Las razones del 18 de Julio, por Luis Suárez

Luis Suárez Fernández

Boletín Informativo FNFF Nº 38

Para un historiador, dar las razones de un acontecimiento no significa lo mismo que dar la razón a quienes lo protagonizaron. Tampoco equivale a investigar las causas, porque éstas pueden ser debidas a factores externos a la voluntad de los hombres, y aquellas no. Es evidente que quienes realizaron el alzamiento nacional del 18 de julio de 1936 —que fue más que una rebelión militar, puesto que tomaron parte en él amplios sectores de población— y quienes se opusieron a él, tenían sus «razones»; si éstas no hubieran sido poderosas y profundas, el alzamiento no hubiera derivado hacia una empeñada guerra civil de casi tres años ni, luego, a un sistema político tan duradero.

Naturalmente que la primera y más importante de dichas razones fue la conciencia de fracaso de la República, conciencia que compartían tanto la derecha como la izquierda: la derecha, porque contemplaba el desorden, la anarquía, la feroz persecución religiosa y la ruina económica que desde 1931 habían sobrevenido; la izquierda, porque aquella República de ministros con chistera, le parecía un remedo de la burguesía y un fraude para sus aspiraciones radical-mente revolucionarias. De este modo había una conciencia de que sólo la fuerza —o incluso la violencia— estaba en condiciones de restablecer el orden o de imponer un orden nuevo. La derecha ganó las elecciones de 1933, pero no pudo gobernar: la izquierda amenazó al presidente con un levantamiento si se atrevía a nombrar un solo ministro de la CEDA.

La guerra civil comenzó, en realidad, el 5 de octubre de 1934, cuando estalló una huelga general revolucionaria en Asturias, al mismo tiempo que Luis Companys proclamaba la República independiente de Cataluña. Se armaron rápidamente milicias que procedieron a ocupar militarmente el territorio. Esta revolución, socialista y anarquista en un caso, separatista en el otro, fracasó porque sus dirigentes no encontraron el apoyo que esperaban, de modo que el movimiento quedó pronto localizado y fue rápidamente extinguido. Entonces se distinguió el general Franco, comandante a la sazón de Baleares, pero a quien el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo pidió que trazara y ejecutara los planes del Estado Mayor para el aplastamiento de la rebelión. En octubre de 1934, Franco se convirtió, de este modo, en el salvador de la República y en la esperanza, para la derecha, de restaurar el orden. Cuando Gil Robles se hizo cargo del Ministerio de la Guerra, le encomendó la jefatura del Estado Mayor.

En esa doble revolución de octubre se dieron ya algunas de las circunstancias que la guerra civil repetiría, incluso el nombre, «glorioso movimiento», que aparece en una proclama de los revolucionarios invitando a los trabajadores a abrazar su causa. Aparecieron también los comités encargados de «hacer justicia revolucionaria en aquellos elementos pública-mente declarados enemigos del proletariado», y en consecuencia, los asesinatos. Los religiosos pagaron, proporcionalmente, el más elevado tributo de sangre: nueve sacerdotes, seis seminaristas, ocho hermanos de la Doctrina Cristiana (los mártires de Turón) y nueve religiosos de diversas Congregaciones perdieron la vida. La represión fue poco sangrienta, según se explicó: sólo dos penas de muerte de las cuarenta y cuatro pronunciadas se ejecutaron. Pero el enorme número de prisioneros, reunidos en cárceles improvisadas, se volvió, como un argumento, en contra del propio Gobierno. Algunas detenciones, como la de Azaña, que no había tenido parte en la revolución, hicieron también mucho daño a la derecha.

II

Recordemos dos frases que pueden dar la clave. Pocos días después de la revolución, un periodista preguntó a Franco por su intervención: «rehuyó la respuesta atribuyendo las decisiones al Ministro, pero declaró que en Asturias se había luchado contra «el socialismo, el comunismo y todas cuantas formas atacan a la civilización para reemplazarla por la barbarie». Diez o quince años después, Salvador de Madariaga escribió: «con la rebelión de 1934, la izquierda perdió toda autoridad moral para condenar la rebelión de 1936». Por otra parte, el proyecto revolucionario de 1934 había demostrado que una victoria de la izquierda, en aquellos momentos, significaba también una batalla para conseguir la destrucción de la Iglesia en España. Los campos, desde el punto de vista religioso se habían deslindado.

