De los «ultramarinos» y «colmados» a los supermercados, por Waldo de Mier

 

Waldo de Mier

La Herencia Pág. 31

Recientes estudios económicos han venido a revelar que, en España, hasta el año 1975, existían 125.000 comercios de la alimentación, totalizando un volumen de venta de unos 135.000 millones de pesetas al año, lo que suponía una media de 1.125.000 pesetas para cada tienda.

Tal es el volumen comercial que desarrollaban hasta finalizada la paz de Franco los «colmados» o tiendas de «ultramarinos» en nuestra Patria, si bien, ha de tenerse en cuenta que en la complejidad comercial de los alimentos —que supuso, «verbi gratia», por aquel año algo más de los seiscientos setenta y seis mil millones de pesetas— tan sólo a los detallistas, esto es, a los «colmados» o tiendas de «ultramarinos» fue a parar el cinco por ciento de esa cifra respetable.

«Colmados», como los llaman en toda Cataluña, «ultramarinos» en casi todo el resto de España, y «montañeses» en una parte de Andalucía, suponen un gran sector de la vida comercial española. Lo de «ultramarinos» empezó a llamarse a sí a esas tiendas de artículos alimenticios cuando desde América —Hispanoamérica, se entiende— llegaban los primeros productos que no se obtenían en el suelo metropolitano español. Y ya es sabido que si los españoles llevamos a América el trigo, las rosas, las naranjas, los limones, el melón y tantísimas cosas más —desde la lengua a la religión y la rueda, junto con el Derecho y la civilización—, de ahí nos vinieron infinidad de innovaciones para la mesa y aun para sobremesa, como el ron y el tabaco. Toda la rica especiería americana enriqueció en adelante el paladar y la mesa europea. Las especias eran tan afanosamente buscadas por los asombrosos «chapetones» españoles como el oro y la plata. Y tan pirateadas eran las naos de Acapulco cargadas de estos riquísimos metales como las carabelas repletas de especias, el cacao, o las patatas, los dos grandes descubrimientos que América proporcionó a la gastronomía del Viejo Mundo.

La masiva emigración española del siglo XIX hacia América tenía por primeros escalones —a los que debían subir peldaño a peldaño miles y miles de humildes gallegos, asturianos y santanderinos— los mostradores y las trastiendas de los almacenes de abarrotes, como llaman en Méjico, Cuba y Centroamérica a los «colmados» o tiendas alimentarias. Y así, desde ser simple criadito de recados, con el gran cesto al hombro repartiendo los pedidos por las calles mejicanas o cubanas, aquellos sufridos emigrantes, si conseguían ascender y ahorrar, lo primero que hacían en cuanto pillaban la ocasión era establecerse por su cuenta, o bien retornaban a España donde montaban, como propietarios, su particular tienda de ultramarinos.

La proliferación de santanderinos montañeses retornados de América que se establecieron en Cádiz dedicados a las tiendas de alimentos hizo que en esta ciudad andaluza se empezara a denominar ya «montañés» a cualquier establecimiento de este ramo. Y «montañeses» son por antonomasia todos los tenderos de ultramarinos establecidos en Cádiz. Bastante antes de la masiva emigración del XIX y de principios de este siglo ya los «montañeses» eran conocidos en Cádiz como tales vendedores de artículos de alimentación, porque en una de sus «Comedias andaluzas» Serafín Estébanez Calderón nos habla de cómo al entrar en una tabernilla se le presentó «el Montañés» para preguntarle qué deseaba comer o beber. Y lejos como están de la Patria solar de Pereda y de Menéndez Pelayo, en toda casi Andalucía, a los chicos de los recados de estos establecimientos se les llama «chi-cucos», igual que si fuesen raquerillos del Puerto Chico santanderino.

«Colmados» se les denomina en Cataluña por aquello de que están repletos de toda clase de artículos alimenticios, voz que Joan Corominas en su «Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana» hace datar de 1495; esto es, muy poco después del descubrimiento.

Tenderos y tiendas de ultramarinos están excelentemente descritos en algunas de las mejores novelas de Pérez Galdós. En «Tormento» aparece un Hipólito Cipérez, dueño de un almacén situado en la calle Ancha, de Madrid, y que figura como gran amigo de don Agustín Caballero, con quien, precisamente —y véase el origen del amor a este tipo de negocios— convivió muchos años en América. En otra novela suya, «Ángel Guerra», que transcurre su mayor parte en Toledo, Pérez Galdós nos pintó a otro simpático tendero de ultramarinos, a don Gaspar Illán, propietario de un establecimiento o tienda de productos alimenticios sita en la calle de Obra Pía, esquina a la famosa calle de las Tornerías, de la Imperial tolaitola. Illán tenía un hijo llamado Pepito que se enamoró perdidamente de Leré, la figura principal, con Ángel Guerra, de la novela. No le debían ir mal los negocios al tal Illán, porque Pérez Galdós le asignó una fortunita de cuarenta mil duros, cifra nada despreciable para aquellos tiempos. Y como tendero de ultramarinos en Madrid, don Benito nos cita a otro rigurosamente histórico, a Pla, en su grandiosa novela «Fortunata y Jacinta».

¿Y qué decir de Arniches? En cuanto podía sacaba a un «chi-cuco» de esos o a algún pobre tendero de ultramarinos en sus sainetes. Casimiro Ortas y Valeriano León fueron geniales intérpretes de aquellos personajes arnichescos populares que hacían las delicias del público de los años veinte.

Pues bien: pese a los 125.000 comercios de ultramarinos o «colmados» esparcidos por toda España, hay que empezar a entonar el «réquiem» por ellos, porque la novedad apabullante de los «supermercados» y de los «hipermercados» ya empezó, cuando los últimos años de la paz a arrinconar poco a poco a estos establecimientos.

El fenómeno comercial de los «supers» empezó a experimentarse en Norteamérica, entre otras cosas, porque, situados en su mayoría en las afueras de las ciudades, permitían el cómodo estacionamiento del automóvil. De otro lado, las grandes neveras hacían posible la acumulación de alimentos adquiridos para consumir a lo largo de una semana o dos, con el notable y muy importante ahorro de tiempo y desplazamiento. El mismo fenómeno de la motorización masiva de los españoles —fenómeno del que ya se hablará también en este libro un poco más adelante, porque es otro progreso conseguido en la era Franco— ha ido haciendo posible la proliferación de los «supers» en España, donde también miles y miles de amas de casa han aprendido a encerrar en sus grandes neveras alimentos para varios días.

Pero todavía somos el país europeo que más se sirve de los caseros y familiares «colmados» o «ultramarinos». En Holanda existe un establecimiento por cada 700 habitantes; en Suecia, uno por cada 500; en Inglaterra, uno por cada 450; en Suiza, uno por cada 396; en Francia, uno por cada 350; en Alemania, uno por cada 299; en Italia, uno por cada 260; en Bélgica, uno por cada 260, y en España, hacia 1975, uno por cada 225 habitantes.

Sin embargo, el número de tiendas autoservicio ha ido aumentando de día en día en España, hasta el punto de que de un dos por ciento de estos establecimientos existentes en 1965 se pasó diez años mas tarde a un 10,5 por ciento. No hay capital de provincia que no cuente ya con sus buenos «supermercados». Y tras ellos empezaron a llegar, hace pocos años, los «hipermercados», situados, como los norteamericanos, en las afueras de la ciudad.

De modo que asistimos, por mor del progreso iniciado en la paz —no hay otra, amigos, desde que murió el Caudillo— a la agonía de los tradicionales y familiares «ultramarinos», «colmados» o «montañeses», con lo que tipos descritos como el Illán, de Pérez Galdós, o el «chicuco», de Estébanez Calderón, también son llamados a desaparecer.

 


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