El Madrid de Franco (I), por Jesús Suevos

 

Jesús Suevos

Boletín Informativo FNFF nº 43

 

Cuando nuestro vicepresidente, a quien agradezco mucho sus afectuosas palabras de presentación, tuvo la amabilidad de invitarme a pronunciar esta conferencia sobre el Madrid de Franco, acepté inmediatamente con mucho gusto por dos razones. La primera, porque es un tema que me resulta extraordinariamente grato. Y la segunda, por-que creo tener sobre él alguna autoridad, ya que no en vano en la era de Franco tuve el honor de ser durante catorce años consecutivos primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Madrid a las órdenes de cuatro alcaldes diferentes. Lo que constituye un récord en toda la historia de la Villa y por lo que me concedieron la medalla de oro de Madrid, que desde entonces ostento con orgullo. Pero es que, además, tuve la fortuna de coincidir con los años de máxima prosperidad y máximo desarrollo de nuestra Villa. Aquellos años inolvidables en que Madrid se convirtió definitivamente de una ciudad mediocre en una gran ciudad: en una de las más grandes ciudades de Europa. Recuerdo que en el año de 1973, estando al frente de un grupo de concejales madrileños en la ciudad de Budapest asistiendo a un Congreso internacional que reunía a los alcaldes de todas las capitales de Europa, el alcalde de la capital de una nación de más allá del telón de acero hablando de un tema que no hace al paso, dijo: «Este problema no es tan grave ni tan urgente en las pequeñas capitales como la que yo rijo, que en las grandes capitales de Europa como Moscú, Londres, París o Madrid». Pueden ustedes figurarse la sorpresa y la emoción con que los concejales madrileños oímos citar el nombre de nuestra Villa entre las cuatro ciudades más importantes de Europa y ante todos los alcaldes europeos. Y esto nos da la medida del prestigio, de la fama, que el Madrid de Franco había obtenido lejos de nuestras fronteras, incluso en lugares que en principio podían sernos hostiles. Y esto es preciso decirlo hoy cuando tantas sombras, tantas mendacidades, tantas tergiversaciones, tantas calumnias se lanzan sobre aquel glorioso pasado. Y decirlo en Madrid que es una ciudad que desde que se murió Franco, y a través de ese galimatías que se llama la transición, no ha hecho más que ir degradándose hasta convertirse en lo que hoy es realmente; una ciudad tercermundista. Una ciudad sucia física y moralmente, cuyo índice de prostitución, de mendicidad y de delincuencia callejera es el más alto de Europa, e incluso más alto que las principales ciudades de África. Y esta es la verdad, digan lo que quieran para disimularlo en la radio, en la televisión o en la prensa, los políticos y los periodistas desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda.

(Aplausos)

Pero antes de hablar del Madrid de Franco me parece que es indispensable que hablemos, aunque sea brevemente, del Madrid propiamente dicho, sin implicaciones políticas: el Madrid de antes de Franco, con Franco y después de Franco. De Madrid como institución urbana, como capital de España.

Y lo primero que nos encontramos es con que Madrid ha tenido siempre muy mala prensa. Cosa que no es de extrañar, porque en general en todas partes las capitales tienen mala prensa. Un poco por la emulación, los celos de las otras ciudades del país; y mucho porque son las ciudades más visitadas, más concurridas, y por lo tanto aquellas a quienes más pronto y en mayor número se ven sus defectos y sus inconvenientes. En todo caso, Madrid ha tenido no sólo mala prensa, sino la peor prensa posible. Antes de 1936 era un tópico que todo el mundo repetía, que Madrid era una ciudad ociosa, una ciudad indolente, una ciudad parasitaria; que las ciudades que trabajaban y producían riqueza en España eran Barcelona, Valencia o Bilbao, pero que Madrid ni trabajaba, ni producía, sino que gastaba y malgastaba lo que producían las demás. Y, por lo tanto, era una ciudad no sólo inútil sino incluso nociva. Y decían además que Madrid estaba pésimamente situada, en el medio de la Península, en un altiplano de clima áspero, semidesértico, lejos del mar, sin un gran río que la cruzase, sin grandes bosques que hiciesen más amenos sus alrededores, sin una densidad demográfica que la sostuviese y la propulsase. Y lo peor de todo: que era camino de ninguna parte, un callejón sin salida. Y, por lo tanto, la mayor responsable del peor defecto que ha tenido España en los últimos siglos, en la Edad Moderna y en la Contemporánea: su aislamiento internacional. Es decir que esta ciudad era la responsable de eso que Ortega y Gasset, con su gran talento retórico, solía llamar la «tibetización» de España. Y, como consecuencia de todo esto, era otro tópico, otro lugar común que todo el mundo repetía, que el mayor error que había cometido aquel gran monarca que se llamó Felipe II era el haber nombrado a Madrid capital de España. Sobre todo, teniendo en cuenta que Felipe II en aquel momento pudo elegir entre dos ciudades maravillosas, dos ciudades bellísimas, con una situación geográfica espléndida, como son Lisboa o Sevilla, las dos cerca de ese verdadero «mare nostrum» que es el océano Atlántico y frente a esa formidable realidad que es América, que era entonces nuestra máxima esperanza y ahora es nuestra máxima justificación histórica.

