Franco, Dalí y otras Españas, por Vintila Horia

Vintila Horia

“El Alcázar” (24 de octubre de 1984)

Boletín Informativo FNFF nº 33

 

Creo que es la obra de uno la que acaba por hacer justicia, al final, o después de un largo itinerario terrenal que es, según lograda expresión de J. J. López lbor, «atravesar un callejón de miradas». Y la obra de Franco aparece cada vez más como la posibilidad de vivir de una España casi olvidada en 1936, considerada como cubierta y enterrada por los aluviones del XVIII y del XIX, siglos aparentemente democráticos, en el fondo desesperados intentos de hacer olvidar al mundo lo que aquello había sido y lo que podía volver a ser. Porque volver a ser es la fórmula mágica, explicadora de todo tipo de renacimiento. Y la época de Franco fue precisamente esto, un renacimiento de una España que había dejado su huella característica en el mundo. Por este motivo, y es legítimo pensarlo en este momento, hay arto deseo de imposibilitar aquella última probabilidad de volver a ser.

No es fácil, sobre todo mientras se está viviendo un estilo, quiero decir una época muy segura de sí misma, no es fácil definirla y tampoco decir con claridad en qué consisten sus hazañas, sus aciertos como sus desaciertos, porque en una época así hasta los desaciertos son de peso en la historia universal. Mientras en las épocas de incertidumbre, como la que España está atravesando (atravesando un callejón de miradas) resulta fácil definirla en la desgracia política y la impotencia creadora. El estilo del bajo Imperio Romano está más claro, con Nerón y Calígula, en la memoria de la gente, como en la conciencia de sus propios contemporáneos, que la magnificencia de su época republicana o de la augustea. Sin embargo, con el pasar de los años todo se aclara y de todo el bregar de un hombre ilustre y de su entorno político empiezan a perfilarse los elementos esclarecedores de su estilo. Sabemos hoy perfectamente, y en definitiva, después de pocos años, en qué medida la época de Franco se diferencia de la de hoy. Basta contemplar el acceso de la gente a los mercados o de los artistas a la belleza y a la verdad. Desafortunadamente ni el pan cotidiano es hoy más accesible que hace veinte años ni la estatua de la verdad se deja desvelar con más facilidad en estos días que en aquéllos. Diría que al contrario. La respuesta creo que resulta posible encontrarla en la obra y en la actitud política de uno de los genios más creadores y más representativos de la época de Franco. De la misma manera, la época de oro de las letras latinas coincide con la de Augusto. La adhesión de Virgilio no fue pura casualidad ni impuro servilismo intelectual.

Reconocían el otro viernes en «La clave», comentando los participantes unas películas en que había intervenido el genio daliniano, que, a pesar de todo, y con todas las lágrimas posibles y justificables, Dalí había sido, y es, un reaccionario. No dijeron «de la peor calaña», pero la palabra estaba en el aire y, sobre todo, paseándose como una mosca en los labios del crítico de arte que menos supo hablar de Dalí que el escritor, el abogado, el jurista o el amigo. Sí, el pintor del Cadaqués fue franquista, no hay más remedio que reconocerlo. Prueba de ello aquel nombre propio que, según los comentaristas de la noche, asustó a los miembros del consulado general español en Nueva York, si no me equivoco, en el momento en que Dalí comparó a Franco con Tancredo. Desgraciadamente, ninguno de los presentes en «La clave» esclareció el asunto. No hubo ninguna manifestación de ambigüedades surrealista en la aparición de aquel hombre, ninguna prueba del anticonformismo de Dalí, considerando aquella gente el inconformismo como antifranquismo y, lógicamente, como una adhesión al marxismo o a cualquier otra aberración contemporánea. Pues Dalí confirmó, al utilizar en Nueva York el nombre de Tancredo, su lógica toma de posición, ya que aquel príncipe siciliano de origen normando, personaje de la epopeya de La Jerusalem liberada de Tasso, fue uno de los héroes de las primera Cruzada y uno de los conquistadores más valientes de la Tierra Santa. Cuando Dalí habló de Tancredo, en un ambiente de diplomáticos y artistas, quiso relacionar el nombre de Franco con el del antiguo cruzado cristiano, no cabe la menor duda. Sólo que nadie, o pocos, entendieron la alusión, tan pocos que la mayoría de los demás tembló de miedo, al creer que el original pintor había citado un nombre que hubiera podido significar lo contrario. Me gustó mucho el que alguien citara aquella anécdota duran-te la noche de «La clave», porque Dalí volvía a aparecerme como un ser humano lleno de contradicciones artísticas, en el marco contradictorio del surrealismo, y en el de su vida espectacular o exterior, pero estrictamente fiel a sí mismo, como todo gran artista cuando de grandes cosas se trata.

Podemos hablar, pues, de una coincidencia o de una participación en la contemporaneidad de los dos personajes. Monárquicos y católicos los dos, ecuménicos por consiguiente, en el sentido más tradicional posible, ya que los sabían perfectamente lo que lleva entre manos, el destino político y artístico de una España que volvía a ser. Basta comparar, en este sentido, el famoso «Cristo» de Dalí y el «Guernica» de Picasso para descubrir en el primero una evidente búsqueda del centro, y una pérdida del mismo en el marasmo descoyuntado de la pintura de Picasso, obra típica de una descomposición anímica rimando con la otra, la exterior, a la que trató en vano de representar. La diferencia entre las dos obras es tan evidente como la política entre el mundo despreciado por Dalí y el mundo que él aceptó y del que siempre habló sin ningún reparo o temor.

Quiero decir, como colofón, que hay una sola España dentro de la imagen clásica que de ella tenemos después de tantos siglos de manifestaciones y varias Españas dentro de la otra perspectiva. Una España mayor y muchas Españas menores, débiles, vulnerables, inconsistentes, poco duraderas, disidentes con respecto de la esencia, menudas existencias temblorosas en la borrasca de la Historia. El mérito de Franco, como el de Dalí (Franco ante los grandes reyes, Dalí ante Velázquez o Goya), ha sido el de demostrar la viabilidad de la auténtica, en la política como en el arte. Y no es posible ya, a pesar de los esfuerzos periféricos que tantos esbozan, hundir en la nada aquella España, la que no tiene más que un nombre, un solo destino, un solo ser al que inevitablemente han de volver quienes en ella pueden vislumbrar la única posibilidad de renacimiento, hasta en el fondo más negro y remoto de la decadencia. No en balde, hoy como siempre, me parece justificado asociar lo político y la creación artística en un mismo afán de valoración de lo humano. Basta con dos nombres.


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