La dictadura del proletariado, por Ultano Kindelán

Ultano Kindekán

Boletín FNFF nº 151

Etiqueta Blues

Pasó mi cumpleaños, celebrado en familia, aunque sin la presencia de mi Sofía, que me llamó con Pasqualina desde Milán. Pasqualina interesadísima en saber si había soplado las velas solo.

“¡Pues en mis cumples siempre dejo a mis amigas que soplen conmigo!”

Sofía añadió “Creo que a principios de Julio volveré a Madrid de trabajo y me llevaré a Pasqualina.”

El recuerdo de mi nieta, difuminado un poco por los de mi reciente escapada a Mallorca, volvió a tomar posesión de su trono en mi mente, por lo que decidí salir a airearme un poco esperando que la calle se llevara mis nostalgias. Salí del despacho hacia la una de la tarde, y fui a unirme a la tertulia del grupo de Baldomero en la terraza del Milford, aprovechando que hacía un día de esos de Madrid en primavera, con un sol radiante, pero que calentaba lo justo.

La tertulia es un rito saludable, que permite todo tipo de desahogos; dependiendo de la cercanía de los integrantes, puede ser mejor que ir al psiquiatra. En la mía, el grupo duro lo integramos Baldomero Casado, publicista retirado; José María Carvajal director de una consultora, y vecino y amigo de Baldomero; Felipe Contreras, arquitecto y urbanista, amigo de José María; y Manuel Espinosa, directivo de una cadena de supermercados que fue cliente de Baldomero cuando este todavía estaba activo y se hicieron amigos.. Además suele venir Aurelio Mesa, digo suele, pues es directivo de una petrolera y viaja mucho con lo que normalmente nos reunimos cuatro o cinco.

Vi a mi grupo al entrar en el bulevar, y saludé a Baldomero, sentado a la sombra bajo el toldo de la terraza, y a Felipe y a José María, que acababan de llegar, y que estaban tomando posición, uno a cada lado de Baldomero, en una de las mesas redondas. Baldomero, casi octogenario, era el decano de la tertulia, un hombrón grande y bonachón, que había fundado y presidido una de las más importantes agencias de publicidad de Madrid. Siempre estaba de buen humor y con ganas de divertirse, charlando con sus amigos de lo divino y humano. Pero ese día me pareció algo ausente cuando me saludó. Me senté enfrente suyo, y enseguida se acercó el camarero para tomar nuestro pedido. Llegó con nuestros vinos y cervezas al poco rato y antes de probar su vino y de que le pudiera preguntar por su ciática, nos espetó, nervioso, y moviendo las manos mientras hablaba:

“Os tengo que contar lo que me pasó ayer, todavía estoy de mal humor.” El camarero se acercó a preguntar que queríamos tomar, interrumpiéndole. Pedimos nuestras copas y al retirarse el camarero, Baldomero continuó, “Teníais que ver al dueño del caballo que ganó la tercera carrera ayer. Caí, por casualidad, en el canal de televisión que la transmitía, pues soy adicto al zapping. Hace más de veinte años que no voy al hipódromo y disfruté mucho con la carrera. El caballo ganador, un caballo castaño oscuro de preciosa estampa, “Ataviado”, creo que se llamaba, iba de los últimos del pelotón, y unos cuatrocientos metros antes del final empezó a ganar terreno, y se destacó con otros dos que galopaban junto a él. Los últimos cien metros fueron emocionantes, con los tres caballos   a pleno galope, sus maravillosos y brillantes cuerpos tan juntos que parecían uno solo; los jinetes con sus coloridas camisas empinados sobre sus estribos, blandiendo sus fustas; y el ruido de las doce pezuñas golpeando el suelo con un ruido sordo, que la televisión convirtió en atronador. Enfocaron la meta casi juntos los tres, pero en los últimos diez metros “Ataviado” dio un empujón final, y ganó por medio cuerpo. Una carrera realmente emocionante; casi me pongo a gritar frente al televisor.

