La declaración conciliar de libertad religiosa y la caída del Régimen Nacional, por Rafael Gambra

 

Rafael Gambra

Boletín Informativo FNFF Nº 36

 

Cuantos nos encontramos aquí reconocemos, sin duda, como dramática la situación por que atraviesa nuestra patria, con esta especie de desintegración moral y nacional que nos acosa y crece cada día. Muchos lo habréis sentido en vuestros propios hogares viendo crecer abismos de incomprensión y despego entre las sucesivas generaciones. Todos reconoceréis fácilmente que el tema que va a ocuparnos coincide con la clave misma de esta tragedia. Es decir, el punto en qué confluyen nuestras miradas hacia atrás para preguntarnos qué ha sucedido, y nuestra preocupación hacia el futuro pensando a dónde habremos de llegar.

No me ofrece duda, sin embargo, que algunos de mis oyentes no estarán conformes con los términos de mi planteamiento ni con el diagnóstico que le sigue. Me hubiera sido fácil edulcorar mis puntos de vista para dejar a todos suficientemente tranquilos, pero no me parece lícito hacer ensayismo ligero sobre asuntos de tal gravedad. Espero simplemente que todos, compartan o no mis conclusiones, aprecien en ellas, cuando menos, su sinceridad.

Partamos de una pregunta que todos nos hemos formulado y de un hecho innegable que se ha operado en el pasado inmediato. ¿Cómo ha podido transitarse sin lucha visible ni ruptura de continuidad desde la católica y laboriosa España de los años 40-50 hasta esta inmensa anarquía organizada y fomentada: anarquía de las almas, desintegración de pueblos multisecularmente unidos? Si tal es la pregunta, el hecho es este: el Régimen cuya instauración costó miles y miles de vidas en la conquista de media España trinchera a trinchera, cota a cota, palmo a palmo, se entregó sin resistencia, casi voluntariamente, treinta y seis años después. Podría considerarse como un caso de suicidio colectivo; incluso tengo aquí ante mis ojos el acta de aquel aparente suicidio, algo así como la carta que deja el suicida para que a nadie se culpe de su muerte: la ley 1/1977 de rango fundamental cuyo artículo 1º determina que el origen de la Ley y del Poder reside en la voluntad soberana del pueblo; es decir el principio democrático-liberal que es lo contrario de cuanto había proclamado siempre el Régimen Nacional y de cuanto movió a la lucha al Alzamiento de 1936. Y esta Ley de Reforma Política aparece editada, para último escarnio, por las «Ediciones del Movimiento» y firmada por el presidente de las Cortes orgánicas y conspicuo hombre del Régimen, Torcuato Fernández Miranda.

Sin embargo, si se considera este hecho más de cerca, se comprende que un suicidio es en sí un hecho violento, y que el ánimo del suicida suele estar trabajado por presiones exteriores muy intensas.

En la mente de todos está, y nadie lo niega, que la evolución de la Iglesia en los años precedentes —lo que se ha llamado «la traición de los clérigos»— influyó poderosamente en esa especie de suicidio político. El mismo régimen que en 1946 resistió victoriosamente el acoso de toda la Europa y América triunfantes en la Guerra Mundial, se entrega mansamente treinta años más tarde ante presiones que parecerían insignificantes en el terreno político. Entre una y otra coyuntura se sitúa precisamente el Concilio Vaticano II.

Este hecho —la influencia de la evolución conciliar sobre el régimen español—ha sido tratado en esta tribuna desde el ángulo del sujeto paciente (el Estado Nacional) por Alfredo Sánchez Bella con el gran conocimiento de causa de quien vivió los hechos desde el propio gobierno. También lo ha sido por el Prof. Tusell en un libro excelentemente documentado que tituló «Franco y los católicos». Estos católicos —como él mismo dice en su prólogo— deberían escribirse entre comillas, puesto que se trata sólo del grupo de la Democracia cristiana (o Santa Casa) que ocupó puestos relevantes en los ministerios de Franco. (Mi postura ante estos estudios se encuentra mucho más cerca del enjuiciamiento realizado por Sánchez Bella, dado que no considero el tránsito hacia la democracia de partidos como algo benéfico y deseable sino como algo nocivo, diríamos catastrófico, para los pueblos y para la salud de las almas). Por mi parte, quisiera tratar este fenómeno histórico desde el otro ángulo; es decir, desde el sujeto agente que es en este caso la Iglesia oficial o nueva Iglesia «conciliar». ¿Cómo pudo ejercerse esa influencia decisiva y letal sobre aquel Régimen? ¿Cuáles fueron los orígenes y motivaciones para que ese influjo se ejerciera?

Delimitado así mi objetivo, no voy a aludir mas que de paso a la praxis de aquél régimen en lo que pudo haber concurrido como concausa a su rápida liquidación. Es de justicia señalar que el Régimen nacido del Alzamiento Nacional fue consciente enseguida de que la motivación religiosa era factor decisivo de aquella lucha y de que la fe católica había sido el elemento aglutinante de nuestra nacionalidad. En consecuencia, además de restaurar la unidad católica y la confesionalidad del Estado, llevó a sus Leyes Fundamentales el espíritu de una religiosidad católica expresa. Incluso la estructura y la representación orgánicas de la sociedad, de inspiración cristiana pre-revolucionaria, quedaron reflejadas en aquellas leyes. Es lo que hoy se conoce despectivamente como «nacional-catolicismo». Pero si tal fue el espíritu de su alta legislación, la praxis del Régimen quedó, desgraciadamente, bastante lejos de la teoría, y se pareció más a un centralismo uniformista y autoritario.

Cabe citar, sumariamente, algunas de las causas de esa interna discordancia entre la teoría y la práctica del Régimen. Confiar la llamada «formación del espíritu nacional» de las nuevas generaciones a un cuerpo subalterno que impartía esa materia de una forma simplista, rutinaria y politizada, en vez de procurar la creación de una buena escuela de profesores hispanistas, fue un primer error grave para la pervivencia de ese espíritu patrio. No fue fallo menor la torsión del Régimen hacia las realizaciones técnicas y económicas con olvido o preterición de sus motivaciones espirituales. Ya el 25° aniversario de la victoria (1964) se conmemoró bajo el solo signo de la Paz y del Desarrollo. Ello sería preludio de lo que después se llamará la época de los tecnócratas. Por último, la Ley de Educación de 1970 entregaba la enseñanza española a los planes y el espíritu de la UNESCO, radicalmente opuestos al espíritu religioso y nacional del Alzamiento.

No obstante, ninguno de estos errores —determinantes sin duda de una decadencia interna—, alcanzan a explicar la entrega del Régimen a sus naturales enemigos. Ni sufría para ello el acoso de una guerra colonial de desgaste como en el caso de Portugal, ni se encontraba en la pasada depresión económica, antes bien, en su momento de más alto nivel de vida.

Es preciso concluir que aquel Régimen, por muchos que fueran los motivos de su decadencia, no murió de muerte natural sino por factores externos. Como decía Chesterton, por mas que especulemos con que Julio César sufría de un fuerte dolor de cabeza aquel día de los Idus de marzo, nadie afirmará que su muerte se debió a un proceso patológico interno.

«ESPAÑA ES DIFERENTE»

Hacia 1962 se populariza el slogan «España es diferente». Era a la sazón ministro de Turismo Manuel Fraga, e incluso pudo ser él su autor. Tal vez ninguna frase haya atraído mayor hostilidad, sarcasmo e ironía por parte de la mentalidad izquierdista ya constituida entonces en «stablishment» intelectual. El izquierdismo español ha sido siempre «homologador» y «europeizados» de su patria, y ha aborrecido como por instinto de cuanto de diferencial pudiera señalarse en España. (Es posible que ya en estos últimos años consideren a su país plenamente igualado con el mundo democrático moderno, incluso más igual que los demás, como acontecía con el ganado porcino en la célebre fábula de Orwell). Pienso que sólo otra frase ha podido concitar análogas iras por parte de esa mentalidad: aquella que creía ver en España «la reserva espiritual de Occidente».

