de julio, señaló que desde el Acuerdo de 7 de junio de 1941 incorporado al vigente Concordato de 17 de agosto de 1953, tal derecho se había reducido a una negociación y propuso «una revisión de todos los privilegios de ambas potestades dentro del espíritu de la Constitución conciliar Gaudium et Spes». En suma, ofrecía una negociación parcial o total del Concordato. En términos un tanto ásperos, Pablo VI contestó en el acto al embajador descartando la negociación concordataria y requiriendo la unilateral renuncia. Ante la firmeza de la posición española y después de múltiples conversaciones, la Santa Sede aceptó la fórmula de la negociación global y, en cruce de cartas entre el Ministro López-Rodó y el Secretario de Estado Villot, se concretaron los puntos que serían objeto de revisión. El asesinato del almirante Carrero Blanco y el relevo de Gobierno aplazaron las negociaciones proyectadas, y el cambio de régimen las frustró definitivamente. El Estado de la II Restauración renunció, sin contrapartida alguna, al secular derecho de presentación. Hoy es difícil determinar qué cláusulas del Concordato están en vigor, y las relaciones entre la Iglesia y el Estado discurren mas por vías de facto que de jure.

El momento de mayor tensión coincidió con la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes, celebrada en Madrid entre el 13 y 18 de septiembre de 1971, con la participación de dos centenares de clérigos, en su mayoría más preocupados por la política que por la piedad. Una de las resoluciones fue «pedir perdón» por la pasada adhesión de la Iglesia al Estado nacional. No se habló de la complicidad de algunos sacerdotes vascos con la República que llevó a término la persecución religiosa. También se propuso que se prohibiera a los sacerdotes que asistieron a ceremonias oficiales. Pero lo verdaderamente grave fue que, a pesar de que la Sagrada Congregación del Clero valoró muy negativamente la Asamblea conjunta, el pleno de la Conferencia Episcopal española reafirmó el 11 de marzo de 1972 su decisión de «llevar a la práctica en el plano nacional las conclusiones de la Asamblea conjunta». En cambio, la misma Conferencia Episcopal, el 14 de septiembre de 1972, se insolidario expresamente con las Jornadas sacerdotales de Zaragoza donde varios centenares de párrocos y religiosos pidieron una restauración de la ortodoxia y el respeto a la tradición evangélica. Pocos años después, la mayoría de los sacerdotes de la Asamblea se habían reducido al estado laical, mientras que los de Zaragoza perseveraban en su vocación. Plenamente respaldado por Pablo VI, el cardenal Tarancón, que aunque poco afortunado como pastor en su diócesis presidía la Conferencia Episcopal, acaudilló el enfrentamiento, siempre equívoco y solapado, con el Estado, y fue uno de los protagonistas del cambio constitucional que, a partir de 1975, sustituyó el Estado confesional de las Leyes Fundamentales por el Estado agnóstico del aborto, el divorcio, la pornografía, la estatalización de la enseñanza, y la utilización de los medios oficiales de comunicación para subvertir los valores de la ética cristiana. Este es un proceso que resulta muy difícil comprender, que alguien ha calificado de «harakiri» de la iglesia española, y que a Franco le pareció «una puñalada por la espalda». Lo cierto es que, a partir del final del Concilio Vaticano, salvo excepciones notorias, la Jerarquía española inició un giro que parecía conducir a una inversión de las alianzas; pero que desembocó en el aislamiento, y que evoluciona hacia el estado de sitio. Sin la actitud de la Jerarquía española los acontecimientos se habrían producido de muy distinta manera porque no es que la Iglesia se plegara oportunistamente a lo inevitable; es que contribuyó decisivamente a que se produjera bastante de lo evitable. Finalmente, el 28 de septiembre de 1978, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal hizo pública una Nota sobre el inminente referéndum constitucional en la que se decía: «Reconocemos en el proyecto unos valores intrínsecos junto al dato esperanzador de que sea fruto de un notable esfuerzo de colaboración y convivencia». Y se añadía que se trataba de una «decisión histórica en la que se aspira a establecer las bases de convivencia para todas las personas y pueblos de España». Esto se interpretó por la gran mayoría como una tácita invitación al pronunciamiento electoral afirmativo, si bien en otro lugar del equívoco texto se declaraba que «no se dan motivos determinantes para que indiquemos o prohibamos a los fieles una forma de voto determinada». La nota concluía expresando la esperanza, luego desmentida por los hechos, de que las futuras relaciones entre la sociedad civil y la eclesiástica se «desarrollen sin interferencia y en mutua concordia».

9. La descolonización

Al final de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos, impulsados por criterios básicamente ideológicos, desencadenaron un proceso mundial de descolonización que afectó a todos los imperios, principalmente al inglés, al francés y al holandés, aunque no al ruso. Es evidente que, a medio plazo, las consecuencias de la descolonización han sido negativas para una buena parte de las poblaciones afectadas que pasaron del protectorado europeo al caos o a la tiranía autóctona. También se frustró la ilusión norteamericana de que las nuevas naciones se adaptaran a la democracia de partidos.

a) España no se resistió al proceso descolonizador, si bien se incorporó a él después que otras naciones. El primer paso fue la concesión de la independencia a Marruecos el 7 de abril de 1956. El paso siguiente se dio en los territorios insulares y continentales del Golfo de Guinea, que habían sido declarados «no autónomos» por una resolución de la ONU de 11 de noviembre de 1960, y que apenas tenía interés económico para España. Los beneficios privados de la explotación del café, cacao y maderas no compensaban de los gastos públicos; en una palabra, Guinea costaba dinero a los españoles.

Decidida la independencia, las Cortes Españolas aprobaron el 14 de noviembre de 1963 una ley de bases para la autonomía que, sometida a referéndum del pueblo guineano fue aprobada el 1 de enero de 1964. Se celebraron elecciones municipales y provinciales y se constituyeron los órganos del Gobierno autonómico que fueron inspeccionados por una Subcomisión de la ONU que emitió un informe favorable. El 10 de octubre España anunció a la ONU la inmediata convocatoria de una Conferencia Constitucional la cual se reunió en Madrid para estudiar los términos de la transmisión de poderes y el texto de la futura Constitución. El nivel intelectual de los miembros africanos era muy bajo y, además, adolecían de profundas divisiones internas. En la primera ronda de sesiones, que se inició el 30 de octubre de 1967, el guineano Alfredo Jones, que era uno de los delegados más sensatos, pidió que la zona continental de-nominada Rio Muni, se separara de las islas encabezadas por la de Fernando Poo y que éstas permanecieran vinculadas a España. La propuesta no fue aceptada por lo que Jones se dirigió directamente al Jefe del Estado. Franco había decidido ya la descolonización y había delegado en el Ministro Castiella la instrumentación de los términos de la misma. Pero el Ministro y sus colaboradores lo que querían era liberar a España de sus responsabilidades en aquella zona lo antes posible, y actuaron con premura y sin la prudencia que requería la inmadurez del pueblo y de la clase dirigente guineana. La segunda ronda de sesiones de la Conferencia Constitucional se celebró entre el 17 de abril y el 6 de junio de 1968, y se configuró el nombre de Francisco Macías como el del futuro Presidente. Algún embajador había informado favorablemente acerca de su persona y por él se inclinó el equipo de Castiella.