Baldomero hizo una pausa, bebió un buen trago de su copa de verdejo, y se quedó unos segundos cabizbajo y pensativo antes de seguir. Por fin levantó la cabeza y dijo, “Total, que cuando terminó la carrera, y me preparaba para disfrutar del hermoso espectáculo de la entrega de premios, vi que la entrevistadora de la tele se acercaba a lo que pensé era un mozo de cuadra; un gordo con una barba entrecana que parecía la piel de un puercoespín vestido con una camiseta color marrón sin cuello, y unos pantalones de esos que llaman bluyines, que le colgaban por debajo de la barriga. ¡Y este personaje resultó ser el dueño del caballo! ¡Un andrajoso que daba asco verlo, dueño de ese maravilloso caballo! No me lo podía creer…. Me quedé sin habla. Me sentí agredido por la escena, y me costaba creer lo que estaba viendo. ¡Pero era realidad!”

La indignación desbordaba a Baldomero de tal forma que no pudo continuar…Bajó la cabeza de nuevo, y no nos atrevimos a interrumpirle. Después de una larga pausa, alzó la cabeza y dijo ya más sereno, “Una realidad que dio un puntapié a mis recuerdos de tardes elegantes en la Zarzuela. No puedo asumir que vivamos en un mundo tan grosero…” “Fue un golpe violentísimo, y todavía no me he recuperado”´.

Le escuchamos en silencio, compadeciendo al pobre Baldomero, que miraba sus zapatos, con la cabeza baja, las manos sobre las rodillas, y los hombros a punto de deslizarse cuesta abajo sobre sus codos. Un hombre, generalmente la imagen viva de la apostura, siempre bien trajeado, hoy estaba claramente hundido. Una imagen desoladora, como la que podría haber tenido Napoleón después de Waterloo.

Por fin levantó la cabeza, mirándonos a cada uno como pidiendo comprensión, y continuó, moviendo las manos lentamente mientras hablaba, “Recuerdo aquellas tardes en las carreras con mis padres, como algo muy especial. Todos los mayores vestidos con sus mejores galas, ellos de traje y corbata, y ellas elegantemente vestidas, muchas con sombreros. Era un ambiente refinado, y de buen gusto, que añadía importancia a las carreras de caballos, envolviéndolas en un acontecimiento social, donde la gente iba tanto a ver y ser vista, como a disfrutar con las apuestas y las carreras.”

“Es verdad” comenté pensativo, “Recuerdo haber ido alguna vez de niño, y ver un mundo muy elegante. Desde entonces siempre he asociado las carreras de caballos con el buen gusto y la elegancia. Con señoras y señores de aire distinguido, ellos con prismáticos colgando del cuello y ellas con zapatos de tacón y sombrero. Un ambiente que no había en ningún otro sitio…Bueno salvo en la ópera.”

Felipe que había estado consultando su móvil, levantó la cabeza me miró, y luego a Baldomero, y abriendo las manos a ambos lados dijo, “Los tiempos cambian queridos, pero nosotros no; los jóvenes ven la vida de otra forma, y van haciendo el mundo a su medida, rechazando muchas de nuestras normas y costumbres, como nosotros rechazamos las de nuestros padres; y ellos, las de los suyos. Es parte de lo que se llama progreso…”

Viendo la cara que se le puso al pobre Baldomero al escucharle, Felipe añadió, “Te entiendo perfectamente Baldomero, es una pena, pero ya la gente no le da importancia alguna a la manera de vestirse fuera del trabajo, y a veces ni siquiera allí. No hay más remedio que irse acostumbrando.”

Vicente se irguió en su silla como si le hubiera picado algo y recuperando su tradicional prestancia, dijo con firmeza, alzando la voz, “Pues yo no pienso acostumbrarme a que unos groseros sin educación destruyan mi mundo. Tengo unos recuerdos maravillosos de las carreras de caballos en el hipódromo de la Zarzuela, con la gente correctamente vestida. Veíamos a unas señoras elegantísimas, muchas tocadas con pamelas, y a los hombres siempre de traje y corbata. Un homenaje a los caballos de carreras, los animales más bellos y  elegantes del mundo.”