Franco, que había demostrado el más completo espíritu de obediencia a las autoridades de la República, aunque nadie ignoraba que, a diferencia de su hermano Ramón, no era un republicano, se hizo probablemente la misma pregunta que muchos dirigentes de la derecha y muchos jefes y oficiales del Ejército: si unos partidos rompen violentamente con el Estado y su legalidad y se alzan en armas contra él, ¿no deben ser automáticamente colocados fuera de la ley? ¿Aquéllos que cometieron violencias y crímenes, pueden llegar un día a convertirse en jueces de los que trataron de impedirlo, defendiendo la ley? ¿No es alta traición la declaración de independencia de una parte del territorio?

Son, quizás, demasiadas pre-untas. Pero un hecho es cierto: la revolución había sembrado el terror en muchas personas que creían que en, el caso de que los comités hubiesen dispuesto de tiempo para «hacer justicia revolucionaria», ellas estarían muertas. El temor fue uno de los factores decisivos de la guerra civil de 1936 a 1939, que explica muchas de las represalias y contra represalias. Gil Robles y Franco trataron de llevar a la práctica un rearme apresurado del Ejército, cambiando el material de guerra obsoleto, restableciendo la disciplina, llamando de nuevo a algunos jefes de especial prestigio que habían sido retirados en virtud de la ley de Azaña. De modo que, a comienzos de 1936, la República podía creer que disponía de unas fuerzas armadas capaces de impedir cualquier nuevo proyecto revolucionario.

Para la derecha española, que todavía dirigía Gil Robles, aunque los sondeos de opinión daban creciente popularidad a José Calvo Sotelo, la querella política no se planteaba en términos de debate parlamentario: sabía que si la izquierda revolucionaria llegaba al poder no se limitaría a gobernar, sino que trataría de implantar un nuevo orden revolucionario, destruyendo a sus enemigos. Durante el período de propaganda electoral anterior a la consulta del 16 de febrero, Largo Caballero dijo claramente que la República no era sino una etapa hacia el nuevo régimen y que si el Frente Popular perdiese las elecciones, «tendremos que ir forzosamente a la guerra civil declarada». El Frente Popular planteó estas elecciones como una reivindicación del «glorioso movimiento» de octubre. Los altos jefes militares españoles no comprendían que aquello que es en sí ilegítimo —la subversión, la persecución religiosa, el robo y el asesinato— pudiera volverse legítimo por el hecho de haber pasado por las urnas.

III

Hace ya algunos años, uno de nuestros mejores historiadores contemporáneos, Vicente Palacio Atard, recomendó prestar. atención a las coordenadas políticas europeas para poder comprender los acontecimientos españoles. La guerra civil fue, en parte —sólo en parte— un escenario de enfrentamiento entre las grandes fuerzas, marxismo, nacionalsocialismo, fascismo, democracia liberal, que se estaban disputando entonces la influencia sobre Europa. Desde febrero de 1933 Hitler había asumido el poder en Alemania y estaba adquiriendo, a gran velocidad, renombre y popularidad por la forma en que había resuelto los angustiosos problemas económicos y sociales de aquel país; el lado siniestro del Führer, su deliberado propósito de acudir a la guerra como medio para imponer la hegemonía alemana, no se manifestaron sino más tarde. Pero la aparición de dos potencias, en apariencia muy fuertes, como una barrera que cruzaba Europa desde el mar Báltico al Mediterráneo, asustó a la Komintern. En el VII Congreso de la Internacional comunista, celebrado en julio de 1935, bajo la presidencia de Dimitrov, se analizaron las causas del fracaso de la revolución española de octubre y, contra la voluntad de los comunistas españoles, se tomó la decisión de que en la alianza de fuerzas marxistas imprescindible para el triunfo de la revolución, Francisco Largo Caballero debería ser el dirigente personal. A él correspondería ser el «Lenin español».