España proclamó solemnemente, la independencia el 12 de octubre de 1968. El Presidente Macías resultó un psicópata que pronto desencadenó una persecución sangrienta contra sus adversarios y una política de amenazas y violencias contra los españoles que hubieran de ser evacuados bajo la protección de un barco de guerra. Tan pronto como las últimas tropas españolas abandonaron el territorio, Macías implantó una dictadura personal que aterrorizó a los habitantes y hundió económicamente al país. Las relaciones con España se hicieron muy tensas a pesar de la maternal tolerancia con que fueron contempladas durante los primeros años. Se organizó una ayuda económica y asistencia pedagógica y técnica; pero todo se diluía en la anarquía reinante, especialmente Fernando Poo. El dictador redoblaba sus exigencias y, al no considerarlas suficientemente atendidas, puso en práctica una operación de desespañolización y trató de entregarse, primero a Francia y, luego, a la URSS. Cayó muerto después de un golpe de Estado cuyos líderes se encontraron con un país deshecho. Sin duda, fue un error el apoyo que España prestó inicial-mente a Macías y que tuvo trágicas consecuencias para la población guineana. Desde el punto de vista formal la descolonización de Guinea fue impecable; pero desde el punto de vista real fue muy desafortunada. No se tuvo en cuenta las experiencias holandesas y francesas, algunas aun peores, como tampoco lo haría luego Portugal. Y las mismas equivocaciones produjeron análogos resultados. A pesar del tiempo transcurrido, Guinea no ha logrado la estabilidad política, y todavía no ha recuperado el nivel de vida que alcanzó en los últimos años de administración española. Es una demostración de que la política exterior no puede ser ideológica porque ha de ser pragmática.

b) Ifni y el Sahara español habían sido declarados territorios no autónomos por una resolución de la ONU de 21 de agosto de 1957, y la Organización instaba periódicamente a España a descolonizar, como luego lo haría con Gibraltar. España decidió aceptar los requerimientos de la ONU en Ifni; pero titubeó respecto al Sahara. Marruecos reclamó formalmente Ifni el 21 de agosto de 1957. Era un territorio de límites imprecisos, desértico, sólo parcialmente ocupado por España y que carecía de interés económico y estratégico, ni siquiera como punto de apoyo pes-quero. El valor de todas las propiedades españolas era de unos 500 millones de pesetas. La población española era de dos millares de personas. El Rey de Marruecos se lo pidió a Franco en la entrevista de 5 de junio de 1963 en Madrid, y posteriormente en la que tuvo lugar en la provincia de Córdoba durante una cacería, el 11 de febrero de 1965. Franco escribió al rey de Marruecos el 9 de septiembre de 1967 para comunicarle que España estaba dispuesta a ceder el enclave. Todo lo que se pedía a cambio era un tratado de pesca que, tras difíciles negociaciones, se firmó en Fez el 4 de enero de 1969. El 30 de junio, las últimas tropas españolas abandonaron Ifni que fue simultáneamente incorporado a Marruecos. Y, como resultaba ya normal en las relaciones con Marruecos, el Tratado de pes-ca se cumplió mal y por poco tiempo.

Sahara

c) El Sahara español tenía una superficie, toda ella desértica, equivalente a la mitad de la metrópoli. Las únicas riquezas naturales conocidas eran la pesca y los fosfatos de Bucrá, descubiertos y pues-tos en explotación por España, que había establecido derechos sobre el territorio ya en el siglo XV por ser las espaldas estratégicas del archipiélago canario. La población nómada no alcanzaba las treinta mil personas que jamás estuvieron bajo jurisdicción del sultán de Marruecos. La ONU lo declaró territorio no autónomo sujeto a descolonización, y España llegó a constituirlo en provincia cuyos diputados tenían su escaño en las Cortes. Poco después de la independencia, los políticos y la prensa marroquíes reivindicaron el territorio. También lo reclamó Mauritania, y Argelia pidió reiteradamente a España que no se la excluyera de cualquier negociación. Esta situación permitía a España actuar como árbitro; pero ello no resultó factible a causa de la debilidad de Mauritania, de la doblez de Argelia, y de la agresividad de Marruecos. Tampoco la fórmula de la in-dependencia, que era la preferida por la población autóctona, resultaba viable porque requeriría el respaldo internacional frente al expansionismo marroquí, y ni los vecinos estaban de acuerdo para garantizarlo, ni los Estados Unidos se manifestaron claramente a favor de la autonomía. Al final, se vio claro que Washington no se oponía a la anexión a su aliado marroquí, quizás como mal menor.

Hasta el último momento, España se no sitió a entregar el territorio a Marruecos, mas por respeto a la voluntad saharahui que por una motivación económica que era escasa. Y continuó la labor colonizadora: los famosos «pozos Franco» para el tránsito y el pastoreo, la factoría y el puerto de Bucrá, las instalaciones sanitarias y educativas, etc. Pero coincidiendo con la última enfermedad de Franco, y a pesar del dictamen del Tribunal Internacional de La Haya a favor de la autodeterminación (16-X-75), el rey de Marruecos ideó una invasión civil y relativamente pacífica del territorio, la llamada «marcha verde» que sorprendió al Gobierno español pues ni sus servicios de información milita ni los diplomáticos detectaron tal movilización masiva hasta el último momento; y si era conocida de los servicios franceses o norteamericanos estos lo ocultaron. Aunque condenada la marcha por el Consejo de Seguridad, las alternativas tácticas que se ofrecían a España eran la activa del rechazo por la fuerza de las armas, la relativamente pasiva de los campos de minas, o una retirada de tierra quemada que plantearíam a los invasores gravísimos problemas de aprovisionamiento. Pero ¿valía aquel trozo de Sáhara la vida de un soldado español y la consiguiente inestabilidad interna en la hora de la transición institucional? El Gobierno entendió que no, y se procedió a negociar con Marruecos la repatriación de las tropas españolas; en ningún caso una cesión. El acuerdo tiene la fecha del 14 de noviembre. De este modo, se pensaba la cuestión a las Naciones Unidas, a la OUA, y especialmente a los países limítrofes. Todos ellos han sido, hasta ahora, incapaces de llegar a una solución estable. Marruecos decidió repartirse el territorio con Mauritania; pero, luego, este país renunció a su zona. Los saharauis organizaron una guerrilla con el apoyo argelino, y Marruecos hubo de empezar a construir fortines, líneas de defensa y pistas para el despliegue de sus fuerzas de ocupación. Para Marruecos la aventura saharaui ha resultado muy onerosa y, a medio plazo, sin la menor contrapartida. Para la mayor parte de la población, la situación ha significado la vuelta al bandidaje, al constante riesgo y al primitivismo. Y para la comunidad internacional, que asistió impasible a la marcha verde, la ocupación marroquí ha significado la aparición en África de una nueva zona de inestabilidad. En resumen, otro fracaso de la política descolonizadora de la postguerra, si bien, en este caso, menos espectacular que otras a causa de la exiguidad demográfica de la población autóctona.

