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Jaime Alonso García
Abogado
Boletín Informativo FNFF nº 149
La historia no es una herramienta política para infantilizar a la juventud con pasajes edulcorados de buenismo; tampoco un compromiso cívico tendente a la admisión de cualquier relato interesado y falso; tampoco es un valor europeísta de solidaridad y cooperación; menos aún puede calificarse de comportamiento eco-social, al margen de un estudio riguroso. Toda esa amalgama de ideas fuerza carentes de contenido, nada tienen que ver con la historia y si, con el adoctrinamiento impuesto sobre la misma.
La conciencia, rectamente orientada al conocimiento de las cosas y de nosotros mismos, no admite la etiqueta de democrática o autocrática. Solo es el mudo y pertinaz testigo de cuanto acontece, tanto en nuestro ser individual como en el colectivo. De ahí la importancia de la conciencia histórica. De la voluntad común de cada pueblo en un período, como razón constitutiva y perenne. De ahí la necesidad de preservar nuestro legado en la Fundación Nacional Francisco Franco, ante el intento antijurídico e inmoral de borrar o falsificar nuestra historia reciente, de la que venimos y, sin la cual, no vamos a ninguna parte, o repetiríamos lo peor de los errores pasados.
La historia objetivable en base a unos hechos, nunca ha tenido fácil aceptación entre los incapacitados para mejorarla, mediocres, indigentes intelectuales, resentidos y aspirantes a revolucionarios. Desde el Imperio Romano, donde se imponía la “damnatio memoriae” para estigmatizar al gobernante anterior, hasta nuestros días, donde un nuevo totalitarismo suspende la verdad y el rigor, en la enseñanza y en la vida. Un “terror preventivo” señala al discrepante como rival a marginar, diseñando una estrategia de exclusión como indeseable y perjudicial para la convivencia a quien mantenga determinados postulados o se identifique con personas o grupos sociales previamente proscritos. Así, purgas administrativas, retirada de monumentos, calles, plazas y cuanto signifique referente histórico, son ejecutados por el sanedrín de quienes imponen la arbitrariedad como norma, avalado por los ropones del poder judicial y mediático.
Hoy la historia resulta un pretendido instrumento para defender posiciones ideológicas y justificar proyectos políticos, y hasta guerras. Lo magnificó como falaz propaganda Zelenski, al comparar los asesinatos de civiles en Ucrania con el bombardeo de Guernica en 1937. Hoy, tan interesada ucronía, inspira la defensa universal y transversal del leader ucraniano, cuando al dirigirse a los holandeses les pretende liberar de Felipe II. Esa propaganda de la historia para analfabetos funcionales, nada tiene que ver con la inspiración que encuentra el historiador para revelarle el futuro. Toynbee descubrió la analogía entre la guerra del Peloponeso, que describía Tucídides, en su experiencia de la I Guerra Mundial. Gibbon se inspiró en los canticos gregorianos que accidentalmente escuchó para escribir su “Decadencia y caída del Imperio romano”.
Convertir la historia, como se viene haciendo en España y pretende la ley ya existente o el nuevo proyecto nada democrático, en “una agenda política coyuntural y cambiable”, nos lleva a relativizar los hechos históricos, modulándolos al interés del actor periodístico y propagandista del sistema a implantar. La historia así concebida se convertiría en un proceso abierto y en constante revisión en función de la conveniencia política del gobierno de turno. La historia como cualquier otra disciplina científica, “no es modulable, relativa e inestable”. Si no, firme en los hechos, no meras conjeturas opinables. Equilibrada en los contenidos, no orientada a la distorsión interesada. Refleja la identidad patria a lo largo de los siglos, no el memorialismo cambiante, superfluo y falsificador.
Fukuyama, politólogo advenido a estudiar la historia en función de la esfera de las ideas y conciencia que las orienta, creyó que el liberalismo político y económico se había impuesto en el mundo, no existiendo ideologías alternativas. Creyó que ese colapso, en términos hegelianos, nos llevaría al fin de la historia. En sus palabras ““el fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en este tipo de batallas”. Un análisis tan superficial que apenas ha durado cuarenta años; al no distinguir lo esencial de lo contingente; la evolución ideológica de la humanidad en la historia, de la universalización del gobierno del ser humano en su pasado.
Me atrevo a sentenciar contra el “sanedrín mediático” que el “reinado de Franco” es el más eficaz y glorioso que ha tenido España desde los Reyes Católicos, por ser la transición de la disolución del Estado, la Republica, a la Monarquía configuradora de un futuro imperfecto, pero distinto. Por ello, en nuestra fortaleza mental de preservar el monumento a la razón histórica, desde su ideal primigenio y fundacional, nos opondremos a todo lo que impongan, por Ley, del término ¡resignificar!, en apariencia más suave que destruir, volar, quemar, deshacer, aniquilar, practicado hace casi cien años, pero de idéntico resultado.