Desde 1933 Franco pertenecía a un organismo de información radicado en Ginebra, la Entente anticommuniste Internationale: uno de los informes —que no ha podido ser localizado porque los archivos de la Entente fueron destruidos para evitar que se la confundiera con los nazis— informaba de un plan revolucionario, para España: el Frente Popular, que agruparía todos los sectores contrarios a la derecha, sería únicamente el paso previo para un movimiento de mayor envergadura que el de octubre, la revolución desde el Poder que implantaría en España la dictadura comunista. Grandes dudas se han formulado, lógicamente, sobre este documento, cuya existencia ni siquiera pue-de ser comprobada. Pero no cabe duda de que muchas personas creyeron y siguen creyendo en su veracidad. Las acciones que acompañaron a la victoria electoral del Frente Popular justificaban, sin duda alguna, ese temor. Por otra parte el Frente Popular no tenía un verdadero programa político: se reducía a pedir la destrucción de la derecha burguesa y el restablecimiento en la libertad de los autores de la revolución de 1934. Alrededor de 20.000 presos seguían detenidos.

Por su parte, Alcalá Zamora, que se consideraba como uno de los fundadores de la República, pero que nada temía tanto como ser calificado de hombre de la derecha, trató de resolver la amenaza que se cernía sobre ella mediante la agrupación de todas las fuerzas que constituían el «centro», equidistante entre los dos extremos. Era entonces una fuerte tentación en Europa la de poner su confianza en elementos moderados. En el caso de Alcalá Zamora se trataba de una ilusión: creer que lo que desde su cúspide de la presidencia, aparecía como evidentemente deseable, respondía también a la voluntad de la mayoría de los españoles. Destapó un escándalo —el straperlo— y obligó a Lerroux a dimitir: dirigentes de muy pequeños grupos políticos, primero Chapaprieta y después Portela Valladares, se encargaron de intentar la difícil tarea de crear un clima de confianza en las medidas económicas que moviese a la mayoría de los españoles a votar a los centristas. El centro sería prácticamente barrido en las elecciones de 1936.

IV

Hemos de recoger, de este episodio, que la idea de acudir a un golpe de Estado, flotaba ya en el aire. También la tendrían Azaña y Giral, según el testimonio irrefutable de Sánchez Albornoz, después de la victoria del Frente Popular ¿Hubo realmente esta victoria? Los eminentes historiadores que se han ocupado del tema no han podido resolver la cuestión. Las listas de candidatos eran abiertas, de modo que, sobre todo en localidades pequeñas, el voto se dirigía hacia personas determinadas por amistad o prestigio, sin tener en cuenta su filiación. Los repartos de porcentajes se hacían por cada distrito aisladamente, de modo que no existía relación directa entre el número de diputados de un partido y el de votos que éste obtuviera. Las listas del censo estaban muy mal hechas y la identificación de los votantes, con un documento sin fotografía, era imposible: se podía comprar el voto porque bastaba con prestar ese documento, llamado cédula personal. Se puede concluir que en la primera vuelta el número de votantes de izquierda y de derecha estaba muy equilibrado. Sumando los votos del desmantelado centro, y de los pequeños partidos regionalistas a los de la derecha, ésta hubiera debido tener una mayoría absoluta.

Conviene advertir que en aquella crisis decisiva, en diciembre de 1935, Gil Robles pidió a Alcalá Zamora que le encargase de formar gobierno, cosa a la que tenía estricto derecho, por ser el jefe de la minoría parlamentaria más numerosa. Desde el poder, el dirigente y creador de la CEDA, con-fiaba en lograr la agrupación más numerosa de fuerzas contrarias al Frente Popular. Pero Alcalá Zamora, convertido en beligerante, se lo negó. ¿Qué podía hacer entonces el ministro de la Guerra? Algunos militares adictos le sugirieron la posibilidad de acudir a un golpe de fuerza para obligar al Presidente. Franco le disuadió: el propio Gil Robles publicaría una carta de su Jefe de Estado Mayor, en que le decía que cualquier acción en aquellos momentos estaba condenada al fracaso por injustificada y que el Ejército «aspiraba a que España se salvase a ser posible por los cauces legales». No fue así y cuando llegó el recuento final el Frente Popular se adjudicó 227 actas, mientras re-conocía para la CEDA sólo 88 escaños. En el intervalo entre la primera y la segunda vuelta, 32 actas fueron arrebatadas a la derecha, por medio de impugnaciones, y entregadas a la izquierda. De modo que ésta tenía ahora los medios para imponer en el país la victoria revolucionaria que el Ejército le arrebatara en octubre de 1934. La conciencia de fraude fue inmediata, pero ésta no se refería tanto a las urnas como a la forma en que se hizo la transmisión del Poder.