Pero, pensando sobre esto, he llegado a la conclusión de que lo que todo el mundo dice que es un error de Felipe II, no lo es, sino al contrario: es uno de sus mayores aciertos. Y me baso para esto en que no en el siglo XVI, sino en pleno siglo XX, dos importantes países, dos importantes estadistas, han hecho exactamente lo mismo que España y Felipe II en el siglo XVI: me refiero a Turquía y a Brasil. Cuando al final de la Primera Guerra Mundial aquel extraordinario estadista que se llamó Kemal Ataturk, que fue uno de los dos o tres más grandes estadistas del siglo XX, y que se atrevió a hacer cosas extraordinarias en su país, como por ejemplo —por citar sólo una cosa— cambiar la orto-grafía y obligar a sus compatriotas a que en vez de escribir con caracteres arábigos escribiesen con caracteres latinos y este audaz político tomó la determinación sorprendente de trasladar la capital de Turquía nada menos que de Estambul a Ankara: es decir, de una ciudad que está situada en uno de los lugares estratégicos, geopolíticos, más importantes no de Europa sino del mundo y tiene tras de sí una formidable historia cristiana y musulmana, a un poblachón en el centro de la nación, en un lugar desértico, de clima y de paisaje muy parecidos a Madrid. Es decir, hacer en el siglo XX exactamente lo mismo que Felipe II en el siglo XVI. Y, años más tarde, aquel hábil político que se llamó Kubischek, presidente de los Estados Unidos del Brasil, se atrevió a trasladar la capital del Brasil nada menos que de Río de Janeiro, que es probablemente la ciudad más bella del mundo y a la orilla del mar, al centro de la nación, en un altiplano, con un clima y un paisaje muy parecidos a Ankara y a Madrid. Y lo primero que tiene que ocurrírsele al que considere estos dos acontecimientos, es que estos dos países y estos dos estadistas no tomaron esta determinación por capricho, por pura arbitrariedad, por llamar la atención, por pura extravagancia, sino que tenían alguna profunda razón política. Y a mí me parece que tanto Felipe II como Kemal Ataturk y Kubischek, la tenían. Y esa profunda razón política era advertir que estaban rigiendo países de gran vitalidad, compuestos por regiones, por comarcas muy diferenciadas, con una gran personalidad histórica y que, por lo tanto, en estos países latiría siempre una fuerza dispersiva. Y que si se colocaba la capital en un lugar de la periferia, esta fuerza dispersiva aumentaría. Y que era preciso colocar la capital en el centro mismo del país para que la fuerza centrípeta que supone una capital pudiese equilibrar la fuerza centrífuga de la periferia. Y si Felipe II consideraba que España era una realidad digna de ser mantenida y lo mismo pensaban Kemal Ataturk y Kubischek con respecto a Turquía y a Brasil, comprendemos y nos explicamos perfectamente lo que hicieron, y nos damos cuenta de que no ha sido en ningún caso un error, sino al contrario ha sido un acierto.