10. Las relaciones con los Estados Unidos

España fue la nación europea que ayudó más eficazmente a las colonias británicas del norte de América en el momento de su emancipación. Este hecho, unido a los inextinguibles recuerdos de la colonización castellana de los territorios meridionales y occidentales de los Estados Unidos, todavía hoy literalmente sembrados de topónimos españoles, suministraban una sólida base para la colaboración hispano-estadounidense. Desgraciadamente, se interpuso la cuestión cubana entre los dos países. Desde mediados del siglo XIX el Gobierno de Washington fijó sus ojos en nuestra provincia antillana. El descubrimiento del llamado «Manifiesto de Ostende» en 1854 puso definitivamente a la luz la hasta entonces más o menos clandestina voluntad norteamericana de hacerse con Ca Isla. A finales de siglo, fracasado el intento de compra, los Estados Unidos, aprovechando el incidente de la fortuita explosión del Maine, desencadenaron una guerra de agresión que terminó con la derrota de España. Este grave acontecimiento, que tan profundas alteraciones produjo en la vida española del siglo XX, tardó casi cincuenta años en ser superado. El ascenso de los Estados Unidos a la jefatura política del mundo occidental y la transformación del antiguo aislacionismo panamericanista de Monroe en un intervencionismo desinteresado, pero prácticamente mundial, colocaron a las relaciones hispanoamericanas en un plano que apenas tenía nada de común con el noventayochista. Como consecuencia de los acuerdos de Yalta, la decisión diplomática fundamental de los Estados se redujo a situarse en algún punto de la línea que separa a Washington de Moscú dividida en tres segmentos: satelitización, alianza o neutralidad. Como el occidentalismo de España era consustancial a la nación y al Estado, y como la tradicional hostilidad francesa y británica se había radicalizado bajo pretexto ideológicos, España no tenía mas opción que la alianza con la pode-rosa república norteamericana. Pero durante los dos mandatos de Truman, y especialmente durante el segundo, las relaciones tropezaron con la animadversión presidencial. Uno de los primeros éxitos del ex-Ministro Lequerica, destacado en Washington como Inspector de Embajadas, fue la resolución de 30 de marzo de 1948 por la que la Cámara de representantes, por 149 votos contra 52, extendió a España los beneficios del Plan Marshall; pero, al día siguiente, el Presidente interpuso su veto. El 1 de julio de 1949, el senador Mc. Carran presentó una enmienda que permitiría conceder 50 millones de ayuda a España. La Comisión del Senado la aprobó por once votos contra seis, y el Presidente la devolvió para nueva consideración. La Comisión reiteró su acuerdo por una mayoría más aplastante: doce votos contra tres; pero Truman utilizó su derecho de veto y no la firmó. Los esfuerzos de Lequerica se estrellaban contra el primer magistrado. Cada vez más irritado, el Presidente atacó extemporáneamente a España en unas declaraciones el 30 de enero de 1950 equiparándola al régimen soviético. Y, en vísperas de que la ONU revocara el acuerdo de retirada de embajadores, Truman, reacio a rectificar, anunció que, en cualquier caso, tardaría bastante tiempo en designar un plenipotenciario en Madrid. Pero, aislado en esta actitud antiespañola, de las Cámaras, del Departamento de Estado, del Pentágono y de las Naciones Unidas, Truman terminó capitulando y nombró un embajador el 7 de diciembre de 1950. Poco después, se obtenía el primer crédito —62,5 millones de dólares—del Impon Export Bank en Washington. La hostilidad había sido vencida. ¿Por qué tal animadversión? En parte por la influencia de asesores heredados del equipo izquierdista rooseveltiano, y en parte no menor por la filiación masónica del Presidente y su de-pendencia de la campaña antifranquista que por entonces llevaban a cabo las logias, estimuladas por los exiliados. También influyó la discriminación que en España padecían los protestantes a consecuencia de la intolerante actitud de la Iglesia y especialmente de la Jerarquía nacional y de la constante presión que ejercían sobre el poder civil, que era confesional.

Truman no cesó en su personal inquina hasta el final de su mandato, y todavía el 7 de febrero de 1952 declaraba a ja prensa: «No me gusta el general Franco. Para contrarrestar la hostilidad presidencial y de la parte del Departamento de Estado dominada por los filosoviéticos, la actitud española no fue la de acceder a las presiones para adaptar el Estado al modelo recomendado en Yalta y que se aplicó en el Este de Europa y en los jóvenes Estados nacidos de la descolonización y, sin ir mas lejos, en Cuba con desiguales resultados. La táctica española fue la de paciencia oficial y la de la actuación directa sobre ciertas fuerzas básicas de la sociedad estadounidense: el Pentágono, el Congreso, los católicos y los empresarios. A esta operación estructural añadió Lequerica un recurso habitual aunque poco utilizado por la diplomacia española: la compra de periodistas. El resulta-do fue que, finalmente, los Estados Unidos tomaron la iniciativa de solicitar una alianza con España. Como ha reconocido el historiador antifranquista Viñas, «Franco no se había movido hacia la montaña; ésta se desplazaba hacia él». Efectivamente, el 14 de marzo de 1951, el nuevo embajador esta-dounidense, Griffis, se entrevistó durante dos horas con el Jefe del Estado para sondearle acerca de la posible colaboración española a la defensa de Occidente. Franco re-chazó la incorporación a la NATO y se mostró propicio a un pacto bilateral con los Estados Unidos. El embajador aceptó el planteamiento y, a la salida de la audiencia, dijo al embajador Prat, que había servido de intérprete, que el hecho de que su país decidiera pactar con España sin previa consulta con Francia e Inglaterra «era una de las mayores victorias políticas del Generalísimo». No dijo una esta victoria era, sobre todo, la consecuencia de haber previsto la trágica situación mundial que se derivaría de las concesiones a Stalin en Yalta.

Para ampliar este acuerdo de principio, el almirante Sherman, Jefe de la VI Flota en el Mediterráneo, fue recibido por Franco el 16 de julio de 1951, y se decidió la iniciación de negociaciones. Para recoger datos vinieron a Madrid dos misiones norteamericanas, una económica presidida por el profesor Sufrin y otra militar encabezada por el general Spry. Ambas comisiones elevaron sus respectivos informes a Washington y transcurrieron unos meses sin que el Ministerio español de Asuntos Exteriores manifestase la mas mínima impaciencia. Fueron los norteamericanos los que volvieron a tomar la iniciativa y pidieron que se recibiese en España a las dos delegaciones negociadoras, una militar presidida por el general Kissner y otra económica dirigida por el experto Train. Sus homólogos españoles fueron el general Vigón y el ministro Arburúa, especialmente asistidos por el embajador Argüelles. Las negociaciones fueron lentas porque, como señaló la agencia internacional de noticias Associated Press, «Franco era reacio a ceder la mas mínima partícula de soberanía española». Efectivamente, desde el comienzo de las conversaciones, Franco no cesó de repetir que se excluía no ya la cesión, sino el simple arriendo de bases.

Entretanto, y por diversos cauces administrativos y financieros, los Estados Unidos habían iniciado ya su ayuda crediticia a España, contribuyendo así notablemente a la superación de la grave crisis que había atravesado nuestra balanza de pagos.