La razón de la historia misma y su fundamento, avala la permanencia de la Fundación Nacional Francisco Franco como legataria de la memoria y obra, de quien rigiera los destinos de nuestro pueblo y nación, en medio de dificultades supremas, durante cuarenta años. No hay mayor motivación, ni ventaja en ello, menos aún engaño para perpetuar alguna ilegitimidad. Sólo la gratitud y estima de una Fundación responsable, hecha virtud como pueblo, que lucha contra la corrupción ideológica que impone la ingeniería social en la enseñanza, frente a la realidad de los hechos. Sólo el honor y valor de quienes no admiten convertirse en chivos expiatorios de una intrínseca animadversión histórica; por la importante razón de que España no es, ni será nunca, la nación difunta de una fracasada republica de aventureros de toda laya y condición.
Resulta aplicable a nuestra Fundación el aserto del encabezamiento, pues las virtudes, el acierto y el reconocimiento a la obra realizada durante la égida de Franco es de tal magnitud, que la mayor maldad y hasta vileza sería negarlo. De ahí que nuestro compromiso, contra corriente, no resulte en absoluto oneroso y lo deseemos hacer sin importar las dificultades que arrostre. Más bien debería entenderse como Teresa de Ávila al fundar la orden del Carmelo: “hacemos de la necesidad, virtud”. En nuestro caso sería: la necesidad imperiosa, que se convierte en virtud, de preservar la verdad histórica, cualquiera que sea la interpretación que pueda hacerse de los hechos, frente a la imposición falsificada, novelada y politizada.
Y ese combate ideológico lo hacemos para no subvertir el orden lógico de la ciencia, una de cuyas manifestaciones en la cultura y el progreso humano, es la historia. Los memorialistas de la historia, hasta ignoran a quienes son fuente de su inspiración. Así, Marx, sostuvo que la historia no acababa con el capitalismo, y Hegel, en “la teoría de la enajenación”, mantiene que la superación de la enajenación, -con el fin del capitalismo y el advenimiento del socialismo-, podría suponer el fin de la historia tal y como la conocemos. El fin de la historia sería el fin de las posibilidades de desarrollo del espíritu. Sería el momento en el que se alcanza la plena realización racional de la sociedad civil y del Estado, en el que se logra la identidad entre la realidad y la racionalidad. Tan aberrante, encorsetada y fracasada teoría, aún lastra nuestro presente y condiciona el futuro de la civilización.
Pues las contradicciones que mueven la historia existen previamente en la esfera de la conciencia humana, es decir, en el nivel de las ideas; y culminan en la entronización del pensamiento dominante en la conducción de las sociedades, el estado y la nación. La desintegración de las civilizaciones, según Toynbee, se produce por un cisma en el cuerpo social y en el alma histórica del pueblo. Si la minoría dominante abandona los fundamentos, orígenes y la creatividad del progreso; serán las hordas bárbaras que habitan en el interior de las sociedades, opulentas de contradicciones, las que acudirán para rematarla, creando el proceso de las edades heroicas y la épica. En eso consistió lo ocurrido en España entre 1936/39, y la razón por la cual quieren destruir todo su legado. Sin él, no podríamos sino repetir eternamente el “mito de Sísifo” sartriano.
Sin recurrir a los clásicos, aristotélicos o tomistas, elijamos uno mas próximo y racionalista, Ortega y Gasset, para hablar de la “historia como razón”: “El hombre va siendo y des-siendo, viviendo va acumulando ser (el pasado). Se va haciendo un ser en la serie dialéctica de sus experiencias; esta dialéctica no es de la razón lógica, sino precisamente de la historia. El hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho y lo lleva a su espalda. El hombre no tiene límites en su devenir, sólo los tiene en su pasado; no tiene naturaleza, sino historia. El hombre actual es el resultado de los anteriores y de sus ideas, no podemos decir que el mundo progresará hacia mejor, sólo podemos afirmar basándonos en la razón histórica cuando es o haya sido superado. Hay que apostar por el cambio continuo, sólo progresará quién no está vinculado a lo que ayer era, pero no basta sólo con eso, el progreso exige que esta nueva forma supere a la anterior y se acumule sobre ella”. El “no es esto” sonaría hoy con mas fuerza y virulencia frente a la Ley de Memoria Histórica o Democrática.
A mediados del siglo XX comienza a influir en la filosofía de la historia una corriente que llamaría Karl R. Popper, el historicismo. Uno de sus precursores, Alexandre Kojève, a partir de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, sostiene que el comunismo y el fascismo, por no hablar de la monarquía no constitucional, eran sistemas desacreditados, y que en el futuro inmediato solo la democracia liberal tendría la legitimidad necesaria para convertirse en el sistema político al que aspirar. La amenaza a esa democracia liberal sería: el nacionalismo y la religión. Pero sería capaz de englobarlas. “Lo que podríamos estar presenciando sería el fin de la historia como tal; esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”, decía Kojève
Este “fin de la historia” no implicaba que no sucediera nada más. Significaba la dificultad de que los humanos encontraran un sustituto más eficiente que la democracia liberal y que, de hecho, todo aquello que estaba mal –las desigualdades, la pobreza, la injusticia, la división y el racismo– se debía a que nuestras sociedades no eran suficientemente democráticas ni suficientemente liberales. Si los marxistas habían pronosticado que la historia terminaba con la utopía comunista, la realidad parecía indicar otra cosa: terminaba con el aburrido triunfo de la democracia burguesa. “El fin de la historia será un tiempo muy triste –concluía Fukuyama–. La lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a nivel mundial que requería audacia, coraje, imaginación e idealismo se verá reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y la satisfacción de las sofisticadas demandas consumistas”. En la era posthistórica no habrá ni arte, ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo vaciado de la historia humana de coyuntural conveniencia política.