Sin embargo esa diferencia es objetivable en la historia de España de los dos últimos siglos. En el siglo actual nuestra patria permanece ajena a las dos grandes guerras que ensangrentaron el mundo, y vive en cambio una guerra interna de contenido más profundo que los de carácter nacional y económico que motivaron aquellas conflagraciones mundiales, guerra de España en la que se dan cita voluntarios extranjeros que representan cosmovisiones encontradas entre sí; las brigadas internacionales de una parte, marxistas o anarquistas; legitimistas franceses y rusos blancos de otra, junto a otras fuerzas anticomunistas. En el siglo XIX había acontecido algo semejante: participaron los españoles en las guerras napoleónicas con un carácter religioso diferente del que animaba a esas mismas guerras en el centro de Europa, y después quedaron al margen de los conflictos de ámbito europeo como la guerra franco-prusiana. En cambio, se inicia en nuestro suelo el drama de las guerras civiles —político-religiosas— de 1833 y de 1873. Es decir, que a partir de la Revolución francesa y del napoleonismo la historia de España no es solo «diferente» sino divergente de la historia de Europa.

¿En qué consiste esa diferencia que se manifiesta en esta divergente ejecutoria histórica, pero que trasciende, al menos hasta tiempos muy recientes, al modo cómo el español medio piensa, cree y afronta el existir? Digamos, ante todo, que no se trata de una particularidad temperamental o de una limitación que nos haga incapaces de integrarnos en la marcha general de la civilización europea. Es frecuente oír que si la democracia moderna no se ha asentado entre nosotros durante estos dos siglos ha sido por una falta de madurez o incapacidad para la convivencia y la tolerancia. De donde resultaría que el pueblo que llevó a América la verdadera democracia municipal y la legislación más tolerante y protectora no estaría aún maduro, cuatro siglos más tarde, para una convivencia civilizada en su propio seno. La opinión ha alcanzado, sin embargo, tal eco que el propio Concilio Vaticano II al referirse a la llamada «libertad religiosa» hace una alusión (referida sin duda a España) a «las peculiares circunstancias de algunos pueblos» que otorgarían un especial reconocimiento a una comunidad religiosa (la católica) dentro de su ordenamiento jurídico. (Para estos casos ordena que se otorguen los mismos derechos «a todos los ciudadanos y comunidades religiosas»).

No. Es preciso negar de plano esa «particularidad» en materia religiosa; Baste considerar que en la Europa anterior a la Revolución se daba por supuesto sin excepción que la confesionalidad del Estado y la unidad religiosa eran fundamento del orden social, y que sólo por vía de tolerancia se admitían otras confesiones allá donde éstas estuvieran implantadas en parte de la sociedad. Y que en la Europa pre-luterana la unidad de fe y de poderes era universal. La concepción política que cristalizó durante los siglos cristianos fue la de que el hombre ha de rendir culto a Dios tanto en el ámbito personal como en la sociedad que forma y en la vida pública en general. Ello por el principio de que «ante Dios toda rodilla ha de doblarse en el Cielo y en la tierra». Según la inspiración cristiana de la política, dos potestades deben regir la vida comunitaria del hombre: el pontificado y el imperio (Iglesia y Estado), puesto que el hombre es a la vez criatura de este mundo y caminante hacia la Eternidad, objetivo este para el que necesita de la gracia y los sacramentos encomendados por Cristo a su Iglesia. Y estos poderes, con ámbito propio, deben armonizarse entre sí bajo la égida de la fe y de la ley de Dios. Baste considerar asimismo que la enseñanza de la Iglesia frente a la Revolución coincidió hasta hace veinte años con aquella «contestación» de los españoles a la democracia laicista durante los dos últimos siglos.

De donde resulta que esta divergencia de la historia de España respecto a la historia moderna de Europa sólo podría calificarse de «particularidad» o de mengua si por tales se entiende la fidelidad a los orígenes religiosos y la coherencia entre la praxis política y la fe que se profesa. Con lo que habría de admitirse que la particularidad y el principio de divergencia estuvo de parte de las sucesivas revoluciones que fueron conformando a Europa según el patrón laicista y democrático que hoy se ha impuesto como esquema teórico universal.

Esa tendencia a la laicidad o antropocentrismo se inicia en el terreno de los hechos con la paz de Westfalia (1648) que puso un final de compromiso a las guerras de protestantismo y consuma una ruptura de la unidad religiosa en el orden internacional; es decir, la clausura de la Cristiandad como estructura de nuestra civilización bajo un sola fe y unos mismos poderes. La Revolución de 1789 constituirá un segundo paso al sustituir también en el seno de las naciones el orden religioso por el meramente civil Después de las guerras napoleónicas se intenta todavía establecer un orden europeo sobre bases cristianas (ya no católicas) con la Santa Alianza, pero tras la primera Gran Guerra el orden internacional que se ensaya (la Sociedad de las Naciones) será ya arreligioso o laico. La última Guerra Mundial, en fin, será seguida de un orden mundial —la ONU—no sólo ajeno al principio religioso, sino opuesto a él: el ideal educativo de la UNESCO se cifra en la comprensión universal en el que las religiones son consideradas como particularismos o fijaciones históricas que deberán ser tratados (y deseablemente eliminados) por una pedagogía conviviente y laicista.

Frente a este proceso disolutorio de las raíces religiosas de nuestra cultura —de la Cristiandad—, nuestro pueblo mantuvo durante siglos la unidad religiosa católica como base referencia! de la sociedad y de la educación. Incluso después de la Revolución, en la época de las Constituciones, la unidad religiosa se sostiene, de modo un tanto incongruente, como parte de la propia Constitución; es decir, como una exigencia de la Voluntad General, que es (teóricamente) el origen del Contrato Social o Constitución. No se afirma así la confesionalidad del Estado porque Dios existe y es deber del hombre rendirle culto privado y público, sino por virtud de un artículo constitucional. Pero así y todo, tal principio se mantiene hasta 1931. Por otra parte, grandes zonas de España conservan, por virtud de las guerras carlistas, la antigua legislación foral. En ellas no rige el Código Civil napoleónico o liberal, sino una legislación de Cristiandad que mira, sobre todo, a preservar el núcleo familiar y la patria potestad.

En fin, en el terreno de su ejecutoria, la historia moderna de España presenta una reivindicación constante, no interrumpida hasta nuestros días, de ese régimen de Cristiandad frente a las teorías y las realizaciones de la Revolución laicista. En 1793 nuestros ejércitos se nutren de voluntarios para luchar contra la Convención francesa, «por la religión y por el key». En 1808 se pelea contra los napoleónicos más como impíos y «herejes» que como extranjeros. En 1821 los «realistas» se alzan contra la Constitución de Riego; en 1833 contra la implantación de la monarquía liberal, en la primera guerra carlista; en 1873 contra la primera República, y en 1936 contra la segunda en una «Cruzada por Dios y por la Patria». Tras esta última guerra se reimplanta la confesionalidad y unidad católicas, y no por la vía incoherente de la voluntad constitucional, sino de pleno derecho, como «principio fundamental» de raíz religiosa. Puede así decirse que, salvo en los cinco años de la segunda República, nunca dejó nuestra patria de regirse por un reconocimiento civil -mas o menos expreso— de la fe católica; y ello hasta la desventurada reforma política de 1977.

Y es precisamente esa fidelidad a los principios de la antigua Cristiandad y esta ejecutoria reivindicadora lo que en los dos últimos siglos ha separado a España de lo que llamamos «Europa», y lo que hace verla hoy como «diferente». Así, cuando ahora (1985) se nos invita a festejar «la integración de España en Europa» se significa algo más que el ingreso en un pacto de mercados. Se trata más bién de la aceptación aneja del Tratado de Roma de 1957 que exigen una sociedad liberal y una educación laicista. Es decir, se trata de borrar aquella «diferencia» que era lealtad, y de consumar una definitiva, tardía e inútil deslealtad histórica.