Finalmente, y como coronación de casi tres años de diálogos y de esfuerzos, se llegó el 26 de septiembre de 1953 a la firma de los pactos hispano-norteamericanos, integrados por un Convenio Defensivo, un Convenio sobre Ayuda para la Mutua Defensa y otro sobre Ayuda Económica. El primero de estos instrumentos internacionales fue de negociación especialmente difícil, porque en el primer proyecto norteamericano se partía de la idea de la simple concesión de un territorio español donde instalar unas bases militares estadounidenses. Pero prevaleció la tesis española de que las bases fueran zonas de «utilización conjunta bajo pabellón y mando españoles», situación sin precedentes en acuerdos de esta naturaleza suscritos por los Estados Unidos con otros países. El Convenio sobre Ayuda para la Mutua Defensa preveía el suministro de material de guerra a España de acuere Moscú dividida en tres segmentos: satelitización, alianza o neutralidad. Como el occidentalismo de España era consustancial a la nación y al Estado, y como la tradicional hostilidad francesa y británica se había radicalizado bajo pretexto ideológicos, España no tenía mas opción que la alianza con la pode-rosa república norteamericana. Pero durante los dos mandatos de Truman, y especialmente durante el segundo, las relaciones tropezaron con la animadversión presidencial. Uno de los primeros éxitos del ex-Ministro Lequerica, destacado en Washington como Inspector de Embajadas, fue la resolución de 30 de marzo de 1948 por la que la Cámara de representantes, por 149 votos contra 52, extendió a España los beneficios del Plan Marshall; pero, al día siguiente, el Presidente interpuso su veto. El 1 de julio de 1949, el senador Mc. Carran presentó una enmienda que permitiría conceder 50 millones de ayuda a España. La Comisión del Senado la aprobó por once votos contra seis, y el Presidente la devolvió para nueva consideración. La Comisión reiteró su acuerdo por una mayoría más aplastante: doce votos contra tres; pero Truman utilizó su derecho de veto y no la firmó. Los esfuerzos de Lequerica se estrellaban contra el primer magistrado. Cada vez más irritado, el Presidente atacó extemporáneamente a España en unas declaraciones el 30 de enero de 1950 equiparándola al régimen soviético. Y, en vísperas de que la ONU revocara el acuerdo de retirada de embajadores, Truman, reacio a rectificar, anunció que, en cualquier caso, tardaría bastante tiempo en designar un plenipotenciario en Madrid. Pero, aislado en esta actitud antiespañola, de las Cámaras, del Departamento de Estado, del Pentágono y de las Naciones Unidas, Truman terminó capitulando y nombró un embajador el 7 de diciembre de 1950. Poco después, se obtenía el primer crédito —62,5 millones de dólares—del Impon Export Bank en Washington. La hostilidad había sido vencida. ¿Por qué tal animadversión? En parte por la influencia de asesores heredados del equipo izquierdista rooseveltiano, y en parte no menor por la filiación masónica del Presidente y su de-pendencia de la campaña antifranquista que por entonces llevaban a cabo las logias, estimuladas por los exiliados. También influyó la discriminación que en España padecían los protestantes a consecuencia de la intolerante actitud de la Iglesia y especialmente de la Jerarquía nacional y de la constante presión que ejercían sobre el poder civil, que era confesional.

Truman no cesó en su personal inquina hasta el final de su mandato, y todavía el 7 de febrero de 1952 declaraba a ja prensa: «No me gusta el general Franco. Para contrarrestar la hostilidad presidencial y de la parte del Departamento de Estado dominada por los filosoviéticos, la actitud española no fue la de acceder a las presiones para adaptar el Estado al modelo recomendado en Yalta y que se aplicó en el Este de Europa y en los jóvenes Estados nacidos de la descolonización y, sin ir mas lejos, en Cuba con desiguales resultados. La táctica española fue la de paciencia oficial y la de la actuación directa sobre ciertas fuerzas básicas de la sociedad estadounidense: el Pentágono, el Congreso, los católicos y los empresarios. A esta operación estructural añadió Lequerica un recurso habitual aunque poco utilizado por la diplomacia española: la compra de periodistas. El resulta-do fue que, finalmente, los Estados Unidos tomaron la iniciativa de solicitar una alianza con España. Como ha reconocido el historiador antifranquista Viñas, «Franco no se había movido hacia la montaña; ésta se desplazaba hacia él». Efectivamente, el 14 de marzo de 1951, el nuevo embajador esta-dounidense, Griffis, se entrevistó durante dos horas con el Jefe del Estado para sondearle acerca de la posible colaboración española a la defensa de Occidente. Franco re-chazó la incorporación a la NATO y se mostró propicio a un pacto bilateral con los Estados Unidos. El embajador aceptó el planteamiento y, a la salida de la audiencia, dijo al embajador Prat, que había servido de intérprete, que el hecho de que su país decidiera pactar con España sin previa consulta con Francia e Inglaterra «era una de las mayores victorias políticas del Generalísimo». No dijo una esta victoria era, sobre todo, la consecuencia de haber previsto la trágica situación mundial que se derivaría de las concesiones a Stalin en Yalta.

Para ampliar este acuerdo de principio, el almirante Sherman, Jefe de la VI Flota en el Mediterráneo, fue recibido por Franco el 16 de julio de 1951, y se decidió la iniciación de negociaciones. Para recoger datos vinieron a Madrid dos misiones norteamericanas, una económica presidida por el profesor Sufrin y otra militar encabezada por el general Spry. Ambas comisiones elevaron sus respectivos informes a Washington y transcurrieron unos meses sin que el Ministerio español de Asuntos Exteriores manifestase la mas mínima impaciencia. Fueron los norteamericanos los que volvieron a tomar la iniciativa y pidieron que se recibiese en España a las dos delegaciones negociadoras, una militar presidida por el general Kissner y otra económica dirigida por el experto Train. Sus homólogos españoles fueron el general Vigón y el ministro Arburúa, especialmente asistidos por el embajador Argüelles. Las negociaciones fueron lentas porque, como señaló la agencia internacional de noticias Associated Press, «Franco era reacio a ceder la mas mínima partícula de soberanía española». Efectivamente, desde el comienzo de las conversaciones, Franco no cesó de repetir que se excluía no ya la cesión, sino el simple arriendo de bases.

Entretanto, y por diversos cauces administrativos y financieros, los Estados Unidos habían iniciado ya su ayuda crediticia a España, contribuyendo así notablemente a la superación de la grave crisis que había atravesado nuestra balanza de pagos.

Finalmente, y como coronación de casi tres años de diálogos y de esfuerzos, se llegó el 26 de septiembre de 1953 a la firma de los pactos hispano-norteamericanos, integrados por un Convenio Defensivo, un Convenio sobre Ayuda para la Mutua Defensa y otro sobre Ayuda Económica. El primero de estos instrumentos internacionales fue de negociación especialmente difícil, porque en el primer proyecto norteamericano se partía de la idea de la simple concesión de un territorio español donde instalar unas bases militares estadounidenses. Pero prevaleció la tesis española de que las bases fueran zonas de «utilización conjunta bajo pabellón y mando españoles», situación sin precedentes en acuerdos de esta naturaleza suscritos por los Estados Unidos con otros países. El Convenio sobre Ayuda para la Mutua Defensa preveía el suministro de material de guerra a España de acuerdo con las leyes de Ayuda para la Defensa Mutua de 1949 y de Seguridad Mutua de 1951. El Convenio de Ayuda Económica, el más extenso de todos, y compuesto de diez largos artículos, preveía una serie de medidas tendentes a la estabilización de la moneda, el equilibrio presupuestario, el incremento de la productividad y el desarrollo del comercio exterior de España. En aplicación de estos acuerdos, los Estados Unidos iniciaron la construcción de las bases militares de Rota y Torrejón, y una estrecha colaboración con la defensa española a fin de completar sobre el territorio español el dispositivo estratégico de Occidente.

