Razonando con lógica. Comentarios a un discurso del Jefe del Estado (I), por Blas Piñar López

 

 

Blas Piñar López

Artículo publicado en “Fuerza Nueva”, 16 de octubre de 1.971

 

 

El día uno de octubre, trigésimo quinto aniversario de la elevación de Francisco Franco a la Jefatura del Estado español, el país quiso rendirle, una vez más, pero ahora en circunstancias especialmente emotivas y difíciles, un homenaje sincero, entusiasta y multitudinario. Lo de menos fue la oficialidad de la convocatoria. Lo importante fue que, sin reflexionar demasiado sobre el origen de la misma, y pensando tan sólo en testimoniar su adhesión al hombre que viene ejerciendo nuestra capitanía, más de un millón de españoles se concentraron, desbordándola, en la plaza de Oriente, lugar histórico donde España en ocasiones bien conocidas, y hace muy poco, el 17 de diciembre de 1.970, compareció pa­ra decir en términos precisos y a la vez clamorosos, cuál era su voluntad y su deseo.

El discurso que en la plaza de Oriente pronunció el Caudillo el uno de octubre debe ser estudiado con toda minuciosidad. El hecho de que fuese leído, sin dejar nada a la inspiración del momento, incita a estimar que cuanto en el mismo se contiene -fondo y forma- fue examinado antes con el máximo rigor. El marco, por otra parte, de dicho discurso y el aplauso fervoroso con que fue recibido por el pueblo congregado en la plaza de Oriente, nos llevan a entender que tanto quien hablaba -el Jefe del Estado- como quien escuchaba y asentía- el país, se mostraban unánimes en el diagnóstico de la situación y en las medidas que deben adoptarse.

La experiencia de quien dirige, y la sensibilidad cada día más acusada de nuestro pueblo, hacen pensar que ninguna de las ideas, de las afirmaciones y de las negaciones, del programa a seguir en un futuro inmediato, son juegos de retórica, sino fruto de un pensamiento moderado y de unas decisiones claras que obligan a rectificar o ratificar, según los casos, la política nacio­nal e internacional de España.

Un razonamiento lógico, consecuente y concatenado constituye la nervatura del discurso, desde el principio hasta el fin. En efecto, y arrancando del exordio, es tan evidente como la luz del día que “victoria, paz y progreso no pueden descoyuntarse. Si la paz existe -aunque como veremos más tarde puede ser destruida- existe por la victoria. La paz no fue regalada. Supuso una lucha en la que cayeron los mejores, lo más granado y heroico de la ju­ventud española. Si la paz no fue posible, como ha escrito uno de los más acerados críticos del Régimen, en el desgobierno y en la anarquía de la República, entregada al comunismo, la hizo posible la Cruzada de liberación y la victoria del Ejercito nacional. Cualquier otro planteamiento de la relación victoria-paz es erró­neo, tendencioso y disolvente. Sin embargo, no sólo en los me­dios de información y de formación que diariamente tratan de aturdimos, se nos ofrece una perspectiva en total desacuerdo con la ortodoxia, expuesta por Franco, sino que incluso oficialmente se tolera -y en cierto modo se alienta- tal prospectiva queriendo olvidar la guerra, que hizo posible la paz, como un paréntesis amargo que no debe recordarse. “Una especie de complejo de culpabilidad parece que gravita y abate en ciertos cuadros directivos que nos proponen, y proponen a la juventud española, una paz aséptica, aburguesada y claudicante.

Si las palabras del Jefe del Estado merecen algún respeto a quienes están obligados, por razón del puesto que ocupan y de la confianza que en ellos ha sido depositada, a hacerlas tangibles, hay que esperar que de ahora en adelante el binomio victoria-paz no sufra deterioros. La amputación de uno de los términos tendrá, como está teniendo, desastrosas consecuencias, que en la medida en que esa amputación se consuma, en esa medida ponemos en peligro, como la estamos poniendo, la paz lograda con tanto sacrificio.

Lo que decimos de la paz, puede predicarse de igual mo­do con relación al progreso. El progreso económico, social, cultural y espiritual sólo pueden ser auténticos y sólidos cuando des­cansan en el orden, y el orden se apoya en la paz, y la paz es un corolario inequívoco de la victoria, mantenida y no despreciada, latente y vitalizante de la sociedad entera, respaldada y verte­brada por una doctrina cuyas ideas matrices, como Franco subrayó con énfasis, “hoy son más actuales que nunca”.

Esta actualidad de los Principios tiene tal fuerza determinante de la política, que cualquier tipo de derivación -y son muchas las desviaciones que pueden apreciarse- altera de un modo fundamental el Régimen y puede diluir o borrar su identificación.

Los Principios, por serlo, son básicos, inamovibles, inmodificables. Como el alma de la nación, los Principios proporcionan savia y guía, “fortaleza y generosidad”. Con ellos, y alimentándose de toda su virtud creadora, la nación crece, se desarrolla, se perfecciona, adquiere una mejor y más diáfana conciencia de su quehacer. El inmovilismo de los Principios -por usar una palabra de moda y que se utiliza en tono displicente- asegura y afianza el Movimiento y toda su capacidad inmanente de ilusión y de conquista. Alejarse de los Principios, para no ser tachados de inmovilistas, es una tragedia. Los síntomas están demasiado ante los ojos para que el país no se sienta preocupado, seriamente preocu­pado. Quizás una, entre tantas de las razones que impulsaron a tantos españoles a reunirse en la plaza de Oriente el pasado uno de octubre, fuera la sensación de peligro, la convicción que con claridad diversa, según los rectores, ya se advierte de que -como dijo Franco- “el enemigo no ha desaparecido”, y no solamente no ha desaparecido, sino que está en acción y trata, menospreciando la victoria, de arrancarnos la paz y destruir el progreso de España.

Franco, que tiene un lugar de observación mucho más al­to y mejor situado que el nuestro, ha denunciado al enemigo que acecha, con toda verdad y seriedad. Franco, sin duda, lo percibe, lo nota, sabe dónde se encuentra, cuáles son sus máscaras y cuál es su estrategia.

A nosotros nos toca seguir la mirada del jefe y agudizar la nuestra. ¿Acaso no ha pedido Franco al pueblo de España que le ayude y secunde en su propósito de inhabilitar al enemigo, de rearmar ideológicamente a nuestra juventud para que no sucumba ante sus añagazas?

Pero del enemigo a que Franco se refiere, nos ocuparemos en un próximo artículo. ¿Quién es el enemigo? ¿Dónde está? ¿Cómo trabaja?

Hasta el próximo sábado.


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