LA «TRAICIÓN DE LOS CLERIGOS»

Hasta 1965 esa fidelidad y esa resistencia de la parte más representativa del pueblo español se orientaba por un hito o referencia aparentemente inmutable: la Iglesia Católica. Hasta esa fecha la Iglesia ofrecía, al menos en su imagen exterior, una absoluta coherencia de doctrina y una continuidad histórica de casi dos milenios, incomparables con toda otra institución del. pasado. Uno era el dogma, unos los sacramentos, una la disciplina, una la catequesis. Y en su relación con las ideas y los hechos de la Revolución laicista, su posición siempre fue de claro enfrentamiento. Desde la encíclica Adeo nota de Pio VI en 1791 contra la Declaración de Derechos Humanos de la Revolución francesa hasta las últimas encíclicas y radiomensajes de Pio XII, la voz de los pontífices fue unánime en su condena de la democracia liberal y, en general, de las nuevas ideas que pretendían instaurar un orden social meramente civil en el que la Voluntad General sustituyera a la ley de Dios.

Es en el Concilio Vaticano II donde la teoría y la praxis de la Iglesia oficial cambian de signo respecto a la Revolución laicista. Se inicia este concilio, como se sabe, con el designio de «apertura al Mundo» y de aggiornamento o «puesta al día». Había que «abrir las ventanas de la Iglesia» hacia el exterior, como suponiendo que en éste se hallaba el aire fresco y el de la Iglesia se había enrarecido. Cabe pensar que esa actitud nacía de un cansancio de los eclesiásticos (o de un fuerte partido dentro de ellos) res-pecto a aquella posición de aislamiento y oposición que respecto al medio político y social moderno venía adoptando la Iglesia desde siglo y medio antes. La inflexión fue clara desde el comienzo del Concilio. Los términos Mundo. Modernidad y hombre dejan de tener para la nueva Iglesia conciliar una resonancia sospechosa u hostil (dominio del Príncipe de este mundo, modernidad como sujeto de rebeldía —el modernismo—, el hombre como siervo del pecado original) para adquirir el halo luminoso de cosas a las que la Iglesia debe adaptarse y servir. El mundo moderno. el hombre moderno. el humanismo cristiano. el sano pluralismo, etcétera.

Para el lector superficial de periódicos, para el hombre de la calle, el Concilio pasó más o menos inadvertido: una reunión de curas en la que se redactaban unos documentos de tipo eclesiástico, análogos a cualesquiera otros. Sin embargo, los efectos fueron espectaculares y fulminantes: en pocos años habrían de afectar a cada país, a cada pueblo, a cada familia, a cada alma. No ha habido dogma, ni práctica de sacramento ni costumbre de la Iglesia que no se haya visto «contestada» desde dentro de la propia Iglesia. Y una degradación mental y moral inmensa, sin precedentes, se extiende incontenible por todo el ámbito católico. Los clérigos se quitan el hábito talar y en gran número se secularizan con la mayor impudicia y escándalo; la mayoría de los seminarios y casas de formación religiosa se ven desiertos o se ponen al servicio de la subversión marxista; la misa tradicional, que era el corazón del culto católico, se ve sustituida por una nueva misa ambigua y sospechosa en cuya redacción asesoran teólogos protestantes. Con ella se abandona en el culto el latín milenario y el canto gregoriano, con toda su grandeza, sustituido por cánticos improvisados, ramplones, a menudo procedentes de salmos protestantes. Y la predicación del nuevo clero se toma imprecisa e inquietante, no sabiéndose en ella si el término de nuevo cuño «liberación» significa la salvación eterna o la revolución marxista, ni si el nombre de «Jesús» designa al Hijo de Dios, Dios mismo, o a un precursor de la lucha de clases.

En la práctica política y social, la Iglesia cambia descaradamente de bando. Toda teoría subversiva va a ser acogida con respeto y propiciada, hasta el extremo de que los dos grandes focos de subversión marxista y sangrienta que sufre el mundo hispánico (el País Vasco y Centroamérica) están dirigidos principalmente por clérigos (secularizados o sin secularizar), cuentan con sus arsenales y reductos en casas religiosas, y se ven amparados a menudo por la complicidad de los prelados. Otro tanto sucedió en los territorios portugueses de África, otrora zonas de expansión católica y hoy trasferidos a la órbita soviética. Al mismo tiempo, son los católicos fieles a la tradición de la Iglesia los únicos que se ven excluidos o tratados como sospechosos por parte de la nueva Iglesia conciliar.

Y mientras tanto los padres contemplan cómo a sus hijos se los marxistiza en los Colegios religiosos, cómo pierden en ellos la fe o adquieren otra distinta u opuesta y lo mismo que acontece a quienes entregaron a sus hijos al sacerdocio o la vida religiosa. Son incontables las familias católicas que han sufrido en su carne esto que puede calificarse del mayor fraude de la historia. Y en menos de diez años los templos se vacían o sirven para prédicas y reuniones subversivas, y cesan radicalmente las vocaciones y las conversiones al catolicismo, y las misiones se paralizan o se ponen al servicio de organismos arreligiosos como la UNESCO, el UNICEF o la Cruz Roja Internacional. Y un hervidero de movimientos cristiano-marxistas hacen que en diversos ámbitos del mundo se haga indiscernible la acción del catolicismo y del comunismo.

Simultáneamente, en fin, proliferan la prensa y la literatura impías o francamente blasfematorias, al igual que los espectáculos —teatro, cine, TV.—, sacrílegos, ante el silencio cómplice de la nueva Iglesia conciliar, cuyas doctrinas perversas se encargó ella misma de proteger con la supresión del Santo Oficio para la defensa de la fe. Pensemos en alguno de esos espectáculos, el más escandaloso, que se exhibe ya en nuestra patria: el film de Godard «Dios te salve, María», cuya temática repugna describir. Muchas de las revistas «católicas» de Francia y no pocos obispos han alabado «los valores estéticos y humanos» de este film, o se han felicitado de que «el mundo moderno» tome inspiración en «temas religiosos». Otros prelados franceses han protestado contra tal exhibición, pero ninguno en nombre del honor de Dios ni de la santidad de la religión, sino a título de «una minoría que se ve ofendida en sus sentimientos»; es decir, en nombre del Hombre y de la democracia, a cuyas causas sirven.

Esta situación, que por su enormidad y evidencia no requiere ponderación, lleva hoy a muchos católicos a enfriarse en su fe o a separarse de la Iglesia, en la que van aprendiendo a descubrir un enemigo. Es este el mayor de los peligros que hemos de afrontar en estas horas de tinieblas y confusión. No se trata de ver las cosas como no son, ni de guiarse por falsos pastores. Pero sí de esforzarse en considerar que la Iglesia es, en realidad, la primera víctima de esta grande y concertada invasión de apostasía. Que no es a la verdadera y eterna Iglesia a la que oímos a través de esos pastores del «ecumenismo humanista», sino a los suplantadores del auténtico magisterio que subyace desconcertado y reducido al silencio. Ploncard d’Assac, un exiliado de Petaifl que fue durante años asesor político de Oliveira Salazar, ha escrito un libro esclarecedor bajo el título «La Iglesia ocupada» (ocupada en el mismo sentido en que la Francia de 1943 era una potencia ocupada por el enemigo). Si alguien que leyera, por ejemplo, las proclamas de José Napoleón o de sus generales durante la Guerra de la Independencia las hubiera tomado por la voz del pueblo español y de su rey, habría errado gravemente y se habría incapacitado para comprender la historia posterior. Los gobiernos y sus portavoces cambian y pasan, los pueblos y las instituciones perviven.

No puede dudarse, por lo demás, de que los enemigos de la fe y de la Cristiandad habrían de tener como principal objetivo ocupar el núcleo espiritual de esa civilización para que en ella se pierda todo punto de referencia y se produzca el consiguiente desarme moral. Decía Sabino Arana, el inventor del nacionalismo vasco, que su designio separatista triunfaría el día en que los restantes españoles llegaran a identificar el término «vasco» con el de «nacionalista vasco». De igual manera, la causa de la religión estaría perdida para nuestra patria el día en que identifiquemos mentalmente la Iglesia Católica con esta Iglesia «conciliar» que hoy detenta el gobierno de la Iglesia visible.