El 16 de febrero de 1936, aunque era domingo, Franco permaneció en su despacho. Los colegios electorales cerraron a las cuatro de la tarde, pero el recuento, que comenzó inmediatamente, no podía arrojar resultados hasta el día siguiente; en aquella época estas operaciones se realizaban con gran lentitud. Desde las siete de la tarde comenzaron a aparecer manifestaciones con puños ceirados y alboroto. Gil Robles, en la madrugada del 17, pidió a Portela Valladares que decretara el estado de guerra hasta que terminara la segunda vuelta de las elecciones, para evitar un golpe de sorpresa. El secretario de Gil Robles llamó a Franco para pedirle, en nombre de éste, que apoyara la iniciativa, cosa que hizo decididamente. Pero Alcalá Zamora se negó. Franco visitó entonces a Portela —Natalio Rivas fue quien facilitó el encuentro— a las 10 de la mañana de 17, y le anunció que se estaba preparando el conjunto de medidas necesarias para garantizar el orden. Pero Portela Valladares resolvió la cuestión dimitiendo y aconsejando a Alcalá Zamora que entregara el poder de inmediato al Frente Popular. El presidente llamó a Azaña y le encargó de formar gobierno. De modo que la segunda vuelta de las elecciones fue hecha, desde el Poder, por los vencedores. El hecho de que se admitiesen todas las impugnaciones y que ni una sola se resolviese después en favor de la derecha, convenció a ésta de que había sido víctima de una iniquidad. Objetivamente deben admitirse dos cosas: que no entra dentro de la práctica democrática que un grupo presunta-mente vencedor se instale en el Poder entre la primera y la segunda vuelta, encargándose de ésta, y que la relación entre los votos individuales de cada grupo no justificaba ese aplastante dominio del Frente Popular que convertía su gobierno en una dictadura.

En la tarde del 19 de febrero de 1936, Manuel Azaña presentó el nuevo Gobierno, del que no formaban parte socialistas ni comunistas, tratando seguramente de dar una sensación de tranquilidad. Pero inmediatamente dispersó el equipo de militares que Franco atrajera al Estado Mayor, enviando a este último a un destierro a Canarias (al menos ésta fue la conciencia que tuvo el interesa-do). Pero antes de salir hacia su nuevo destino el 8 de marzo, Franco tuvo un primer contacto, que sepamos, con los que preparaban la conspiración, y no se comprometió. Su opinión era que habían comenzado a darse las condiciones que justificaban una intervención del Ejército, pero no en número suficiente. Mola, designado «director» —esto es, coordinador, puesto que el jefe del alzamiento sería Sanjurjo— comenzó a prepararlo sin él.

En su viaje a Canarias, Franco tuvo dos experiencias que le irritaron y que, sin duda, contribuyeron mucho a reforzar su voluntad de participar en el alzamiento: los incendios de iglesias en Cádiz, visibles desde el tren a larga distancia, y la actitud del nuevo gobernador civil de Tenerife, que afirmó ante los que habían ido a recibirle que él estaba allí como hombre de partido. La persecución contra Falange Española y la impunidad de que gozaban los grupos violentos de izquierdas, fueron otro dato. El cardenal Gomá fue a pedir a Azaña protección para la Iglesia, que estaba comenzando a sufrir de nuevo asaltos y daños, pero recibió de éste la seguridad de que serían respetados «los derechos reconocidos por las leyes», sin aclarar cuáles serían éstos. Por último, el 3 de abril Alcalá Zamora fue acusado de irregularidad, precisamente por haber disuelto las Cortes en favor de los que ahora le acusaban, y destituido. El Frente Popular se deshizo también de Azaña de una manera original, elevándolo a la Presidencia de la República, un cargo más honorífico que efectivo. La actitud beligerante de Largo Caballero contra el Gobierno, justificaba ahora los temores de los que creían en la veracidad del famoso documento de Dimitrov: la izquierda estaba preparando el golpe de Estado.

No vamos a seguir ahora en sus detalles la urdimbre de la conspiración para el alzamiento; se ha hecho ya varias veces por diferentes autores. En junio de 1936, que es la fecha que indica Sánchez Albornoz para el comentario de Gira) con Azaña de que era necesario un golpe de Estado para salvar la República, la decisión de los militares estaba evidentemente tomada. Faltaba tan sólo fijar la fecha y el objetivo a alcanzar. Las opiniones estaban divididas: Mola y algunos otros generales pensaban en un alzamiento para salvar la República; pero Sanjurjo, Kindelán y algunos otros querían la restauración de la Monarquía; los requetés de Navarra y el País Vasco, cuya participación tendría importancia decisiva, querían que se indicase desde el primer momento que se trataba de la Monarquía tradicional y, por no haberse aceptado así, Manuel Fal Conde negó a Mola su colaboración. También faltaba Franco, cuyo prestigio, y el papel decisivo que le correspondía como último Jefe de Estado Mayor, parecían a Mola imprescindible.

El 6 de junio, un documento secreto, que procedía del Servicio de Información del Ejército, fue distribuido entre los principales generales: la Dirección General de Seguridad conocía ciertos proyectos para el asesinato de relevan-tes militares y políticos. Franco creyó en su veracidad. Sin embargo, trató de hacer un último intento escribiendo el 23 de junio una carta a Casares Quiroga, brindándole a medias palabras la idea de que convocase a los generales para restablecer el orden que la izquierda estaba alterando. Esta carta no tuvo respuesta. El 6 de julio, Mola anunció a Fanjul que Franco se había comprometido e iba a tomar el mando del Ejército de África.

Así se cerraba el círculo de razones. Tal y como éstas se expresaron en los discursos y manifiestos de los primeros días, los mili-tares consideraron el alzamiento como un caso de «legítima defensa», para impedir el establecimiento de un régimen marxista que hubiera destruido la religión y roto la unidad de la Patria. El hecho de que en la zona republicana se persiguiese con crueldad inédita al clero, se incendiasen o profanasen las iglesias, se suspendieran los actos de culto y, al mismo tiempo, se aprobasen leyes que consagraban una casi independencia de Cataluña y del País Vasco, sirvieron bien a los protagonistas del alzamiento que, muy pronto, sería declarado «cruzada» por uno de los más eminentes obispos españoles, Enrique Plá y Deniel. Franco exigió que no se prejuzga-se la forma de Estado futura, Monarquía o República, pero de he-cho los monárquicos, perseguidos en la zona republicana, se sumaron todos al alzamiento. Este adquirió así un carácter popular y, en cierto modo, geográfico: su principal apoyo procedía de las zonas rurales, más religiosas y más conservadoras; enfrente se encontraban, sobre todo, las masas obreras de las grandes ciudades industriales.

VI

Es difícil establecer responsabilidades. Gil Robles hizo, años después, una observación aguda: no sería capaz de decir quiénes tuvieron mayor culpa en la destrucción de la República, si los extremistas que la combatieron o los moderados que no supieron defenderla. Pero el 18 de julio, Gil Robles, que había escapado por muy poco a la orden de asesinato, estaba con los militares sublevados y había reunido medio millón de pesetas para apoyarles. Franco no fue, indudablemente, el autor del alzamiento, que luego llegaría a acaudillar, pero nunca pensó en permanecer en el otro bando si la sublevación finalmente se producía. En aquellas horas había pocas posibilidades de elección espontánea: se estaba clasificado de antemano entre los amigos o los enemigos.

Otra desinformación que debe ser corregida es la de que el Gobierno de la República se viese sorprendido. Además de las conversaciones privadas que hemos señalado, Miguel Maura publicó en «El Sol», el 18 de junio, un artículo diciendo que la República sólo podía ser salvada por medio de una dictadura. Azaña y Casares

Quiroga prepararon muy bien los nombramientos militares, de tal manera que, salvo uno, todos los generales divisionarios, que equivalían a los actuales capitanes generales, permanecieron fieles a la República. Cabe formular la hipótesis de que el Gobierno hubiera previsto y deseado un golpe militar que fracasara, como el del 10 de agosto, para justificar de este modo la adopción de medidas de emergencia que le permitiese a él ejercer una dictadura. La propaganda inicial del Frente Popular, arremetiendo contra los «militares» sin distinción, y disolviendo unidades que no se habían sublevado, privó al Gobierno de la República de un arma eficaz. Era tanto el temor que se tenía a la intervención militar que el Gobierno se abstuvo de decretar el estado de guerra para no dar a las autoridades militares una superioridad sobre las civiles. En cambio, armó a las milicias políticas y consumó su propia destrucción.

