El clamor de la unidad, por José Utrera Molina

José Utrera Molina

(El Alcázar, 18 de noviembre de 1979) 

 

Hablemos claro. Todas las fuerzas nacionales, todos los grupos que vinculan su existencia a la defensa del honor de España una parte importante de la llamada derecha española —no, por supuesto, el conglomerado espeso y oscuro de intereses que aparecen bajo tal denominación— y, en definitiva, todos los españoles que en esta hora crucial de despedazamiento y de ruptura del ser nacional, sostienen la comunión de unos principios básicos de amor a la patria, de exigencias sociales de radical mejoramiento de la sociedad, de defensa de la familia y del mantenimiento a ultranza del sentido de la dignidad y del honor, no tienen, no pueden tener, no deben tener, en esta hora decisiva y dramática de España, la menor disculpad si no deponen personalismos y vanidades y se aprestan sin demora —porque éste es el clamor de todos, el clamor de las bases—a constituir, por encima de cualquier interés partidista, una sólida alianza de unidad nacional.

Hay palabras que traducen conceptos muy serios y que parecen penosamente destinadas a convertirse en tópicos y a mineralizarse de forma definitiva. Tal acontece con el término unidad. Todos hablan de su necesidad, todos se pronuncian por su urgencia, todos la consideran indemorable, todos juzgan imprescindible su consolidación, pero todo queda ahí, en verbalismo inútil, en pancarta que el tiempo amarillea, en grito perecedero, en invocación infecunda.

En estos últimos días, sin embargo, la llamada a la unidad se convierte en rotunda exigencia, en apremiante demandada. España se rompe, se institucionaliza el tribalismo, el Estado se resquebraja, las instituciones enmudecen, una parte importante de la Iglesia española o se acobarda o confunde y, por último, unos políticos que sólo se alistan en el tráfico y en la mercadería de sus apetencias, constituyendo un Gobierno de impresionante inutilidad, está arruinando las últimas energías nacionales.

Ante esta situación, que se detecta por doquier, ante el avance del descontento, ante el desencanto de los ingenuos, ¿podemos resignarnos a la pasividad, podemos recluirnos en el salvajismo histórico de la insolidaridad?

Sigo preguntando; en esta hora difícil, ¿es lícito invocar prioridades absurdas, es apropiado defender compartimientos estancos y no llega a ser condenable la utilización de las palabras sin intención firme y deliberada de convertirlas en enérgicas realidades?

La Historia condenará a todos aquéllos que en esta hora, ciertamente singular, no se aprestan, por apatía, por indiferencia o por miedo a constituir un bloque unitario que impida la aniquilación de la patria. Pienso que es posible que los frutos de esta unidad indemorable no se cosechen de forma inmediata. Nos van a esperar días muy duros nos aguarda un tiempo de dolor, de persecución, de sacrificio, incluso de riesgo de la vida, pero, al final, muchos españoles no estaremos incluidos en la credencial de maldición que se extenderá a aquéllos que perdieron el orgullo de sentirse dignamente miembros de una comunidad, que tiene necesariamente que seguir llamándose España.

No podemos incurrir en ninguna clase de vergonzosa resignación, en ninguna indiferencia degradadora. Pienso que soslayar con una frívola evasiva de gravedad de nuestra situación, ocultar con un cínico optimismo el drama que se proyecta sobre toda la nación española, justificar con caridad a quienes han permitido la aniquilación de nuestro ser histórico, salvar de este sombrío contubernio a los que, en mayor o menor medida, han contribuido a la liquidación de nuestra estructura unitaria, haciendo tabla rasa de cinco siglos de esfuerzos, de trabajos, de renuncias y de abnegaciones, supondría que también nosotros nos convertimos en socios de esta sucia empresa, en cómplices de este crimen, en colaboradores de esta negra iniquidad, en espectadores amedrentados del más atroz acto de desvergüenza histórica que ha conocido nuestro pueblo.

En este 18 de noviembre no nos podemos conformar con acudir a la Plaza de Oriente a proclamar al viento nuestras añoranzas, ni siquiera a rubricar con nuestras canciones la legitimidad de nuestras fidelidades y de nuestras nostalgias. Pienso que ni Franco ni José Antonio nos van a agradecer el ejercicio nobilísimo de la liturgia del recuerdo porque estoy seguro que ellos preferirían que, desde esta plaza, donde los ecos de la Historia tienen una resonancia muy significativa, salga hoy, rubricada con un nuevo y vigoroso propósito, una firme voluntad unitaria, una nueva fe en el futuro; las causas no quedan derrotadas en tanto que uno mismo no las considere perdidas.

No caben excusas para demorar esta exigencia integradora, España lo demanda, si los españoles que hoy nos congregamos en esta plaza salimos de aquí sin el compromiso que consolide esta unidad, habremos cumplido con respeto el rito de la fidelidad, poniendo luto en nuestros corazones, pero, si no logramos el objetivo que antes señalaba, saldremos de aquí con la sensación desconsoladora de haberle puesto el luto también a la esperanza.

 


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