Por supuesto que el Concilio que tan desastrosas consecuencias ha tenido no fue algo que surgiera de improviso, sin condicionamientos ni antecedentes. Hubo de contar, ante todo, con un clima propicio dentro de los medios eclesiásticos para que el germen subversivo pudiera filtrarse en sus textos sin verdadera consciencia en sus partícipes de lo que ello entrañaba, y sin protesta visible, fuera de casos aislados que fueron rápidamente acallados. Ese campo abonado fue, ante todo, un cristianismo fácil que se desentendía de toda dificultad para situar y sostener su fe. El dogma de la infabilidad pontificia, por ejemplo, es sumamente restrictivo sobre las circunstancias en que el magisterio infalible haya de aceptarse como tal; sin embargo, la enseñanza de ese dogma se venía haciendo en su sentido maximalista, sin cautelas ni limitaciones en la catequesis común. Por este y otros caminos se llegó a crear en nuestra época la idea de que ser católico es, sin lugar a dudas, estar con el párroco, con la jerarquía, con el pontífice, sin más. Una espesa ignorancia se había extendido sobre las vicisitudes históricas de la verdadera fe, sobre las pruebas y enfermedades que ha sufrido la Iglesia a través de su historia. Así, un católico medio de nuestro siglo no comprendía que el mismo Cristo hubiera dicho: «no he venido a traer la paz, sino la guerra», o la rotunda afirmación de que «quien quiera ganar su alma (sólo eso), la perderá». O el supremo criterio para distinguir el buen árbol del malo: «por sus frutos los conoceréis». Casi nadie en el siglo XX tenía consciencia de las angustias y pruebas morales que cristianos de otros tiempos hubieron de sufrir para reconocer la verdadera fe y para preservarla en su corazón y en el de sus hijos. Las de aquellos que vivieron en una Iglesia dividida por el arrianismo, los que en el cisma de Occidente conocieron hasta tres papas que se excomulgaban mutuamente, los que vivieron en la Alemania del Protestantismo hasta que éste fue declarado herético…

No; el inmenso bien de saberse en la fe verdadera y de poder confesarla sin vacilación ha costado a muchos la vida o el tormento, a otros la angustia, la vacilación y el enfrentamiento con quienes decían representarla. Si todo hubiera resultado siempre diáfano, y la barca de Pedro no sufriera nunca tormentas y aun nieblas de incertidumbre, la fe carecería de mérito moral, puesto que estaría patente a nuestros ojos un milagro permanente. Y Dios ha querido que nuestra fe sea lúcida, meritoria y comprometida.

Pero no basta una merma de defensas orgánicas en el paciente para que la enfermedad se produzca o se explique. La pavorosa trasmutación que ha su-puesto el Concilio ha requerido además de fuerzas poderosas que desde muy atrás vinieran trabajando en la oscuridad dentro del seno de la, Iglesia. En efecto, una poderosa «quinta columna» o columna infiltrada laboraba en ella desde principios del siglo pasado contra la concepción dogmática, disciplinar y política tradicionales en la Iglesia, y ella sería el germen —y la cabeza de puente— para la desnaturalización de la fe a que hemos asistido en los últimos treinta años. (No es casualidad que, por ejemplo, en España los movimientos más radicalizada-mente marxistas como Comisiones Obre-ras se hayan originado de una evolución de sindicatos católicos inspirados por ese difuso «catolicismo liberal», y que las bandas de acción armada separatistas y, a la vez, marxistas-leninistas —como ETA— hayan nacido de partidos católicos insolidarios con la tradición religiosa y nacional). Se trató, ante todo, del movimiento de ideas que inició hacia 1825 el sacerdote francés Felicité de Lamennais en su revista L’Avenir, en la que colaboró Montalembert, y más tarde la publicación Le Sillon. Movimientos que, a través de las distintas formas de «democracia cristiana» y de la obra de Maritain desembocará en las actuales tendencias «progresistas» o «humanistas», umbral ya de la interpretación marxista del Cristianismo.

Estos movimientos vienen a ser un eco del protestantismo en el seno de la Iglesia Católica, y su esencia o factor común viene a reducirse a esta constelación de ideas: reconciliación de la Iglesia con el mundo moderno (y el hombre moderno) hasta reconocer en la Revolución francesa una realización criptocristiana (cristiana sin saberlo); exigencia de una plena separación entre la Iglesia y el Estado con la consiguiente reducción de la religión al ámbito privado dentro de una sociedad «pluralista»; aceptación del laicismo de Estado y de la democracia moderna. El origen psicológico de esta actitud moral y de esta ideología ha de encontrarse —como he dicho— en un cierto cansancio por parte de algunos medios eclesiásticos respecto al aislamiento y soledad en que la Iglesia había quedado respecto a los poderes públicos de su época, consecuencia de su oposición frontal a la concepción laicista emanada de la Revolución. Se trataría de volver a actuar en la vicia pública, ahora a través de los partidos políticos y de la mecánica democrática establecida.

Para Lamennais, el conjunto de verdades y cauces de salvación que la Iglesia guarda corno patrimonio exclusivo para trasmitir a los hombres pertenece en realidad a la humanidad toda, que lo recibió de Dios en la revelación primitiva. La Iglesia es sólo una avanzada (una mayor consciencia, diríamos) en la marcha universal del hombre hacia una metarreligión superior, religión universal, que sería asimismo la consciencia general del espíritu humano. Como consecuencias, todo hombre posee el derecho a manifestar públicamente sus opiniones religiosas, la Iglesia debe dialogar con el mundo y con las otras religiones en su búsqueda común, y el Estado debe admitir el libre ejercicio de todos los cultos. En 1832 el Papa Gregorio XVI condena estas ideas, según las cuales cualquier religión es salvífica y la sociedad civil debe ser secular o laica, en su encíclica «Mirari Vos». Pio IX condenará a su vez las ideas de Montalembert y Le Sillon en el «Syllabus» y en la encíclica «Quanta cura», que, como veremos, conlleva en su contenido y expresión la infalibilidad 

pontificia. Los Papas designan a aquel grupo de ideas religiosas y políticas bajo el nombre genérico de modernismo, en razón al culto que otorgan a la modernidad y al hombre moderno, ante cuya ideología y realizaciones parecen rendir-se. Tales condenas fueron reiteradas por todos los pontífices hasta Pio XII inclusive. San Pio X dedica a la refutación del modernismo su famosa encíclica «Pas-cendi» en la que lo define clarividente-mente como «movimiento de apostasía general para el establecimiento de una nueva religión universal sin dogma ni jerarquía, sin regla para el espíritu, bajo pretextos de dignidad y de libertad». Y lo calificó también de «síntesis o compendio de todas las herejías».

San Pio X consideró de tal nocividad para la fe ese movimiento de ideas que estableció el llamado «juramento anti-modernista», por cuya virtud todos los sacerdotes al ser ordenados o al recibir posteriores dignidades se comprometían a combatir con todas sus fuerzas esa fuente de herejías y de apostasía. Este juramento fue abolido por Pablo VI a raíz del Concilio Vaticano II. Ya el predecesor de San Pio X, León XIII, tuvo la visión profética de los efectos catastróficos que para la fe y para la Cristiandad podrían pronto extenderse y estableció las preces con que concluían todas las misas en petición a San Miguel Arcángel para que libre a la Iglesia de las asechanzas del Maligno. También esas preces quedaron abolidas en el Novus Ordo Misae de Pablo VI.