Como anejo, el ministro Martín-Artajo y el embajador Dunn firmaron una Nota Adicional al párrafo segundo del artículo tercero del Convenio Defensivo, estableciendo que en el caso de «evidente agresión comunista que amenace la seguridad de Occidente», es decir, una ofensiva soviética relámpago, bastaba que «ambos países se comuniquen con la máxima urgencia sus informaciones y sus propósitos». Era una cláusula justificada por la moderna tecnología militar, ya que el retraso de minutos en una respuesta estratégica puede hacerla completamente estéril. Obviamente, dicha nota no se hizo pública para que no fuese utilizada propagandísticamente por la URSS; pero fue registrada en el Censo de Tratados que edita el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Lo mismo las relaciones económicas que las militares fueron puestas bajo la jurisdicción de Organismos técnicos que funcionaron con extraordinaria eficacia y sin que un solo incidente dejara de resolverse satisfactoriamente, lo que pone de manifiesto la calidad de los Convenios. Las aportaciones económicas de los Estados Unidos fueron muy superiores a las previstas en los textos suscritos y, en los diez primeros años, alcanzaron la cifra de 1.525 millones de dólares de los cuales casi mil eran aportaciones a fondo perdido.

Esta alianza colocó a España en un nivel de paridad internacional con las potencias europeas, y marginó la cuestión de la NATO en la que ellas tenían voz, lo cual explica la oposición que Inglaterra y Francia hicieron pública cuando se iniciaron las negociaciones hispano-norteamericanas. Además, los Convenios pusieron fin a las esperanzas que desde Yalta abrigaban los exiliados republicanos de que una acción extranjera, como la francesa que repuso en el trono a Fernando VII, les diese el poder en Madrid. Quienes al final de la guerra civil eran simples instrumentos de la URSS, acusaron en 1953 al Gobierno español de haber enajenado territorios y de haber cedido su soberanía. Pero ningún tratado suscrito por los Estados Unidos fue más respetuoso con la soberanía del otro país que los firmados por España, que exigió que las bases estuvieran bajo mando conjunto y bajo la bandera bicolor. Los decenios transcurridos desde la firma de los Convenios no han recortado en lo más mínimo la soberanía española; antes al contrario, permitieron que España la ejerciera con mas autoridad frente a otras potencias, como en el caso de Gibraltar, y frente a los Estados Unidos cuando prohibió que las bases fueran utilizadas en favor de Israel en su guerra con los árabes.

La amistad hispano-norteamericana fue corroborada por la visita de Eisenhower a España. El pueblo madrileño dispensó al Presidente la acogida mas calurosa de todo su periplo alrededor del mundo: un millón de personas le aclamaron a lo largo de varios kilómetros de recorrido en coche descubierto por la capital. Algo inimaginable unas décadas antes, cuando todavía estaba vivo el recuerdo del 98. En la entrevista celebrada el 21 de diciembre de 1959, Franco dijo, entre otras cosas, a Eisenhower: «Creo que Rusia tiene de-seos de aproximarse al Occidente, pero para seguir su línea comunista en Asia, su línea comunista en África. Quiere las guerras pequeñas, la insurrección de los pueblos. En África están trabajando enormemente los soviéticos y el comunismo». En junio de 1961 la URSS apoyaría públicamente a los rebeldes angoleños. La observación de Franco ha tenido ya un cuarto de siglo de validez y aún no ha prescrito. El Presidente dijo: «Creo que llegará el momento de la unión de España con la Asociación europea, en que la alianza será aún mas estrecha. Algunos países tienen aún algunos prejuicios y obsesiones que tendrán que ser eliminados con respecto a vuestro país». Acerca de la intolerancia con los protestantes Franco declaró: «Nosotros con lo que tropezamos mas es siempre con la jerarquía eclesiástica». El Presidente declaró a la prensa americana: «Quedé impresionado por los conocimientos de Franco sobre problemas mundiales». Y con frecuencia evocaba el recuerdo de la impresionante acogida popular.

El mandato de Kennedy supuso un enfriamiento inicial de las relaciones con España, en parte a causa del déficit de la balanza de pagos norteamericana. Franco adoptó una postura firme ante la renovación de los acuerdos: si no se obtenía compensaciones, serían denunciados. En enero de 1963 llegó a Madrid la Comisión negociadora norteamericana, presidida por Bundy, quien ofreció 75 millones de dólares en cinco años si España aportaba otros 175 para adquirir armamento en los Esta-dos Unidos. No hubo acuerdo. Entretanto, el Informe Clay proponía al Presidente una reducción de los gastos militares y la supresión, entre otras, de las ayudas a España y Portugal. A punto de agotarse los plazos, la negociación se trasladó a Washington. Finalmente, los Convenios fueron renovados el 26 de septiembre de 1963 con enmiendas favorables a España: las ayudas se elevaron a 100 millones de dólares y los Estados Unidos se comprometieron a apoyar a España en los organismos internacionales, lo que pronto fue una realidad, incluso en el contencioso de Gibraltar.

El 20 de septiembre de 1968 se iniciaron en Washington nuevas conversaciones para renovar los acuerdos entre el Ministro español Castiella y su homólogo americano Rusk. Este ofreció veinte millones de ayuda y otros cien de crédito. El Gobierno español rechazó la proposición y empezó a correr el plazo de seis meses para la denuncia de los acuerdos. El relevo presidencial obligó a conceder una prórroga por solo un año y con una aportación norteamericana mayor. Vencida la prórroga, el nuevo ministro López-Bravo inició la renegociación con un nuevo planteamiento. El resultado fue la sustitución de los Convenios por un Tratado de Amistad que fue firmado en Washington el 6 de agosto de 1970, según el cual España recibía 188 millones de dólares para equipamiento militar y se sustituía la Nota adicional sobre utilización urgente de las bases sin previa consulta por un artículo estableciendo que esta consulta será en todo caso imprescindible. Fue un éxito rotundo del último Gobierno presidido por Franco. Poco después, el 2 de octubre de 1970, Nixon visitaba al Generalísimo y era calurosamente acogido por el pueblo madrileño. El 30 de junio de 1974 llegó a Madrid el Presidente Ford, también recibido en olor de multitud.

En cambio, la visita del Presi-dente Reagan a España durante su periplo europeo en 1985 se encontró con manifestaciones pequeñas, pero adversas, con la capital empapelada con carteles injuriosos, y con un clima de gran frialdad oficial. El Vicepresidente del Gobierno y el alcalde de Madrid se negaron a entrevistarse con el primer mandatario norteamericano. Poco después, el Gobierno socialista anunció su deseo de negociar con los Estados Unidos la reducción de sus efectivos en España sin que hasta ahora, se haya concretado el alcance de la petición, ni la fecha de comienzo de las conversaciones.