Por encima de todo estuvieron los valores religiosos. En la zona nacional hubo, en este sentido, incluso exageraciones muy notorias: las brigadas navarras rezaban el rosario cada noche. En la republicana ni siquiera los que favorecieran a la República, como el cardenal Vidal y Barraquer, se libraron de amenazas y, en el mejor de los casos, del exilio. De ahí que ningún otro colectivo —como ahora se dice— haya sufrido tantas pérdidas como el clero. En el bando contrario, la masonería se ría también víctima de represalias exageradas. Pero la crueldad, que caracterizó a nuestra guerra, como a todas las guerras civiles, no fue tan grande como a veces se pretende.

VII

El 22 de diciembre de 1938, el Consejo de Ministros, al que la conclusión victoriosa de la batalla del Ebro auguraba un pronto final de la guerra, designó una comisión de veintidós juristas para que elaborasen un «dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936». Este dictamen fue publicado en abril de 1939, pocos días después de concluir la guerra civil. De nuevo con-viene que hagamos la advertencia: no se trata de dar la razón a los autores del dictamen sino de contemplar las razones que, según ellos, legitimaban el alzamiento. Y esto sí resulta importante, pues que hemos visto cómo los argumentos manejados conducían a una meta de legítima defensa. Eran siete las razones:
— Hubo fraude en las elecciones de 1936 y falseamiento de sus resultados, a fin de quitar actas de diputados a los partidos de la derecha para dárselas a la izquierda.
— El Gobierno formado por Azaña el 19 de febrero quebrantaba un artículo de la Constitución de 1931, que prohibía expresamente la constitución de un gabinete en el período entre la primera y la segunda vuelta de una misma consulta electoral.
— También era anticonstitucional la suspensión y anulación del Tribunal de Garantías Constitucionales, así como la destitución ilegal del Presidente de la República que no estaba sometido al voto mayoritario de la Cámara.
— Había una razón genérica: el Estado pierde su legitimidad cuan-do se pone al servicio de la violencia y del crimen, como Gil Robles explicara en su famoso discurso del 16 de julio en donde reveló las listas de asesinatos y violencias.
— El jefe de la oposición, José Calvo Sotelo, había sido asesinado por policías de uniforme, en un automóvil de la Dirección General de Seguridad y mientras se halla-ban cumpliendo servicio.
— Al producirse el alzamiento militar, el Gobierno no usó de los resortes legales que le obligaban
a proclamar el estado de guerra y a salvaguardar el orden. En cambio promovió la sublevación pop-lar armando a las milicias de los partidos y permitiendo que se constituyesen tribunales populares.
— Fue suprimido todo respeto y garantía a las personas y a las propiedades.
Un día de marzo de 1936, bajando la escalerilla del barco que le condujera a Canarias y contemplando las pancartas que a él le acusaban de «carnicero de Asturias» —curiosa acusación para quien había permanecido en un despacho todo el tiempo que duró la revolución—, Franco dijo a su primo, Franco-Salgado, que se engañaban los que esperaban un golpe rápido porque si éste llegaba a producirse, sobrevendría una guerra civil. Así sucedió. En una guerra, las razones verdaderas que la produjeron, suelen oscurecerse. Pero, al doblar medio siglo, es hora de que, abandonando las pasiones que dividieron a nuestros padres, tratemos de aproximarnos a los acontecimientos con ánimo de comprender. Explicar las razones y no dar simplemente la razón a uno u otro bando.

«La alegría es una manifestación del amor. Quien no ama a nada ni a nadie, no puede alegrarse, por muy desesperada-mente que vaya tras ello. La alegría es la respuesta de un amante a quien ha caído en suerte aquello que ama».

J. PIEPER

Una teoría de la fiesta

 

 


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