Los movimientos posteriores en la misma dirección liberal, conocidos genéricamente como «democracia cristiana» (Dom Sturzo en Italia, Herrera Oria en España…), no fueron ya objeto de condenación pontificia, antes bien fueron lentamente «oficializándose» dentro de la Iglesia. No sostenían una tesis general sobre la naturaleza y potestad de la Iglesia, pero sí llegaban a las mismas conclusiones que el modernismo en el terreno político y social. Para ellos no existe, propiamente hablando, un orden social cristiano ni aún como inspiración histórica: las formas de gobierno son religiosamente indiferentes. A esta ambigua afirmación le otorgan un alcance por el que la democracia moderna (o teoría de la Voluntad General) se incluye en las opciones políticas válidas para un cristiano. La bondad o malicia de un régimen dependerá para ellos sólo de la actuación moral de sus miembros o representantes: misión de los católicos será colaborar honradamente con todos y en su seno propagar e influir al servicio de la fe, buscando siempre el bien posible o el mal menor.

Libres de condenas pontificias por desligarse aparentemente de las tesis eclesiológicas del modernismo, la democracia cristiana o liberalismo católico se fue extendiendo entre el clero durante los pontificados de Benedicto XV y Pio XI, a pesar de que estos papas no cesaron en sus condenas al principio modernista y en su ratificación de la doctrina político-social que era tradicional en la Iglesia. Ya en la plenitud de nuestro siglo la democracia cristiana encontró su gran teórico en el filósofo francés Jacques Maritain, que pretendió fundamentar esas teorías en su sistema personalista y humanista. Para este autor, la democracia moderna y el laicismo de Estado no son sólo opciones lícitas para el católico sino que constituyen una realización del orden político más adecuado al espíritu del cristianismo que lo que fue la antigua Cristiandad, en la que Iglesia y Estado eran brazos armónicos de la Civitas cristiana terrenal.

(Las tesis filosóficas y antropológicas en que apoyaba Maritain su teoría de una nueva Cristiandad encontraron brillantes contradictores en el catolicismo tradicional. Aunque no entremos aquí en esta discusión, señalemos que quizá ninguno tan sutil como el profesor español Leopoldo Eulogio Palacios en su libro El mito de una nueva cristiandad. A él remitimos a quien desee profundizar en la cuestión).

Ese partido liberal-católico (titulado ya progresista), aunque muy minoritario dentro de la Iglesia, logró imponerse en el Concilio mediante una operación concertada en la que se cambiaban o trucaban los esquemas doctrinales y disciplinares que para el mismo se habían redactado. Contó para ello con su interna cohesión y con la dispersión e inopia de la mayoría conciliar. El Concilio ter-mina, como se sabe, con una apoteosis de Maritain como el gran teórico del mismo, y con el alucinante discurso de clausura de su discípulo Pablo VI (7 de diciembre de 1965) que constituyó una proclamación del culto al Hombre, con levísimas referencias religiosas. Una vez en el poder de la Iglesia, los progresistas se apresuraron —como he dicho— a suprimir el Santo Oficio, que hubiera podido reiterar sobre ellos, ya destapados, las mismas condenas que pesaron sobre sus predecesores modernistas.

EL SÍNDROME DEL DESCONCIERTO

A partir de este momento una situación de desconcierto sin precedentes en la historia de la Iglesia se instala entre los católicos practicantes. Acostumbrados de toda su vida a encontrar una identificación entre sus creencias, costumbres y sentimientos y la palabra de la Iglesia oficial —de sus pastores—, no han podido encajar que éstos busquen como interlocutores, como amigos y aliados a quienes consideraron siempre como enemigos de la fe, y que, al contrario, cuanto ellos creyeron, amaron y defendieron se vea tachado por la nueva Iglesia «conciliar» de superado, inmovilista, obsoleto. Ha sido para ellos como si el oriente y el lugar por donde nace el sol se separaran, se contrapusieran.

Se inicia así entre ellos una competición de ingenio para «interpretar» los textos del Concilio de forma que reafirmen la doctrina sostenida por la Iglesia a lo largo de su historia. Para demostrar que quienes traicionan al Concilio con un post-concilio espúreo son los clérigos progresistas o pro-marxistas, es decir, precisamente aquellos que se apoyan siempre en la autoridad del Concilio para sus desórdenes y sus giros mentales copernicanos. O bien en otros católicos aparece el síndrome del avestruz, el deseo íntimo de no ver, de no enterarse, de refugiarse en un lugar, en una capilla donde el culto apenas haya variado y la predicación se mantenga en la ortodoxia, y desentenderse así de los millones de almas que se ven sometidas a una descristianización —o una marxistización— constantes a través del nuevo culto y de la nueva predicación. Este desconcierto hubo de ser particularmente intenso en España donde todavía estaba en la plenitud de su edad una generación que había dado su esfuerzo y su sangre para combatir a un régimen que consideraba atentatorio contra su fe y contra la tradición cristiana de su patria. En todas partes ese síndrome ha sido comparado con el del enfermo incurable que tiende a «no saber», a «ignorar», o a fabular con sus débiles esperanzas interpretando a su deseo los síntomas de la enfermedad. También ha sido comparado con el estado que sobreviene a los perros en determinadas experiencias psicológicas: cuando se da al animal órdenes contrarias a las que estaba acostumbrado a recibir, cae éste en un estado de depresión y ensimismamiento irremediables.

Mientras tanto, el modernismo triunfante —es decir, el progresismo— se aprovecha de la letra y del espíritu del Concilio, de los que hace abundante uso en su obra de autodestrucción eclesiástica. Es preciso mirar de frente la realidad: el origen y la fuente de la tragedia que para la fe y la salvación de las almas estamos viviendo radican en la letra y en el espíritu del propio Concilio Vaticano II. Podrán señalarse, como hemos hecho, largos antecedentes y no faltarán tampoco consecuencias desorbitadas, pero la raíz jurídica, doctrinal y disciplinaria de tanto mal está en él.

Cierto es que no todos los textos del Concilio participan de la misma raíz envenenada. Esos textos son obra de plumas y mentalidades diversas. Muchos de ellos están en consonancia con la doctrina tradicional de la Iglesia, y muchos otros son inocuos. Alguien ha comparado al Concilio con una tisana compuesta de excelentes plantas aromáticas, pero que tuviera en su fondo un miligramo de cianuro. Este fondo venenoso es, precisamente, su declaración «Dignitatis humanae» sobre libertad religiosa. Ella es lo que, como veremos, está en flagrante contradicción con toda la doctrina que sobre esa materia ha sostenido la Iglesia hasta ese momento, y con las razones claras que apoyaban esa doctrina. El texto en cuestión dice así: «Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes a la coacción tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa se funda realmente en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de forma que se convierta en un derecho civil».

Esta libertad de expresión y culto externo para todas las religiones debe imponerse como ley en todos los pueblos, incluso en aquellos cuya base general católica ha determinado siempre un reconocimiento civil de esta religión. Así añade esa misma declaración: «si en atención a peculiares circunstancias de los pueblos se otorga a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en el ordenamiento jurídico de la sociedad, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y se respete a todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en materia religiosa».

Tal ha sido el torcedor doctrinal que ha abierto un abismo insalvable entre el magisterio eclesiástico pre y postconciliar. Lo que ha creado un cisma latente pero insuperable, en medio de las filas del catolicismo, y lo que en el orden civil, junto a un inmenso retroceso de la fe, ha originado la caída de los últimos regímenes confesionalmente católicos que quedaban en el mundo, y, por vía de consecuencia, la pérdida de los últimos territorios de África donde la expansión del catolicismo era un hecho. Veremos ante todo la incongruencia de esa «declaración» con todo el precedente magisterio católico, y después el porqué de la antigua doctrina católica en materia político-religiosa.