Nos quedamos en silencio, y yo aproveché para disfrutar de mi cerveza tostada sin alcohol saboreando un par de buenos y largos tragos. Baldomero parecía haberse quitado un peso de encima al habernos confesado su disgusto, y rompió el silencio de nuevo diciendo con una sonrisa, “¿Será que me estoy volviendo viejo? Estas cosas no me deberían molestar tanto.” Ahora fue José María el que intervino le dijo con su fino acento andaluz, “Espero que ese señor de la camiseta sea una excepción; además hay camisetas y camisetas. Por lo que me dices el amigo del caballo iba hecho un guarrete; si se hubiese afeitado y peinado bien, puesto un par de pantalones de hilo, digamos beige claro, y una camiseta blanca, de cuello abierto pero con una breve abotonadura, creo que no te hubiese ofendido tanto.

“Pero Felipe tiene razón, los tiempos cambian, y los que crecimos en otros, no podemos parar esos cambios. Mira lo que pasó con las chisteras de nuestros bisabuelos, o incluso con los sombreros de nuestros abuelos… Consideraban groserísimos a los hombres que paseaban con la cabeza descubierta. Y, ¡Que me dices de los cambios en los vestidos de las mujeres! Pasaron de la falda larga y polisón, de las bisabuelas, a las falditas del charlestón de las abuelas, del bañador con faldita, al bikini;…Y ¡Para que seguir!. Seguro que a nuestros abuelos y padres les ofenderían esos cambios…Pero no pudieron impedirlos.”

José María hizo una pausa y continuó,“Nos quedamos anclados en nuestros recuerdos, pero los tiempos van cambiando; imperceptiblemente si quieres, pero cambian. De tu tiempo en las carreras, a hoy han pasado cincuenta añitos Baldomero, y en ese tiempo el mundo es otro. Yo que soy más joven que tú, también me siento incómodo con las modas de hoy.”

De nuevo silencio en la asamblea mientras encajábamos esos comentarios con nuestras propias ideas. Y de nuevo aproveché para darle un par de lingotazos a mi refrescante cerveza.

Fue Baldomero el primero en romper nuestro rumiar intelectual, “Pues es verdad, los tiempos cambian, que le vamos a hacer. Como decía aquel: Desde que inventaron el jabón y la máquina de cortar jamón ni el jamón sabe a jamón ni el sobaco huele a sobaco”…. Y con esto Baldomero apuró su copa de fino y se levantó diciendo con su alegre sonrisa de siempre, “¡Os dejo que me consoléis invitándome! ¡Agur!”

Baldomero se fue mucho más contento de lo que había llegado a la tertulia, pero nos dejó a los demás bastante apagados, en mi caso por mi mala costumbre de cavilar sobre los pensamientos de otros. José María por fin rompió el silencio, y mirándonos por encima de sus ligerísimas gafas musitó, “Los tiempos cambian sí señor. Estaba recordando que, de niño, mi padre me llevó a ver a un guardia de la porra negro que dirigía el tráfico en un cruce de calles en Madrid. Era el primer negro que había visto en mi vida, embutido en un elegante uniforme azul, encima de un plinto redondo, blandiendo con ritmo   una porra blanca, más serio que un plato de habas, como dicen en mi pueblo; me impresionó muchísimo. Como si hubiera visto a supermán en persona…”

Reímos con él al recordar al famoso negro, y José María añadió, “Sí aquello debió de ser a mediados de los sesenta. Hasta entonces no había semáforos en Madrid. Aunque ya las calles se iban llenando de Seats…” Se levantó al terminar la frase diciendo, “Chicos me vais a perdonar pero me acaba de recordar Mónica por whatsap que vienen mis suegros a comer a casa.”

Después de afianzar sus delicadas gafas con el dedo índice, se levantó, empezó a andar, y en pocos segundos su figura menuda y nerviosa se perdió entre los paseantes.

“El problema es que ya no hay ricos”, dijo Felipe, al perder de vista a José María, con su ronca voz de barítono trasnochado. Como yo había estado rumiando las palabras de Baldomero, dejando que su mente de auditor analizara nuestra conversación, desmenuzando los argumentos, y poniéndolos patas arriba como hacen los auditores al entrar en un balance.