Un falseado eco es hoy nuestro modo de encarar el pasado, impuesto por ley. Una sentencia provocada por semejantes leyes sería una sentencia de muerte para la libertad, para el conocimiento y para nuestros hijos y nietos. La historia como ciencia, debe ocupar un lugar preeminente en la conciencia de un pueblo, es su ADN insoslayable, de ahí que los historiadores solo puedan calificarse de buenos o malos, según se atengan a los hechos tal como ocurrieron, y su interpretación no se confronte o excluya los acontecimientos objetivables. Cualquier relato donde el autor se deje llevar por sus preferencias, ideología o fuentes ajenas sin contrastar, nos conducen a historietas de buenos y malos, más propio de la novela histórica que de la “verdadera historia”.
La verdadera historia está en los archivos, museos, en la base documental para analizarlos. Así lo conserva la Fundación y demás museos archivísticos, objeto de destrucción y saqueo, cuando no de división y ninguneo, como el de Salamanca. No es casual que todo lo que se conserva como base documental sea del bando ganador de la guerra civil, bien llamado nacional, o de lo que pudo incautarse al bando comunista, bien llamado rojo, antes de que lo incendiaran o destruyeran. En ello siguen con una deformación grosera de lo acontecido y de sus protagonistas.
Ignoro si ese entreguismo suicida a la Ley de Memoria Histórica zapateril y la propuesta por el sucesor Sánchez, comporta, en España, un mayor o menor plato de lentejas para muchos burócratas de la política. Resulta un error palmario. Esa plutocracia política, sectaria, necia, falsaria y corruptora que pretende ajustar cuentas con un pasado irreversible, sólo pretende ocultar su fracaso histórico. No son un referente cultural de enseñanza de lo que fuimos, sino de lo que no debimos ser. Un pueblo que no respeta su historia, sus símbolos, su himno, es un pueblo que deja de ser respetable y camina a su autodestrucción.
No existe la profecía basada en la historia, al no existir un imperio superior de fuerzas históricas incidiendo sobre los cambios sociales, sino al revés. Pero la nueva tendencia que Popper llamara “la miseria del historicismo”, está basada en la sociología histórica como ingeniería social, con la finalidad de estructurar leyes cuyo “relato” histórico coincida con sus planteamientos políticos. Así crean leyes históricas que abarquen, en función del pasado, lo que quieren que sean nuestras sociedades del futuro, posibilitando una mayor uniformidad social. Esta ciencia experimental, mal llamada de “Memoria Histórica o Democrática”, representa un enorme peligro para el futuro de nuestra nación y civilización, al formar a las generaciones futuras en la vacuidad de los hechos y razones históricas que configuraron nuestra cultura y forma de ser.
Si no podemos predecir el futuro de la historia humana, al menos debemos luchar por conocerla con el mayor rigor posible, como ciencia empírica, basada en el estudio de la humanidad a través de archivos, evidencias, relatos y cualquier otro soporte de la época. Lo que significa rechazar la implantación, aunque sea mediante ley, de una “historia teórica” para consumo interno y como formula de adoctrinamiento de masas. El objetivo primordial de la Fundación Nacional Francisco Franco viene determinada en mantener una metodología en el estudio de la historia, consistente en seguir descubriendo todos aquellos hechos que habría de tenerse en cuenta a la hora de reformar las instituciones políticas. Ya que esos hechos existen, lo que ha ido bien, hay que mejorarlo perfeccionándolo, no destruirlo. Así la experiencia histórica sería la fuente de información más relevante.
Termino, en contravención de la “memoria histórica”, con una loa de Eduardo Marquina a nuestro Caudillo, versos para una historia nunca olvidada, tampoco proscrita y mucho menos derogada. Una ley reguladora de la histórica solo tiene cabida en los estados totalitarios y el nuestro aún no lo es: “Hijos míos que escucháis, nietos que estáis a mis plantas, por Francisco Franco somos: sea dicha en alabanza; el que lo olvide o lo niegue, no es mío, ni de él la Patria; Cid Francisco Franco, boca de la bienaventuranza, nivel de nuestras alturas, hito de nuestras miradas, zahorí de las misiones del Imperio en su atalaya. César, sobre este pavés de un bosque de Laureadas. Tú has dado bulto a la vida de los que la disipaban, tú has dado vida a los muertos, rozándoles con tu espada, ¡bendígate Dios!, hoy que eres “razón de la paz de España”. No hay desmesura alguna en el momento en que el autor y destinatario confluyen en la historia: 1939. Tampoco hoy, si la libertad no estuviera amenazada.