PROPOSICIONES CONTRADICTORIAS

El magisterio pontificio se opuso siempre, como he dicho, a la libertad religiosa en el fuero externo y a la consiguiente laicidad del Estado, y ello desde la misma Revolución francesa en que estas teorías irrumpen en la historia. Así, Pio VI en su encíclica Adeo nota refuta la declaración de Derechos del Hombre de 1789; Gregorio XVI en la Mirari vos (1832) se opone a las teorías de Lamennais a que hemos aludido; Pio IX condena en la Quanta cura y en el Syllabus (1864) los errores del modernismo; León XIII en su encíclica Diuturnum illud (1881) se opuso a la doctrina del origen popular del poder, y en la Inmortale Dei (1885) al principio constitucional o pactista de la sociedad: San Pio X en la Vehementer Nos (1906), en Notre Charge Apostolique (1910) y en la Pascendi reitera las mismas condenaciones al liberalismo católico; Pio XI en las Quas Primas (1925) y en las Dilectissima Novis (1933); y, en fin, Pio XII en la Ubi Pontificatus (1939) y en su Radiomensaje de la Navidad de 1944, entre otros muchos textos.

Quiero, sin embargo, destacar entre esta gran constelación de documentos pontificios uno que reviste importancia decisiva como orientación de las mentes. Se trata de la encíclica Quanta Cura de Pio IX. No todas las encíclicas son documentos excathedra, es decir, que supongan la infalibilidad pontificia; en general, no lo son. Las condiciones para que se produzca la enseñanza infalible están clara-mente expresadas en la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano I que definió ese dogma. Son estas: 1ª) Que el Papa hable como pastor y doctor de todos los cristianos; 2ª) que trate de fe y costumbres; 3ª) Que «defina», esto es, que precise las tesis que afirma o que condena; y 4ª) que obligue a los fieles a aceptar esas definiciones. Como recuerda Michel Martin con palabras del propio Pio IX que rubricó el Concilio Vaticano I, la infalibilidad no nace de la fecha de su proclamación como dogma (1870), sino que se trata de «una tradición recibida desde los orígenes de la fe cristiana», de modo que el Concilio «no hizo sino poner fin a una controversia». Por lo mismo, los documentos anteriores a 1870 que reúnan esas condiciones están afectados por la infalibilidad.

Basta leer el prólogo de la Quanta Cura para darse cuenta de que expresamente se declaran en él las cuatro condiciones, y que, por lo mismo, es documento infalible, al menos en los puntos en que define y condena expresamente proposiciones concretas.

Pues bien: las tres proposiciones en que se resume la Declaración Conciliar de Libertad Religiosa del Vaticano II entran en oposición frontal con otras tantas proposiciones terminantemente condenadas por la encíclica Quanta Cura. He aquí la primera de las proposiciones enseñadas por la Declaración de libertad religiosa:

— «En materia religiosa… a nadie se le impida que actúe conforme (a su conciencia) en público, solo o asociado con otros, siempre que se respete el debido orden público».

Y la proposición condenada excathedra por la Effeiclica Quanta Cura:

— «El mejor gobierno es aquel en el que no se reconoce al poder la obligación de reprimir por la sanción de las penas a los violadores de la Religión católica, a no ser que la tranquilidad pública lo exija».

La segunda de esas proposiciones enseñadas por el Vaticano II dice así:

— «Este Concilio Vaticano II declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa… en privado y en público».

Y en la Quanta Cura se condena la siguiente proposición:

— «La libertad de conciencia y de cultos es un derecho libre de cada hombre».

En fin, la tercera proposición enseñada por el Vaticano II es esta:

— «Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en un derecho civil».

Y la Quanta Cura, por su parte, había condenado el siguiente aserto:

— «Ese derecho debe ser proclamado y garantizado en toda sociedad bien constituida» (1).

Puede verse fácilmente que estas proposiciones no son simplemente diversas entre sí, ni siquiera sólo contrarias, sino precisamente contradictorias: es decir, que cada una es pura y simplemente la negación de su correlativa. Y para mayor sarcasmo, lo hacen en términos muy similares, casi idénticos.

Si alguien se esforzara en no aceptar el carácter infalible del texto de Pio IX, habrá de reconocer, sin embargo, que tal encíclica (la Quanta Cura) constituye un resumen perfecto de la doctrina que ocho papas —uno de ellos santo— opusieron durante siglo y medio a las teorías de la Revolución francesa y a su penetración en la Iglesia, el modernismo o liberalismo católico.

En consecuencia, dada la patente contradicción doctrinal y el desastre disciplinar y litúrgico que ha seguido al Vaticano II, sólo cabe a cada católico tratar de formar su propia conciencia para mantener incólume la fe en su espíritu. La solución en este caso es, providencialmente, sencilla. Frente al carácter de infalibilidad que ofrece la encíclica Quanta Cura y la coherencia doctrinal del magisterio pontificio hasta 1965, el Concilio Vaticano II afirma en su propio texto que no reviste dogmático sino pastoral, y que se propone dejar intacta la doctrina anterior. Es cierto que el Concilio no reivindica su condición «pastoral» para disminuir su relevancia frente a otros concilios «dogmáticos», sino para elevarlo a una condición de inspiración sobrenatural, como un «nuevo Pentecostés». La fracción progresista que predominó estaba tan penetrada de espíritu hegeliano que rechazaba a priori todo dogmatismo «inmovilista» o «identitario» para asumir una pretensión evolutiva y carismática. Pero sean cualesquiera las razones y los móviles, el hecho es que la afirmación está ahí: no se trata de un concilio dogmático, no compromete la infalibilidad pontificia ni conciliar.

Y entre una doctrina multisecular e infaliblemente propuesta y una «declaración conciliar» expresamente «pastoral y no dogmática» la elección no ofrece duda para el criterio de un creyente. Lo primero es irreformable; lo segundo puede rectificarse, reinterpretarse, y también darse por no avenido y olvidarse (2).

LA OBJECION «LIBERAL»

Sin embargo, ha penetrado de tal modo el liberalismo en los espíritus que muchos católicos llegan hoy a preguntarse ¿por qué aquella doctrina de la Iglesia que afirmaba la necesaria confesionalidad del Estado y de las leyes? ¿Por qué aquella oposición a la libertad religiosa y a la laicidad del Estado? Si la fe y la profesión religiosa son lo más íntimo del hombre, ¿por qué no ha de disponer este de la más absoluta libertad de conciencia? ¿Por qué no admitir una completa independencia entre el orden civil y el religioso, entre el Estado y la Iglesia?

Para responder a estas cuestiones —tan en el ambiente— hemos de señalar ante todo que la posición tradicional en la Iglesia no implica coacción sobre las conciencias, ni siquiera intolerancia. Se hace necesario que distingamos aquí entre el fuero interno de cada individuo y su fuero externo. Si la declaración de libertad religiosa se refiriera sólo al fuero interno, en nada se opondría a la doctrina tradicional de la Iglesia; no haría mas que recordar lo que ha sido siempre norma en la Iglesia: la fe no se puede imponer, ni tampoco el culto o profesión de una fe. Ante todo por una imposibilidad física: la fe es una virtud sobrenatural infusa —no cree quien quiere sino quien recibe de Dios la gracia de la fe—, algo que, por lo mismo, no puede ni debe imponerse a nadie. Si alguna vez en la historia se ha intentado tal imposición, se ha obrado mal a juicio de la Iglesia. La interioridad del sujeto es siempre libre, no en el sentido de que carezca de obligaciones morales (en este caso la de buscar en lo posible la verdadera religión y tributar culto a Dios), sino en el de que esa intimidad es —y debe ser—impenetrable para los demás, visible sólo por Dios. Incluso el derecho subjetivo de dar culto a Dios según la propia fe ha sido siempre reconocido por la Iglesia (y recomendado por vía de tolerancia al poder civil) siempre que este culto no traspase el ámbito de lo privado. Cosa distinta es la libre expresión exterior y la propaganda pública de otras religiones.