11. El contencioso gibraltareño

En el curso de la guerra de sucesión por la corona de España entre los dos posibles herederos Felipe de Borbón y Carlos de Austria, una flota anglo-holandesa que apoyaba a este último, sitió y con-quistó en nombre del pretendiente el castillo de Gibraltar; pero los ingleses se quedaron en la plaza y la retuvieron sin razón alguna. La guerra concluyó con el Tratado de Utrecht (1715) que instaló a la casa de Borbón en Madrid, al precio de que España perdiera todos sus dominios europeos, desde Italia a los Países Bajos y, además, Menorca y Gibraltar, convertidas en colonias británicas. Desde entonces fueron múltiples los intentos bélicos y diplomáticos de recuperar la plaza y, entre ellos, el mas tenaz fue el de Franco, instrumentado por su ministro Castiella. El 11 de septiembre de 1963, España solicitó del Comité de los XXIV de la ONU la descolonización de Gibraltar. El 16 de octubre de 1964 dicho Comité requirió a Inglaterra para que negociara, lo que fue ratificado el 16 de diciembre de 1965 por la Asamblea. A título de autodefensa Inglaterra publicó en abril de 1965 un Libro Blanco sobre Gibraltar al que en diciembre replicaba España con un Libro Rojo de 545 páginas, pieza verdaderamente capital del contencioso hispano-británico. Al cabo de numerosas maniobras dilatorias, el Ministro inglés Stewart, se sentó a negociar con el español Castiella en Londres el 18 de mayo de 1966. En aquella ocasión, Castiella leyó su alegato Razones de España sobre Gibraltar, publicado en un opúsculo de 85 páginas que contiene un resumen de la argumentación y una propuesta descolonizadora. Dos turnos de conversaciones celebradas entre los expertos en mayo y julio de 1966 concluyeron sin ningún acuerdo. El 12 de julio, un portavoz británico declaró que no sólo la plaza, sino que la zona neutral del istmo —ocupado indebidamente— también era de soberanía británica.

El 17 de noviembre de 1966, la ONU adoptó una nueva resolución sobre Gibraltar requiriendo a las partes para descolonizar la roca. A la vista de la negativa actitud británica, España inició una serie de medidas para aislar a Gibraltar, de acuerdo con el artículo X del Tratado de Utrecht que excluía toda comunicación por parte de tierra. Así, por ejemplo, la prohibición de sobrevolar el territorio español próximo a Gibraltar que fue declarado zona militar. Inglaterra recurrió a la Organización Internacional de Aviación Civil donde el 13 de mayo de 1967 se dio la razón a España. El 5 de junio de 1967 se inició otra ronda de conversaciones que finalizaron sin ningún acuerdo. La réplica inglesa fue la organización de un referéndum entre los repobladores británicos de Gibraltar el 10 de septiembre de 1967, que había sido previamente declarado como carente de valor por una Resolución de 1 de septiembre de 1967 del Comité de los XXIV. El 3 de abril de 1968, Castiella leyó ante las Cortes su discurso Negociaciones sobre Gibraltar dando cuenta del estado de la cuestión y de las perspectivas, y comentando un segundo Libro Rojo, fechado en 1967, de 992 páginas, documento también fundamental sobre la cuestión. La respuesta inglesa consistió en endurecer su posición celebrando en enero de 1968 una Conferencia Constitucional para retirar a Gibraltar la condición de «colonia de la Corona» y darle un estatuto mas presentable ante la ONU.

A la vista de la negativa actitud británica, España fue cerrando el cerco: restricciones a la navegación en la bahía de Algeciras, interrupción del «ferry», corte de las comunicaciones telefónicas, etc. El 17 de diciembre la ONU dio un plazo hasta el 1 de octubre de 1969 para dar término a la situación colonial. Ante la decisión inglesa de no negociar sobre la soberanía, el 1 de julio de 1969, España clausuró completamente el paso entre Gibraltar y La Línea. La sustitución de Castiella por López-Bravo hizo concebir alguna esperanza a los ingleses; pero pronto comprendieron que no era una política personal, sino de Estado. El nuevo Ministro mantuvo íntegramente el bloqueo, y delegó en quien había sido su subsecretario, Fernández de la Mora, para que en 1970 procediera a la voladura del puesto español fronterizo, como simbólico testimonio de la permanente incomunicación entre España y la colonia británica. El deterioro económico que el bloqueo ocasionó a Gibraltar fue grande: se cerraron los astilleros y muchos comercios, la mano de obra cualificada española hubo de ser parcialmente sustituida por la marroquí y alojada en barcos, Inglaterra tuvo que incrementar sus subvenciones a la Plaza, casi desapareció el turismo, y los gibraltareños se encontraron como en un islote. La rotunda actitud española fue reforzada por el nuevo Ministro, López-Rodó quien en 1973 denunció ante el Secretario General de la ONU la carencia británica de voluntad negociadora, y relanzó la reivindicación en su discurso de Helsinki ante la Conferencia de seguridad. El bloqueo fue rigurosamente mantenido hasta que el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de UCD, Oreja, sin contrapartida alguna, autorizó el 7 de diciembre de 1982 el paso peatonal por la frontera, eufemismo que preludiaba la subsiguiente apertura total de la verja a los vehículos. Una a una se fueron anulando las medidas restrictivas, incluso la del tráfico marítimo en la bahía de Algeciras. Fue una humillación de España, y una renuncia a resolver el contencioso. Las conversaciones franco-británicas, celebradas poco antes y después de la rendición española, fueron un simple recurso para dar a la entrada una apariencia de negociación. Con ese gesto, la reivindicación gibraltareña se ha convertido, como durante el reinado de Isabel II, en un formalismo inoperante.

12. Europa

La europeidad de España es un hecho evidente y monumental; pero, a lo largo de los siglos, los españoles, como los demás, sostuvieron numerosas guerras con sus vecinos. La era de Franco fue una excepción en el sentido de que no hubo conflictos armados; hubo tensiones. Como consecuencia de la entrada en Yalta de medio continente a la URSS por los Estados Unidos con la complicidad británica, Europa quedó dividida en dos mitades por el telón de acero. Con ésta dramática partición, Europa dejo de ser protagonista de la historia universal para convertirse en un espacio disputado entre Washington y Moscú. Por un venturoso azar geográfico, España cayó del lado de la libertad, y se orientó decididamente hacia el defensor de Occidente, los Estados Unidos. La alianza con Norteamérica fue un pronunciamiento occidentalista y, consecuentemente, europeísta también. Las tensiones españolas con el Este continental fueron primordialmente ideológicas; pero, aunque se declarara otra cosa, las existentes con el Oeste fueron primariamente económicas. Desde las guerras napoleónicas y, sobre todo, a partir del Tratado de Viena en 1815, Inglaterra y Francia se fueron habituando a ejercer una especie de protectorado sobre la Península Ibérica que les permitió controlar los créditos internacionales, el comercio exterior, las inversiones extranjeras, los transportes y comunicaciones, y las materias primas, especialmente los minerales. De paso, favorecieron una debilidad política y un desarme que aseguraban la presencia en la base gibraltareña y que quedaron a plena luz en 1898. Desde 1939 y, sobre todo, desde 1945, la afirmación de la soberanía política y económica, y la voluntad de nacionalizar los recursos y de industrializar el país fueron las reales causas de las tensiones entre España y Europa occidental. Cuando, vencido el bloqueo diplomático, se inició el desarrollo económico y social de España, los vecinos trataron de convivir con la nueva situación, sin perder la esperanza de que, como ocurrió con la dictadura de Primo de Rivera, fuese una regeneración pasajera. España ingresó en la OECE (10-1-58), en el Banco Mundial (20-V-58) y en el Fondo Monetario Internacional, y nuestros antiguos protectores tuvieron que adaptarse al hecho de que España fuera un país concurrente. Acuerdos bilaterales de muy diverso carácter, y viajes de autoridades menudearon entre 1950 y 1975. En -1971, España presidió en Madrid la Conferencia Europea de Ministros de Transportes, que registró un pleno.