Pero es que, además, Madrid ha demostrado a través de la historia que es una capital de España, incomparable. No es que sea buena, es que es la mejor, y ninguna otra ciudad de la Península podría sustituirla. Y por tres razones: la primera, por su equidistancia. Si Felipe II hubiese colocado la capital de España en Lisboa hubiera estado demasiado a Occidente, en Sevilla demasiado al Sur, en Valencia o Barcelona demasiado al Este, en Burgos, Bilbao o Santander demasiado al Norte. Colocada en Madrid equidista la capital de todas las grandes regiones españolas. Es más fácil llegar desde Madrid a ellas y de ellas a Madrid que desde cualquier otra ciudad de la Península. Y esto ya es un tanto importante. Pero, por añadidura, Madrid tiene lo que mucha gente cree que es un defecto y es su mayor cualidad: el no tener un contorno demográfico que la aúpe, que la sostenga. Porque, de ese modo, Madrid puede ser una ciudad exenta, una ciudad que no tiene que caer en ninguna clase de localismo, de particularismo, que no rinde tributo a ningún genio local. Madrid no es una ciudad andaluza, ni valenciana, ni catalana, ni navarra, ni aragonesa, ni vasca, ni gallega, ni extremeña, ni siquiera es una ciudad castellana, pero es todo esto al mismo tiempo. Es, sencillamente, una ciudad española. Y, por eso, se puede dar el caso, como se da ahora mismo, de que el Presidente de la Comunidad de Madrid es cántabro, el Alcalde de Madrid es andaluz, el Arzobispo de Madrid es vasco y a ningún madrileño se le ha ocurrido salir a la calle con unas pancartas dando gritos y protestando porque ninguno de los tres son madrileños y porque queremos que nos manden nada más que los madrileños. A Madrid lo único que le importa es que los que le manden, los que actúen en ella sean españoles. Y si son españoles pueden hacer en Madrid todo cuanto puedan y deban.

(Aplausos)

Pero es que además de esta formidable cualidad, Madrid tiene otra cualidad excelente que se llama la generosidad. Cuando Madrid fue durante siglos no sólo capital de España sino capital de un imperio, Madrid, que tenía quince mil habitantes cuando Felipe II la hizo capital de España, llegó al siglo XVIII cuando vino Carlos III y se convirtió realmente de un poblachón manchego en una verdadera ciudad, no tenía más allá de ciento setenta mil habitantes. Y mientras ella era una pequeña población, España estaba fundando las grandes ciudades americanas. Ciudades tiradas a cordel, con calles paralelas y perpendiculares, con espléndidas plazas, con extraordinarios palacios, con magníficas Universidades, con estupendas catedrales. Y se da la paradoja, que mientras en América había espléndidas universidades, desde hace siglos, Madrid no la tuvo hasta hace poco más de medio siglo, hasta que se hizo la Ciudad Universitaria; y cuando las ciudades americanas, Méjico, Quito, Lima, La Habana o Buenos Aires, pueden pre-sumir de sus espléndidas catedrales, Madrid todavía hoy, en vísperas del año 2000, aún no tiene una catedral.

¿Y esto qué demuestra? Que Madrid no pensó nunca en sí misma, sino que pensó en aquello que re-presentaba y a lo que servía: en España y en el Imperio español. Y hoy mismo, cuando podría haber entrado en pugna para traer la Olimpiada a Madrid o para traer la Exposición Universal del V Centenario del Descubrimiento de América, Madrid se echó atrás y dejó que otras ciudades españolas, otras espléndidas ciudades españolas, obtuviesen el privilegio de esa tarea; con lo cual se demuestra ahora mismo que Madrid es una ciudad formidablemente generosa. Por eso Madrid es la mejor capital de España posible.

Pues bien, esta ciudad espléndida, tan criticada siempre, pero a la que hay que exaltar, que me complazco con exaltar. Madrid que, como decía antes, tenía quince mil habitantes cuando fue proclamada capital de España por Felipe II, que tenía ciento setenta mil habitantes cuando llegó Carlos III a convertirla en una verdadera ciudad, que tenía doscientos mil habitantes en la mitad del siglo XIX, en el año 1850, que llegaba a quinientos mil habitantes cuando comenzaba el siglo XX, llegó al año crucial de nuestro siglo, a 1936, con el millón de habitantes.