En el fuero externo la Iglesia sostuvo siempre que una sociedad de católicos debe ser católica —católicas sus leyes y católicas sus costumbres e instituciones—, y que la religión debe ser protegida: que una persona puede tener derecho a profesar su religión privadamente, e incluso a asociarse con otras para el culto de esa religión en un ámbito privado, pero no a propagar públicamente un dogma falso dentro de una sociedad estructuralmente cristiana. Lo cual debe considerarse como inocular un veneno en las almas o como expandir una droga o sustancia nociva. Esta obligación del pueblo y del gobernante católicos debe armonizarse con el prudencialismo político. Allá donde no exista una base histórica común de unidad religiosa, o donde ésta se haya perdido por la implantación fáctica de otras religiones, la prudencia exigirá que la impregnación religiosa de las leyes e instituciones no vaya más allá de lo que tengan en común las religiones existentes, y que se practique una tolerancia de cultos.

Visto lo que no es la doctrina católica tradicional (ni coacción ni intolerancia), digamos las razones concretas y positivas que la han inspirado.

La primera y principal de estas razones es de carácter sobrenatural, religioso. El hombre tiene el deber de adorar y dar culto a Dios como prescribe el primer mandamiento, y esto obliga al cristiano tanto en el plano personal como en el colectivo o social. El cristiano debe formar una sociedad, desde la familia hasta el Estado, con leyes, instituciones y costumbres cristianas. Y lo mismo que en el plano individual tiene el cristiano obligación de preservar su fe, de no exponerla a peligros, así también asiste al gobernante católico el deber de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión.

Quien no preserva o pone en peligro su salud o su fortuna acaba perdiéndolas, y otro tanto sucede a quien no acude a conservar su fe, que es el más grande de sus bienes, y que requiere, como los demás bienes, un medio adecuado de conservación. El orden civil o colectivo está sometido a idéntica ley. En la historia del cristianismo hubo irrupciones de la fe espectaculares, diríamos milagrosas: la expansión de la fe en el Imperio Romano, la cristianización de los pueblos bárbaros que cayeron sobre Europa, la rápida y casi espontánea, multitudinaria, evangelización de América… Pero seria una pretensión vana confiar el depósito ambiental de la fe a un milagro continuado, palmario. La fe colectiva de los pueblos ha de ser conservada por ellos mismos, con un sistema apropiado de costumbres, leyes e instituciones que la preserven y amparen. Bajo un milagro continuado la fe carecería de mérito, no sería propiamente una virtud. Por otra parte, Jesucristo no envió a sus apóstoles a lograr en cada pueblo una minoría intelectual, una élite de creyentes, sino a propagar la fe y a bautizar a todos los hombres de todos los pueblos. Y la fe de todo un pueblo, como su salubridad o su prosperidad, no se conservan ni se poseen establemente mas que mediante unas condiciones adecuadas: una familia, una enseñanza, unas leyes y costumbres impregnadas de espíritu cristiano, que no obliguen a nadie a profesar una religión ni menos a salvarse, pero que sostengan y amparen la fe recibida por el pueblo.

La segunda razón es de orden puramente natural, político. No puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en lo que se ha llamado una «ortodoxia pública». Es decir, un punto de referencia que permita apelar a un principio superior de autoridad y obligatoriedad, base de las instituciones, las leyes, las sentencias. Y un consenso, ambiental —mas o menos consciente— sobre las normas de conducta y los valores vigentes en esa sociedad, normas que trascienden la mera voluntad humana, o la utilidad pública. Al igual que toda civilización histórica se ha formado siempre en torno a una vivencia religiosa (piénsese en la Cristiandad o en el Islam), el gobierno de los hombres ha de poseer una referencia última a ese principio religioso o sacra]. Cuando éste falta o se niega —como en la democracia moderna— se cae en el puro positivismo legal, y se vive de lo que queda de fe ambiental en los hombres, en las familias y en las costumbres. Y cuando no queda nada todo se hace ya discutible y la sociedad se desmorona. La pérdida de una unidad religiosa es el origen de la actual disolución —más o menos latente— de las nacionalidades y civilizaciones.

En rigor, si se establece la libertad religiosa (y el consecuente laicismo de Esta-do) resulta imposible mandar y prohibir cosa alguna. ¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo e indisoluble? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia y el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas? Bastará con que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera —incluso individual— que autorice tal práctica o la prohíba. ¿Qué límite podrá poner el Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en «el derecho de la persona»? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá sino declararse adepto a múltiples religiones orientales o al Islam o a los mormones. Quien desee practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que quiera practicar el desnudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantúes, y los objetores al servido militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen, hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos. La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que no recurra simplemente a la fuerza) se hace así patente. La «libertad religiosa» es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.

Mientras esto sucede —y está a la vista en el horizonte histórico— la religión verdadera pierde rápidamente audien no traspase el ámbito de lo privado. Cosa distinta es la libre expresión exterior y la propaganda pública de otras religiones.

En el fuero externo la Iglesia sostuvo siempre que una sociedad de católicos debe ser católica —católicas sus leyes y católicas sus costumbres e instituciones—, y que la religión debe ser protegida: que una persona puede tener derecho a profesar su religión privadamente, e incluso a asociarse con otras para el culto de esa religión en un ámbito privado, pero no a propagar públicamente un dogma falso dentro de una sociedad estructuralmente cristiana. Lo cual debe considerarse como inocular un veneno en las almas o como expandir una droga o sustancia nociva. Esta obligación del pueblo y del gobernante católicos debe armonizarse con el prudencialismo político. Allá donde no exista una base histórica común de unidad religiosa, o donde ésta se haya perdido por la implantación fáctica de otras religiones, la prudencia exigirá que la impregnación religiosa de las leyes e instituciones no vaya más allá de lo que tengan en común las religiones existentes, y que se practique una tolerancia de cultos.

Visto lo que no es la doctrina católica tradicional (ni coacción ni intolerancia), digamos las razones concretas y positivas que la han inspirado.

La primera y principal de estas razones es de carácter sobrenatural, religioso. El hombre tiene el deber de adorar y dar culto a Dios como prescribe el primer mandamiento, y esto obliga al cristiano tanto en el plano personal como en el colectivo o social. El cristiano debe formar una sociedad, desde la familia hasta el Estado, con leyes, instituciones y costumbres cristianas. Y lo mismo que en el plano individual tiene el cristiano obligación de preservar su fe, de no exponerla a peligros, así también asiste al gobernante católico el deber de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión.

Quien no preserva o pone en peligro su salud o su fortuna acaba perdiéndolas, y otro tanto sucede a quien no acude a conservar su fe, que es el más grande de sus bienes, y que requiere, como los demás bienes, un medio adecuado de conservación. El orden civil o colectivo está sometido a idéntica ley. En la historia del cristianismo hubo irrupciones de la fe espectaculares, diríamos milagrosas: la expansión de la fe en el Imperio Romano, la cristianización de los pueblos bárbaros que cayeron sobre Europa, la rápida y casi espontánea, multitudinaria, evangelización de América… Pero seria una pretensión vana confiar el depósito ambiental de la fe a un milagro continuado, palmario. La fe colectiva de los pueblos ha de ser conservada por ellos mismos, con un sistema apropiado de costumbres, leyes e instituciones que la preserven y amparen. Bajo un milagro continuado la fe carecería de mérito, no sería propiamente una virtud. Por otra parte, Jesucristo no envió a sus apóstoles a lograr en cada pueblo una minoría intelectual, una élite de creyentes, sino a propagar la fe y a bautizar a todos los hombres de todos los pueblos. Y la fe de todo un pueblo, como su salubridad o su prosperidad, no se conservan ni se poseen establemente mas que mediante unas condiciones adecuadas: una familia, una enseñanza, unas leyes y costumbres impregnadas de espíritu cristiano, que no obliguen a nadie a profesar una religión ni menos a salvarse, pero que sostengan y amparen la fe recibida por el pueblo.