a) El Mercado Común. Pero el 25 de marzo de 1957, en un supremo intento de recuperar algo del protagonismo europeo perdido, Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo firma-ron el Tratado de Roma creando la Comunidad Económica Europea (C.E.E.), a la que luego se incorporaron Inglaterra, Irlanda y Dinamarca (1-1-1971), y, más tarde, Grecia (1-1-1981). Paralelamente, surgió una alternativa, la Asociación Europea de Libre Cambio (EFTA) compuesta por Austria, Dinamarca, Inglaterra, Noruega, Portugal, Suecia y Suiza. El 12 de julio de 1957, o sea, inmediatamente, Franco creó una Comisión Interministerial para analizar las posibilidades que la C.E.E., y la E.F.T.A., ofrecían a España. El 9 de febrero de 1962, el Ministro de Asuntos Exteriores, Castiella, pidió en una carta «la apertura de negociaciones con el objeto de examinar la posible vinculación» a la Comunidad. El 7 de marzo, el Presidente del Consejo de Ministros de la Comunidad acusó cordial-mente recibo de la petición. El 9 de noviembre de 1964 el Gobierno español presentó en Bruselas un Memorándum para las futuras negociaciones, y el Consejo de Ministros, el 25 de marzo de 1964, tomó el acuerdo de iniciarlas, lo que se hizo en diciembre. El que iba a llevar el peso de la operación, el ex-Ministro Ullastres, tomó posesión de su cargo de embajador ante la Comunidad el 26 de octubre de 1965. Su tenaz e inteligente misión culminó, antes de que transcurrieran cinco años, con el Acuerdo preferencial firmado por López-Bravo el 20 de junio de 1970. Este convenio, que otorgaba mutuas facilidades entre el 25% y el 60% y que cubría el sector del carbón y del acero, fue extraordinariamente favorable a España y creó condiciones que no se superarían con la plena integración. Las negociaciones para la adhesión continuaron, se interrumpieron en octubre de 1975, y se reanudaron en julio de 1977. El Tratado de Adhesión se firmó en Madrid el 12 de junio de 1985 con efectos a partir del 1 de enero de 1986. Consta de 403 artículos que ocupan mas de un centenar de páginas impresas. Prevé una integración progresiva. El arancel aduanero común se aplicará sin reducciones a partir de 1993; y los tipos preferenciales entrarán íntegramente en vigor a partir de 1993. En la última etapa de negociación del Tratado se consumieron ocho años, tres mas que en la del Acuerdo Preferencial. Este no suscitó crítica alguna en los diversos sectores económicos; pero el Tratado ha sido acogido con reservas por numerosos empresarios y agricultores, y por los pescadores, que sostienen que se debería haber obtenido condiciones mucho más favorables.

b) La apertura al Este. El dinámico mandato de López-Bravo como ministro de Asuntos Exteriores, iniciado con la firma del Acuerdo Preferencial en Bruselas y continuado por la renegociación de los Convenios con los Estados Unidos, se caracterizó por la apertura hacia el Este europeo. La contraposición ideológica fue puesta entre paréntesis, y el realismo diplomático se aplicó también al otro lado del telón de acero. En pocos meses, se establecieron relaciones consulares y comerciales con Rumania, Polonia, Hungría, Bulgaria, Checoslovaquia, Yugoslavia y la URSS. Y en marzo de 1973 se intercambiaron embajadores con la China de Pekín. La diplomacia española se había universalizado sin que el Estado nacido en 1936 hubiera dejado de ser igual a sí mismo.

c) La seguridad europea. En la conferencia cuatripartita de Berlín, la URSS lanzó por primera vez en 1954 la idea de la seguridad euro-pea con la intención final de con-solidar el statu quo, que le era tan favorable pues dominaba medio continente. Ante ésta y otras iniciativas soviéticas, los occidentales exigieron acuerdos previos a los que se fue llegando. En respuesta a una proposición rusa, Finlandia aceptó ser el país anfitrión de una Conferencia de Seguridad en Europa, e inició las correspondientes consultas. La respuesta de España fue inmediata. El ministro López-Bravo, sin notificación alguna a los Estados Unidos lo que confirmó la autonomía total en política exterior, envió a Helsinki el 13 de diciembre de 1969 un primer memorándum afirmativo que no implicaba compromisos sustanciales. En el segundo memorándum de 28 de septiembre se recogieron dos puntos que ya habían sido expuestos en las conversaciones previas: en materia de consolidación de fronteras España no aceptaría la de Gibraltar, y estimaba necesario un entendimiento con los países africanos ribereños del Mediterráneo para garantizar la seguridad en dicho mar. Las conversaciones multilaterales se iniciaron en la capital finlandesa el 22 de noviembre de 1972 con asistencia de 34 Estados, entre ellos España. La Conferencia de Ministros de Asuntos Exteriores se reunió en Helsinki el 3 de julio de 1973 donde López-Rodó reiteró la propuesta mediterránea, y replanteó en duros términos el contencioso gibraltareño y acusó a Gran Bretaña de ausencia de voluntad negociadora. Después de varios encuentros de expertos, la Conferencia se reunió al mas alto nivel el 30 de julio de 1975 con asistencia del Presidente del Gobierno español, Carlos Arias quien reiteró en su discurso las manifestaciones de López-Rodó sobre el Mediterráneo, sostuvo el principio de «estricta igualdad de los participantes», y firmó el Acta final de 12 de agosto de 1975 en unión de otros 35 Jefes de Estado o de Gobierno.

Acompañan el Acta de Helsinki, de dudosa fuerza vinculante, una serie de documentos sobre cooperación y, entre ellos, unos sobre el Mediterráneo y otro sobre emigración y, entre ellos, uno sobre el Mediterráneo y otro sobre emigración que constituyen un éxito de la diplomacia española. Lo esencial es la declaración M en cuya virtud «los Estados contratantes consideran mutuamente como inviolables todas sus fronteras» en el continente, lo que legitima la división de Alemania, la desaparición de los Estados bálticos, la recomposición de Polonia, etc. La «concesión» soviética fue el compromiso de respetar «los derechos humanos y libertades fundamentales», mínimamente eficaz, como demostraron los hechos posteriores. En las sucesivas reuniones de la Conferencia (Belgrado 1978, y Madrid 1980) el enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS imposibilitó los acuerdos concretos y se resolvieron con fórmulas genéricas, ambiguas e inoperantes.

13. Conclusión

España llevaba lustros sin política exterior, es decir, aislada, lo que frente a no pocas desventajas —pérdida de las últimas colonias en Asia y América, postergación en el reparto africano, y colonización económica por Francia e Inglaterra— nos produjo un solo beneficio, ciertamente valioso, el de permanecer al margen de la I guerra mundial. Pero, a partir de 1936, España configuró una política exterior afirmativa, o sea, reasumió, como potencia menor, un protagonismo en la historia universal: dinamizó su solidaridad con los pueblos hispánicos, creó condiciones de entendimiento con los países árabes, se vinculó estrechamente a Portugal, se incorporó al movimiento de integración económica continental, y renunció a la neutralidad para aliarse con los Estados Unidos. En un mundo bipolar, España optó rotundamente por el occidentalismo. Mientras la política interior se mantenía doctrinaria y fiel a principios preestablecidos, la política exterior, sin ninguna abdicación ideal, transcurrió por cauces realistas y pragmáticos.

Y hay que evocar el contexto histórico en el periodo 1936-1975. España consiguió mantener la neutralidad a pesar de que el victorioso Ejército alemán había llegado hasta la frontera de Hendaya; alcanzó la plena incorporación a la comunidad internacional sin la menor hipoteca económica, ni concesión institucional interna; consolidó la alianza ibérica a despecho de los seculares recelos lusitanos; y realizó la antes frustrada revolución industrial, superando el bloqueo y la concurrencia de países favorecidos por el Plan Marshall. Y sería injusto no reconocer que la operación de rehabilitación internacional de España, a partir del ostracismo decretado a instancias de la URSS, fue, técnicamente, una de las actuaciones diplomáticas mas brillantes de la postguerra mundial. Estamos ante logros capitales que, desde sus respectivas perspectivas históricas, resultaban, mas que improbables, inverosímiles. Las partidas parcialmente negativas del balance fueron una descolonización que empeoró la situación de los pueblos protegidos; y la no recuperación de Gibraltar, si bien quedó a plena luz la ausencia de voluntad descolonizadora por parte de Inglaterra, que así se situó al margen del orden moral internacional y en una pura posición de fuerza.

Cuatro décadas de estabilidad interna y de alto desarrollo económico durante los cuales España ganó en talla y respeto internacionales, y se solidarizó lealmente con el mundo libre en la tarea de salvar la civilización occidental, frente a una amenaza en cuya denuncia España había sido adelantada y presurosa. 

de Asuntos Exteriores, iniciado con la firma del Acuerdo Preferencial en Bruselas y continuado por la renegociación de los Convenios con los Estados Unidos, se caracterizó por la apertura hacia el Este europeo. La contraposición ideológica fue puesta entre paréntesis, y el realismo diplomático se aplicó también al otro lado del telón de acero. En pocos meses, se establecieron relaciones consulares y comerciales con Rumania, Polonia, Hungría, Bulgaria, Checoslovaquia, Yugoslavia y la URSS. Y en marzo de 1973 se intercambiaron embajadores con la China de Pekín. La diplomacia española se había universalizado sin que el Estado nacido en 1936 hubiera dejado de ser igual a sí mismo.

c) La seguridad europea. En la conferencia cuatripartita de Berlín, la URSS lanzó por primera vez en 1954 la idea de la seguridad euro-pea con la intención final de con-solidar el statu quo, que le era tan favorable pues dominaba medio continente. Ante ésta y otras iniciativas soviéticas, los occidentales exigieron acuerdos previos a los que se fue llegando. En respuesta a una proposición rusa, Finlandia aceptó ser el país anfitrión de una Conferencia de Seguridad en Europa, e inició las correspondientes consultas. La respuesta de España fue inmediata. El ministro López-Bravo, sin notificación alguna a los Estados Unidos lo que confirmó la autonomía total en política exterior, envió a Helsinki el 13 de diciembre de 1969 un primer memorándum afirmativo que no implicaba compromisos sustanciales. En el segundo memorándum de 28 de septiembre se recogieron dos puntos que ya habían sido expuestos en las conversaciones previas: en materia de consolidación de fronteras España no aceptaría la de Gibraltar, y estimaba necesario un entendimiento con los países africanos ribereños del Mediterráneo para garantizar la seguridad en dicho mar. Las conversaciones multilaterales se iniciaron en la capital finlandesa el 22 de noviembre de 1972 con asistencia de 34 Estados, entre ellos España. La Conferencia de Ministros de Asuntos Exteriores se reunió en Helsinki el 3 de julio de 1973 donde López-Rodó reiteró la propuesta mediterránea, y replanteó en duros términos el contencioso gibraltareño y acusó a Gran Bretaña de ausencia de voluntad negociadora. Después de varios encuentros de expertos, la Conferencia se reunió al mas alto nivel el 30 de julio de 1975 con asistencia del Presidente del Gobierno español, Carlos Arias quien reiteró en su discurso las manifestaciones de López-Rodó sobre el Mediterráneo, sostuvo el principio de «estricta igualdad de los participantes», y firmó el Acta final de 12 de agosto de 1975 en unión de otros 35 Jefes de Estado o de Gobierno.

Acompañan el Acta de Helsinki, de dudosa fuerza vinculante, una serie de documentos sobre cooperación y, entre ellos, unos sobre el Mediterráneo y otro sobre emigración y, entre ellos, uno sobre el Mediterráneo y otro sobre emigración que constituyen un éxito de la diplomacia española. Lo esencial es la declaración M en cuya virtud «los Estados contratantes consideran mutuamente como inviolables todas sus fronteras» en el continente, lo que legitima la división de Alemania, la desaparición de los Estados bálticos, la recomposición de Polonia, etc. La «concesión» soviética fue el compromiso de respetar «los derechos humanos y libertades fundamentales», mínimamente eficaz, como demostraron los hechos posteriores. En las sucesivas reuniones de la Conferencia (Belgrado 1978, y Madrid 1980) el enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS imposibilitó los acuerdos concretos y se resolvieron con fórmulas genéricas, ambiguas e inoperantes.

13. Conclusión

España llevaba lustros sin política exterior, es decir, aislada, lo que frente a no pocas desventajas —pérdida de las últimas colonias en Asia y América, postergación en el reparto africano, y colonización económica por Francia e Inglaterra— nos produjo un solo beneficio, ciertamente valioso, el de permanecer al margen de la I guerra mundial. Pero, a partir de 1936, España configuró una política exterior afirmativa, o sea, reasumió, como potencia menor, un protagonismo en la historia universal: dinamizó su solidaridad con los pueblos hispánicos, creó condiciones de entendimiento con los países árabes, se vinculó estrechamente a Portugal, se incorporó al movimiento de integración económica continental, y renunció a la neutralidad para aliarse con los Estados Unidos. En un mundo bipolar, España optó rotundamente por el occidentalismo. Mientras la política interior se mantenía doctrinaria y fiel a principios preestablecidos, la política exterior, sin ninguna abdicación ideal, transcurrió por cauces realistas y pragmáticos.

Y hay que evocar el contexto histórico en el periodo 1936-1975. España consiguió mantener la neutralidad a pesar de que el victorioso Ejército alemán había llegado hasta la frontera de Hendaya; alcanzó la plena incorporación a la comunidad internacional sin la menor hipoteca económica, ni concesión institucional interna; consolidó la alianza ibérica a despecho de los seculares recelos lusitanos; y realizó la antes frustrada revolución industrial, superando el bloqueo y la concurrencia de países favorecidos por el Plan Marshall. Y sería injusto no reconocer que la operación de rehabilitación internacional de España, a partir del ostracismo decretado a instancias de la URSS, fue, técnicamente, una de las actuaciones diplomáticas mas brillantes de la postguerra mundial. Estamos ante logros capitales que, desde sus respectivas perspectivas históricas, resultaban, mas que improbables, inverosímiles. Las partidas parcialmente negativas del balance fueron una descolonización que empeoró la situación de los pueblos protegidos; y la no recuperación de Gibraltar, si bien quedó a plena luz la ausencia de voluntad descolonizadora por parte de Inglaterra, que así se situó al margen del orden moral internacional y en una pura posición de fuerza.

Cuatro décadas de estabilidad interna y de alto desarrollo económico durante los cuales España ganó en talla y respeto internacionales, y se solidarizó lealmente con el mundo libre en la tarea de salvar la civilización occidental, frente a una amenaza en cuya denuncia España había sido adelantada y presurosa. 


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