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Blas Piñar López
Artículo publicado en “Informaciones”, 1 de octubre de 1.966
¡Qué difícil es escribir sobre las grandes figuras, cuando se hallan cerca de nosotros! La alabanza puede caer en la adulación o asemejarse a ella ante los ojos extraños. El silencio supone injusticia y en los instantes que vivimos, comodidad o huida.
Los que nunca gastamos nuestra palabra con el ditirambo, los que supimos alzar nuestra crítica a tiempo y asumir responsabilidades sin quedar resentidos, somos, sin duda, los que podemos escribir sobre Franco con la autoridad moral que proporciona la independencia de criterio y la falta de vinculación a disciplinas que no sean las que imponen el patriotismo y la verdad.
Este primero de octubre, festividad del Ángel Custodio de España, se cumplen treinta años de la exaltación a la primera magistratura del país, de Francisco Franco. La nación estaba en guerra contra el marxismo. La República que nació con esperanza había terminado en el crimen. En torno a Franco coincidieron las voluntades y el sentimiento nacional. Forjado en la lucha de África, con prestigio en el Ejército, y pasión fría y tenaz, poco común entre nosotros, enarboló las banderas de la Tradición y de la Revolución, puso en pie a juventudes enardecidas, rescató pueblos y tierras para la libertad y entregó la Victoria a un país que parecía condenado al suicidio. Las energías de la raza florecieron otra vez, y el mundo frívolo y aburguesado de entonces, sintió el escalofrío de la abnegación, de la generosidad y de la muerte por una causa noble y justa.
Los años difíciles de la postguerra, del cerco internacional, de las amenazas y del hambre, no le acobardaron. Con cartillas de racionamiento, gasógenos y hombría aguantamos los españoles y nos reunimos a decir que no a un mundo que pretendía amedrentamos. Y cuando Perón, rompiendo la consigna, nos enviaba trigo y diplomáticos, volvimos a poner de manifiesto nuestra decisión inconmovible de aguantar y nuestra gratitud imborrable hacia un pueblo hermano.
Las cosas, lentamente, volvieron a su cauce. Otro hombre lo hubiera echado todo a rodar; pero él supo, cuando tantos vacilaban, permanecer en su sitio, sin jactancia, pero con aplomo, con sencillez, pero sin humillación.
De la España que Franco había recibido el primero de octubre de 1.936 a la España de hoy existe un abismo. Lo importante no es sólo el progreso material, el aumento del nivel de vida, la creación de riqueza, sino el cambio de mentalidad del español medio, su modo de enfrentarse con la vida, de abrirse camino, de prosperar. Mi buen amigo Waldo de Mier, legionario de corazón y de estilo, ha reeditado y ampliado un bello libro que titula “España cambia de piel”. Pero no es sólo la piel, la faz del país, lo que ha cambiado, es su alma, su espíritu, que sin huir de la historia mira al futuro, sin renunciar a sus grandezas pasadas, pretende, despabilándose de la contemplación que inmoviliza, la grandeza del porvenir.
Bajo la égida de Franco, de seis lustros de gobierno, en trances difíciles, en duras encrucijadas, en momentos de grave incertidumbre, España ha dado un empujón definitivo, y no creo equivocarme si entiendo que bajo las turbulencias superficiales de los agitadores de profesión, el politiqueo de los que aspiran a los primeros planos en todas las situaciones y las campañas que se inician más allá de las fronteras, nuestro pueblo ha logrado un instinto de conservación y una sensata madurez, que impedirá las aventuras de los retrógrados y de los camaleones que se visten apresuradamente de modernos.
Precisamente ahora, cuando los años imponen con su tiranía novaciones en el mando, y el país, en progreso, exige retoques en las estructuras políticas, es cuando en torno a la figura del Capitán, los hombres leales a cuanto Franco significa, como Caudillo de la guerra, artífice de la Victoria y Jefe de la Paz, deben darse cita. Si hace treinta años, él requería el concurso de tales hombres, hoy deben ser los leales los que de un modo espontáneo se convoquen recíprocamente, dejando atrás las menudencias, los personalismos, los matices, las postergaciones y hasta las injusticias, porque de la continuidad ideológica del Régimen que instauró la Cruzada y que Franco ha dirigido, depende la paz y el progreso de la patria.
Recordar a Franco en la jornada de hoy, equivale a enfrentarnos con nosotros mismos, a hacer examen de conciencia y a resolvernos, en instante que se nos anuncia como decisivo, si estamos, no sólo con Franco, como hombre, sino con aquello que Franco simboliza como logro y promesa, como seguridad y futuro, como continuidad, en suma; porque Franco, pese a quien pese, incluso él mismo, no se debe a sí, se debe a España, a la que él ha hecho. Y España no puede ser entregada, porque España, como él dijo en cierta ocasión memorable, no puede regresar al punto angustioso y desolador de partida.