La segunda razón es de orden puramente natural, político. No puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en lo que se ha llamado una «ortodoxia pública». Es decir, un punto de referencia que permita apelar a un principio superior de autoridad y obligatoriedad, base de las instituciones, las leyes, las sentencias. Y un consenso, ambiental —mas o menos consciente— sobre las normas de conducta y los valores vigentes en esa sociedad, normas que trascienden la mera voluntad humana, o la utilidad pública. Al igual que toda civilización histórica se ha formado siempre en torno a una vivencia religiosa (piénsese en la Cristiandad o en el Islam), el gobierno de los hombres ha de poseer una referencia última a ese principio religioso o sacra]. Cuando éste falta o se niega —como en la democracia moderna— se cae en el puro positivismo legal, y se vive de lo que queda de fe ambiental en los hombres, en las familias y en las costumbres. Y cuando no queda nada todo se hace ya discutible y la sociedad se desmorona. La pérdida de una unidad religiosa es el origen de la actual disolución —más o menos latente— de las nacionalidades y civilizaciones.

En rigor, si se establece la libertad religiosa (y el consecuente laicismo de Esta-do) resulta imposible mandar y prohibir cosa alguna. ¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo e indisoluble? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia y el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas? Bastará con que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera —incluso individual— que autorice tal práctica o la prohíba. ¿Qué límite podrá poner el Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en «el derecho de la persona»? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá sino declararse adepto a múltiples religiones orientales o al Islam o a los mormones. Quien desee practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que quiera practicar el desnudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantúes, y los objetores al servido militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen, hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos. La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que no recurra simplemente a la fuerza) se hace así patente. La «libertad religiosa» es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.

Mientras esto sucede —y está a la vista en el horizonte histórico— la religión verdadera pierde rápidamente audiencia al verse privada del apoyo de la leyes y las costumbres, al ser relegada a la condición de una opción entre mil, y enfrentada al estallido de las pasiones. Y otras muchas religiones —sobre todo ocultis-tas e hinduistas— ocupan en el corazón de los hombres el puesto que ha dejado, por su propia abdicación, la religión de sus padres y de su civilización. De donde se deduce que ni una religiosidad ambiental o popular puede subsistir sin el apoyo de una sociedad religiosa-mente constituida, ni el poder público puede ejercerse con autoridad y estabilidad si se prescinde de una instancia superior, religiosa, de común aceptación.

LA OBJECION «PLURALISTA»

Surge, sin embargo, otra objeción a esta concepción político-religiosa tradicional, muy generalizada en la actual mentalidad democrática. La Iglesia —se dice—hace un juego doble al sostener esa teoría: en aquellos países cuya tradición religiosa es exclusivamente católica y donde la gran mayoría profesa esta religión, postula la unidad religiosa y la confesionalidad del Estado; allá donde es minoritaria y en los países de misión reclama la tolerancia o la libertad religiosa para el ejercicio exterior de su actividad y para su difusión. ¿No tendrán los demás, los subjetivamente convencidos de otra religión, el mismo derecho y deber de organizarse públicamente con arreglo a sus creencias? Tal supuesta duplicidad fue el tema de un libro del ex jesuita Carrillo de Albornoz, desertor «liberal» de la Iglesia y precursor de las doctrinas conciliares.

Hemos de responder a esta objeción que tal contradicción no existe, y que cualquier cristiano pre-revolucionario lo tenía absolutamente claro en su mente. En países de mayoría protestante o donde esta religión esté sólidamente establecida, el catolicismo tiene derecho a reclamar la libertad para su propio culto por dos razones confluyentes: porque la tradición originaria de esos países fue católica y porque la misma esencia del protestantismo estriba en el libre examen y el carácter personal, íntimo, de la religiosidad. El catolicismo tendrá entonces el mismo derecho de profesión y expresión que cualquier otra interpretación de la Escritura. Otro es el caso de los países de «otras religiones», cuya tradición y mayoría ambiental sea de una religión no cristiana (países islámicos y paganos en general). Nunca el catolicismo ha negado a éstos el derecho y el deber (subjetivo) de organizarse políticamente de acuerdo con su propia religión y de excluir a cualquier otra del fuero externo a las conciencias y a la vida privada. Ello hace que los misioneros de todos los tiempos no marchen a ejercer su apostolado en culturas extrañas como quien va a ejercer un derecho legal, sino con «ánimo martirial». Es decir, realizarán su apostolado en la medida en que resulte posible, aprovechando la tolerancia de facto que en esos medios encuentren, o amparando su acción misional en obras benéficas o asistenciales. Pero sabiendo siempre que si la autoridad pública de esos países ejerce sobre ellos la prohibición de sus actividades, no tendrán ninguna instancia humana a quien reclamar. Nunca los misioneros apelaron a los Derechos Humanos ni a la ONU o similares, sino que supieron que en casos tales tendrán que replegar su actividad hacia otras zonas, o, incluso, aceptar la persecución y el martirio como eventualidad aneja a su vocación. Cristo no envió a sus discípulos a «dialogar» con otras religiones, ni a propagar la teoría de los Derechos del Hombre, sino a ser testigos de la Ver-dad y a bautizar en su nombre. A beber si preciso fuere, el cáliz que El mismo bebió sin discutir nunca en su fundamento la autoridad político-religiosa que lo condenó.

(Creyó quizá la Iglesia «conciliar» o progresista que uno de los «frutos del Con-cilio» iba a ser el de obtener un status mundial de tolerancia para su labor difusora, apoyado en el principio de tolerancia y laicidad de la ONU. Era necesario para ello cambiar la doctrina en materia político-religiosa y sacrificar a los países que mantenían la unidad religiosa y la confesionalidad del Estado. Esta operación era, en primer lugar, heterodoxa y rupturista, como hemos visto; en segundo, inmoral, por que no se puede sacrificar a unos para obtener beneficios en otras partes; y, en tercero, inútil y prácticamente perniciosa porque se ha matado la fe viva, popular, de los pueblos que eran cantera de misioneros, y no se ha obtenido ventaja alguna en otras partes, antes al contrario, la instalación soviética en países que fueron de floreciente misión).

A MODO DE CONCLUSIÓN

Quisiera, en fin, que cuanto aquí he expuesto confluyera a dos conclusiones que considero importante dejar en vuestros ánimos.

La primera, positiva, es la siguiente: todo esto significa que el problema actual de España pasa (como hoy se dice) por el problema de la Iglesia, por la cuestión religiosa. Ahí es donde está empeñada la batalla principal; todas las demás son escaramuzas laterales. No se encauzarán ni entrarán en vías de solución los problemas que hoy ríos angustian si la Iglesia Católica no recupera antes su identidad y disciplina. Es decir, que no se saldrá del estado de postración nacional, ni de la corrupción moral creciente, ni del empobrecimiento del país, ni de la disolución de las familias y del territorio nacional, ni de la guerra subversiva, sin que previamente se opere una abjuración en la Iglesia —y en la conciencia católica española— de los principios liberales y modernistas que inficionaron al Concilio Vaticano II.

La segunda conclusión tiene una formulación negativa: cuanto he dicho no significa que debamos —ni aún que nos sea lícito— separarnos de la Iglesia oficial, de la hoy visible y predominante. Iglesia no hay mas que una, la fundada por Cristo, por mas que pueda aparecernos en un momento determinado enferma, exangüe. Deber nuestro, de cada uno en su radio de acción, es sanarla, devolverle su vigor, su coherencia, su fervor misionero. Y esto no ha de hacerse desde fuera, levantando cisma o bandera de separación, sino desde dentro, como han actuado durante más de un siglo sus corruptores interiores. Aquellos que vieron su hora en la Declaración Conciliar de Libertad Religiosa, cuyos amargos frutos estamos sufriendo.

Esta labor, quizá larga y paciente —obra de fidelidad y de amor— habremos de realizarla con alegría, aún en la persecución confluyente del Estado y de la Iglesia «laicistas», y con confianza en Dios que ha prometido a su Iglesia que las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Pero a la vez conscientes de lo que sucede, sin un estéril autoengaño que falsee el diagnóstico y nos aparte, por ello mismo, de la curación. Sabiendo cuál es la raíz que hay que cortar; no empleándonos en condenar los frutos dejando indemne la planta que los produce. Porque servimos, en definitiva, a Aquel que dijo «la verdad os hará libres», y que no nos exigirá al cabo de la jornada el triunfo, sino sólo el haber peleado el buen combate.

 


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