“¡Como que no hay ricos!”, reaccioné sorprendido. Felipe siempre disfrutaba retando al personal lanzando propuestas revolucionarias, ya fuera sobre política, futbol, o sociedad, como era ahora el caso.

“¡Que no hay ricos como los de antes, hombre!”

“Hace sesenta años, un rico era mucho más rico que los de ahora. Tenía coche, cuando los demás iban a pie, y vivía en una casa con luz eléctrica, calefacción, teléfono, radio, y baño con agua caliente y fría. Los demás tenían un solo par de zapatos, vivían en casas sin calefacción, ni luz eléctrica, y tenían que bajar a la fuente a por agua. La diferencia entre ricos y pobres era abismal.”

“Hoy todos tienen los pobres tienen acceso a las mismas comodidades, y los ricos muchas veces van vestidos peor que cualquier vagabundo. ¡Qué tiempos aquellos en que los ricos teníamos nuestro mundo elegante, inaccesible para la chusma! Nos veíamos volando en Convair a Ibiza, o en los bares como Chicote, y subíamos en nuestros coches por la Cuesta de las Perdices, siempre de traje y corbata los hombres, y las mujeres de falda; pobre de aquella a la que  se le ocurriera ponerse un pantalón…”

“Y entretanto el pueblo con la gorra calada hasta las cejas, ocupándose de lo suyo sin molestar.”

Mientras encajaba la perorata de Felipe, me vino a la mente una foto de la Gran Vía de Madrid de alrededor de 1948, que mostraba un verdadero mar de boinas paseando por las aceras;

¿Por qué esa afición tan apasionada, por la boina? Felipe no tardó mucho en interrumpir mis cavilaciones, “Fue Franco el que acabó con los ricos, no le des más vueltas…” “¿Franco?” Felipe se superaba a sí mismo una vez más,

“¡Claro! Él, y el maldito Seat 600.”

Me miró fijamente a los ojos para asegurar que mis acostumbradas divagaciones no me impidieran seguir su argumentación, y dejó que su vozarrón me envolviera despiadadamente, “Una vez motorizado el pueblo, los ricos pierden su pedestal….Y luego los planes de vivienda social, pisos con todo lo que antes solo tenían los ricos….Luz, calefacción, agua corriente…Total que en cuarenta años todos iguales.”

“A los ricos ya solo les queda lo del avión privado y el megayate, pero eso ya lo tienen hasta los futbolistas…Total querido, que los ricos, con todo aquel glamour que procuraban afanosamente nuestros padres, hemos desaparecido, absorbidos por el proletariado…”

Evidentemente encantado por su discurso, me ofreció una tirante sonrisa, que enseguida desapareció detrás de su vaso de cerveza. Escanciado un buen trago, volvió al ataque, “Ya me contarás el glamour que tiene viajar en avión hoy en día, o el ir las carreras de caballos, como nos contaba el pobre Baldomero.”

Volví a visualizar el campo de boinas en la Gran Via, y enseguida recordé las colas de acceso al control de seguridad en Barajas, muchedumbres vestidas en paños menores, es decir bermudas en sus tres acepciones; clásica, multibolsillo, y matapantorrilla, camiseta y chanclas, como dicta hoy el protocolo del pasajero guay. Me sorprendí trasladando mi conclusión a Felipe, “¿Entonces, estamos en la dictadura del proletariado?”

“¡No hay más que verlo colega!” dijo Felipe mientras se levantaba de su silla, añadiendo, una vez de pie, “Y te dejo, que hoy viene mi hija a almorzar.” Y como colofón añadió un consejo “Y ya te puedes ir comprando una camiseta sin cuello, estampada con una foto de las Maldivas.”

Y con esto Felipe, largo y huesudo como un apóstol del Greco, dejó cinco euros sobre la mesa, me lanzó un hasta luego, mirándome sobre sus gafas de concha azules y se encaminó hacia Serrano, dejando que mi mente se arrebolara con sus propuestas…

¿Será verdad que le debamos a Franco la dictadura del proletariado?

Cosas veredes Sancho….


Publicado

en

por

Etiquetas: