La hora de los chiguaguas, por José Utrera Molina

José Utrera Molina

(El Alcázar, 18 de julio de 1978)

Es curioso que sean los genuflexos de ayer, o de anteayer, los que alababan hasta el sonrojo ajeno, los orfebres de la lisonja, los artesanos de la adulación, quienes ahora muestren mayor velocidad en sus conversiones. El «sprint» en el odio empezó por el lenguaje. Los que antes decían «el glorioso Movimiento Nacional», ahora dicen «el ignominioso período franquista». Los que antes decían la «patria», dicen ahora «el país»; los que aludían a Franco como «el Generalísimo», le llaman ahora «el Dictador», los que se apresuraban a oficiar solemnes tedeum, ahora prohíben misas y sufragios. No se trata de opiniones mías, sino de hechos. Los historiadores del futuro, cuando vayan a las hemerotecas, pueden sufrir una súbita meningitis. «diem, cómo era posible que fuesen los mismos?», pensarán. Pues bien, todo esto está siendo posible. Y uno, que ha respetado siempre y respeta ahora a los adversarios que se baten honradamente en otras posiciones ideológicas, siente unas náuseas tremendas ante los renegados que van a engrosar sus filas ante los que ayer enronquecían gritando fidelidades, y hoy callan parapetados en el sucio silencio de sus cobardías.

No estamos presenciando unas conversiones determinadas por la súbita aparición de la Virgen de Fátima, estamos asistiendo al festival escandaloso de las conveniencias. No es que se haya producido un conflicto moral, ni una crisis de conciencia en la «noche oscura del alma», no, los tránsfugas creen que les va a ir mejor, eso es todo.

Confieso que más pesimismo que el que provocan los sucesos que describen, me producen esas conductas. Creo que más peligrosa que la subversión en su tolerancia y más grave que el paro es el desempleo moral de tantos españoles que, como ha observado certeramente Julián Marías —que es un ejemplo de impecabilidad moral, aunque yo no comparto todas sus opiniones— dice qué va a pasar y no «qué vamos a hacer». Sí. Más tristeza que los avatares de España deben darnos los de algunos españoles. Son bastantes los que pretenden borrar un trozo de historia de España. Precisamente el período en que nuestra nación alcanzó su época de mayor bienestar y de paz más larga y duradera. Esto constituye, en mi opinión, algo peor que una ingratitud: es una estupidez. Equivaldría a decretar que no hubiesen existido Almanzor o Felipe II. La historia se hace proyectando el futuro, pero también asumiendo el pasado. No tachándolo de los libros de texto.

Olvidan, los que aspiran a ese borrón y cuenta nueva —con tantas cuentas antiguas— que Francisco Franco no inventó la guerra: se limitó a ganarla. Olvidan que los males de España no se originan el 18 de julio del 36, sino que empiezan a afrontarse y a resolverse en muy buena parte. Y yo me pregunto dónde estaba esa jauría acosadora. Y ahora comprendo, después de investigar los collares, que los lobos de hoy eran los chiguaguas de ayer.

Amparados por la legalidad vigente, los expendedores de odio se dedican a denigrar, a injuriar, a calumniar, con toda impunidad, desde ciertos libelos que usurpan el nombre de periódicos y revistas. Lo que se vende es el insulto. Entre la pornografía y el escarnio, han hallado una fórmula sumamente rentable que, además, algunos confunden con el sublime concepto de libertad. No puede ser esa «la melodía de nuestro tiempo» y si lo fuera, me niego a sintonizar con ella, por muchos perjuicios personales que me acarree mi postura. Creo firme-mente en la democracia que José Antonio consideraba como la más deseable forma de convivencia política y creo en todas las reformas que pueden hacerse en pie. No en las que pretenden hacerse reptando o en cuclillas.

Me urge decir, ahora que está de moda obtener credenciales de antifranquismo, que no me arrepiento de haber servido al Estado del 18 de julio y que no olvido, ni hago penitencia por las horas jóvenes que ilusionadamente entregué a su servicio. La luz viva de mis horas viejas, alumbrará un espacio histórico, lleno de una limpia capitanía. No me arrepiento, pues, ni me olvido y sé que si lo hiciera, jamás habrían de perdonármelo aquellos que compartieron conmigo la dignidad de comunes convicciones.

Todos los españoles, por el hecho de serlo, tenemos algo que hacer en el futuro. Es tan grande y tan ardua la tarea que se nos presenta que, quizás, no tenga demasiado sentido afanarse tanto en el ayer. Se trata de construir el mañana, no de demoler el pasado. Los hombres que pertenecemos a la generación intermedia, los que vivimos la dura convalecencia de España, los que no hicimos la guerra, entendemos muy bien la palabra reconciliación. Lo que no entenderemos nunca es que se quiera cambiar de signo el resultado histórico de la contienda que dividió dolorosamente a los españoles, de tal manera que los derrotados ayer se constituyan hoy en vencedores. Eso no es superación, eso es traición y malabarismo.

Quienes, a pesar de afrentas, de amenazas y de presiones, seguimos siendo fieles a unas convicciones y a unas trayectorias biográficas, jamás estaremos solos porque pienso que al final, al menos, nos harán compañía nuestras lealtades.


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