Entonces Madrid, tuvo que pasar por la mayor crisis de su historia, por una verdadera tragedia. Al estallar el Alzamiento Nacional, Madrid tiene la mala fortuna de que queda como frontera de las dos Españas combatientes durante tres años. Y tiene la mala fortuna de que los rojos quisieron levantar frente a la bandera orgullosa del Alcázar de Toledo la bandera de Madrid, la resistencia de Madrid, la contrafigura del Alcázar: Aquel «No pasarán» que se hizo famoso en todo el mundo, que fue proclamado en todo el mundo, por los periódicos, las radios, las televisiones y las películas y que no sirvió de nada, porque realmente se pasó y se consiguió que España viviera cuarenta años con orden y progreso.

(Aplausos)

Entonces, algunos de los vencedores, que todavía recordaban los tópicos de antes de 1936, pensaron que aquella ciudad destruida, envilecida por la guerra, ya no era digna de ser la capital de la nueva España, que había que trasladar la capital a Barcelona o a Sevilla. Y fue el instinto patriótico, la intuición política de Franco la que le hizo ver que con todos los inconvenientes que podía tener Madrid, era la capital insustituible de España. Y él fue el que cortó la polémica y decidió que Madrid volviese a ser la capital de nuestro país. Por lo que podemos decir que Madrid tiene tres fundadores: primero, Felipe II que la hizo su capital; segundo, Carlos III que mantuvo esta capital y la convirtió en una ciudad; y tercero, Franco que también la mantuvo y la convirtió en una metrópoli.

(Aplausos)

Pero ¿con qué Madrid se encontró Franco? Franco se encontró con el Madrid más deprimido de toda la historia. Una ciudad destrozada: con sus grandes parques naturales, la Casa de Campo, el Parque del Oeste, arrasados, con la Ciudad Universitaria completamente destruida, con los barrios que bordean el Manzanares en ruinas. Y lo que es peor, una ciudad envilecida, una población desmoralizada por tres años de asesinatos, rapiñas, hambre, miseria y desesperación. Entonces parecía que recuperar Madrid era una tarea imposible, pero para Franco y los que combatían con Franco se había hecho aquella frase de un gran filósofo norteamericano, uno de los hombres que escribieron el mejor inglés de nuestro tiempo y que nació en la calle ancha de San Bernardo de Madrid y murió en Roma con un pasaporte español: George Santayana. Aquella frase que dice: «Lo difícil es lo que se puede hacer inmediatamente; lo imposible es lo que se tarda un poco más en poder realizar». Pues esto es lo que pensaba Franco y lo que pensaban los españoles de aquel tiempo: estaban dispuestos a hacer inmediatamente lo difícil y después lo que parecía imposible al mundo entero.

(Aplausos)

Y para esta tarea nombra Franco el primer Alcalde de Madrid en el año 1938, preparándose para el futuro: Alberto Alcocer. Un letrado y economista, que ya había sido Alcalde de Madrid en los años veinte y, por tanto, tenía una experiencia de la municipalidad madrileña; un excelente administrador que tuvo que abordar dos propósitos fundamentales. El primero, desescombrar Madrid, limpiar Madrid, poner en funcionamiento la capital de España. Sólo una cifra les puede dar a ustedes idea de lo que fue aquel trabajo: se abrieron cuatrocientos kilómetros de zanjas para poder llevar por ellas la luz, el gas y los teléfonos. Y para hacer esto, ¿saben ustedes, con qué dinero lo hizo Alberto Alcocer? Con treinta millones de pesetas de un crédito del Banco de Crédito Español y cuarenta millones de anticipo del Banco de España. ¡Con setenta millones de pesetas! Esta cifra lo dice todo cuando ahora estamos acostumbrados a hablar de miles de millones de pesetas. Y no para el servicio de Madrid sino para el de algunos intereses particulares.

(Aplausos)

Alberto Alcocer se propuso fundamentalmente crear un suelo económico para que pudieran pisar firme los futuros Alcaldes de Madrid. Pero hizo, además, obras muy importantes. Por ejemplo, la reconstrucción del Parque del Oeste completamente arrasado por la guerra y desde los primeros días comienza su repoblación y su replanteamiento hasta convertirlo en el espléndido parque que todos conocemos. Y fue él quien hizo el nuevo Viaducto, que ponía en comunicación el barrio Palacio con el de San Francisco el Grande. Y fue él quien eliminó la joroba de la calle que une la Plaza de España con la calle de la Princesa e hizo posible que se convirtiera en uno de los rincones más opulentos de Madrid.

Y a Alberto Alcocer le sucede en el año 1946 un joven ingeniero que se llamaba Moreno Torres, Marqués de Santa Marta de Babío, que había hecho una labor formidable como Director General de Regiones Devastadas que en aquel momento era una dirección general muy difícil y conflictiva. Y este hombre tiene la mala suerte de coincidir con el momento de mayor crisis de España después de la Victoria. Era el momento en que la ONU condenó a muerte política a España, retiran los embajadores y se nos niegan el pan y la sal. Aquel Madrid con unos pocos y pobres automóviles de gasógeno y pasando por formidables dificultades.

Pero aquel hombre emprendedor se plantea en aquel preciso momento un problema fundamental: ¿Qué es lo que vamos a hacer con Madrid cuando salgamos de este bache? ¿Vamos a hacer una ciudad puramente administrativa, de paseantes en Cortes y de burócratas? ¿Una especie de Washington o de Nueva Delhi, o una ciudad industrial, una ciudad que tenga fuerza por si misma, capaz de producir riqueza y que, sin duda, planteará grandes problemas, pero que, en cambio, hará que Madrid se convierta en una gran urbe?

Y es Franco otra vez el que decide. Y decide en favor de la industrialización, porque al París o al Londres o al Berlín de antes de la guerra no les estorbó ser grandes ciudades industriales, si no al contrario. Y se da la paradoja de que los mismos que echaban en cara al Madrid de antes de 1936 que era una ciudad ociosa y parasitaria, eran precisamente los que no querían de ninguna manera que Madrid se industrializara, sino que siguiera siendo ociosa y parasitaria. Y con esto, con el crecimiento demográfico de Madrid, se creaba un gran centro de energía en España como compensación de la energía litoral. Fue entonces cuando se creó la Comisaría del gran Madrid, que dio un enorme impulso a nuestra capital. Pero un desdichado accidente de tranvía, que causó una serie de muertes, provocó la dimisión de Moreno Torres, sustituyéndolo como Alcalde de Madrid el Conde de Mayalde, que fue de todos los Alcaldes de la época de Franco el que duró más: casi trece años.

Y Mayalde hizo una labor extraordinaria sobre el terreno que le habían preparado primero Alcocer y después Moreno Torres. Madrid comenzó a crecer con enorme fuerza y comenzaron también los problemas. Por ejemplo, algo que entonces fue objeto de todos los chistes populares eran los socavones. Porque cuando comenzó a circular por Madrid un Parque Automovilístico importante y el piso de las calles no estaba preparado para este tráfico, se multiplicaban los socavones. El Conde Mayalde abordó el problema con decisión. El Instituto Esteban Terrades de Investigaciones Científicas hizo un estudio del subsuelo de Madrid y con esos estudios se comenzó a realizar la transformación de los firmes de todas las calles madrileñas. Y fue él quien se atrevió a que desaparecieran los bulevares. Desaparición impopular y que desde la prensa se atacó sañudamente, diciendo que se cortaban los árboles de las calles porque Madrid era una ciudad arboricida y que el Ayuntamiento era enemigo de los árboles. Sin darse cuenta de que los árboles que se cortaban en el paseo central se plantaban después en las aceras y, por lo tanto, las calles seguían teniendo el mismo número de árboles e incluso de mejor calidad que los que había anteriormente. Y, sobre todo, Mayalde, de acuerdo con el Ministerio de Asuntos Exteriores, y para romper el cerco internacional, comenzó unas relaciones con el Alcalde de París, con el Alcalde de Londres y otros Alcaldes de naciones extranjeras de tal modo que el cerco internacional pudo romperse.

Y en ese momento se le añaden a Madrid doce ayuntamientos aledaños y nuestra villa llega a los dos millones de habitantes. Habíamos tardado veinte años en pasar de un millón a dos millones. Y eso en las difíciles circunstancias y entre los terribles acontecimientos que habíamos tenido que soportar. Y antes de dejar el Ayuntamiento de Madrid, todavía Mayalde consigue dos cosas extraordinarias: la primera, la cesión definitiva de la Casa de Campo; la segunda, la más importante de todas, aprobar la Ley Especial de Madrid que iba a proporcionar a sus sucesores el mejor instrumento para el progreso de nuestra capital.

 


Publicado

en

por

Etiquetas: