Un día para el futuro, por Blas Piñar

Blas Piñar López

Publicado en “El Alcázar”, el 23 de noviembre de 1.980

Ya está bien de calificar como nostálgica la conmemoración del 20 de noviembre. Los que hablan con unanimidad machacona de nostalgia encubren la verdad profunda de esa conmemoración. Porque si se tratase solo de nostal­gia, está claro que no se movilizarían tantas voces y tantas plumas para la falsedad difamatoria, para la explicación equívoca del éxito o para el recuen­to meticuloso de los asistentes.

Lo que ocurre es que en esa fecha -aun cuando la conmemoración tenga lugar en el domingo más próximo a la misma- alcanza más vigor lo que tiene de arranque para un futuro inmediato que aquello que guarda y cobija como recuerdo. A la gratitud por un pasado todavía próximo se une la fuerza creado­ra que de ese pasado toma raíz. Al homenaje a dos hombres fuera de serie en la historia contemporánea de nuestro pueblo, se asocia y vincula la enorme capacidad de arrastre que conllevan la doctrina de José Antonio y la obra extraordi­naria de Franco.

Los que proclaman, como repetidores sin reflexión, que el franquismo había muerto con Franco, y que fusilado José Antonio el nacionalsindi­calismo era inoperante, o cometían una tremenda equivocación, o querían, con su formal negativismo, oponerse a la evidencia. Y esa evidencia, que la histo­ria avala, nos grita que las ideas que descansan en la Verdad no mueren, aunque desaparezcan sus adalides, y que la obra bien hecha, y que fue animada por tales ideas, constituye un desafío a la erosión normal del tiempo que pasa y a la dinamita del odio que aspira a deshacerla.

En tal línea de pensamiento y de conducta se dan cita los que desde el mes de noviembre de 1.976 nos reunimos en el Plaza de la lealtad, a fin de ser portavoces de una nostalgia, que nos honra, como manifestación pú­blica de nuestras fidelidades no pisoteadas, y de un ímpetu arrollador, y que estimo imparable, para devolver a España la plenitud de su conciencia nacional y ponerla de nuevo en el camino de su quehacer histórico.

De otra parte, la conmemoración del 20 de noviembre se ha convertido, por toda su carga interna y por encima del paréntesis oscuro que vivimos, en una fiesta nacional. En ella aparecen, más que los crisantemos otoñales de un noviembre pálido y mortecino, las rosas encendidas y púberes de una primavera esperanzada, jubilosa y en flor. La sangre de España, en ese día, corre más alegre por sus venas, y el latido de su corazón participa del gozo de la amanecida; y cada bandera que se enarbola es un destello de luz, vibrante de color y de atractivo.

Todo ha sido alegre, año tras año, en la Plaza de la lealtad ba­jo el diluvio o la brisa suave. Los hombres y las mujeres que allí se aprietan en la hermandad del amor y del servicio a España, rompen, de algún modo, la frontera de su propio yo, para sumarse y sumergirse en el ser de la Patria; de una Patria herida en su carne y en su espíritu, cuyo dolor se convierte en nuestro propio dolor. Dolor que no acaba en el suicidio o en la inercia o en el abandono o en la nostalgia paralizante, como quisieran los adversarios de la conmemoración, sino en el comienzo de una marcha triunfal.

Todavía hay algo más que añadir para entender lo mucho que el 20 de noviembre significa: su valor universal, José Antonio y Franco, el teólogo de la política y el fundador y artífice de un Estado, por su total españolía, trascienden de su contorno geográfico y cultural para ser figuras o arquetipos universales. Ese día, los medios informativos, las agencias de noticias, los corresponsales extranjeros, los enviados especiales, estarán en el recinto ilimitado del encuentro, por la sencilla razón de que ese encuentro de una patria consigo misma, interesa a todos: a los que siguen creyendo en la nación y en la libertad, para conseguir nuestro ejemplo, y a los que aspiran a una sociedad sin naciones y al despojo de la libertad, para saber los que somos en can­tidad y en calidad, y también a lo que estamos dispuestos.

José Antonio y Franco han muerto. Sus cenizas repasan bajo un Cristo Crucificado en el Valle de los Caídos. Los acompañan miles de héroes y mártires que supieron, para enseñarnos, dar la existencia por la esencia.

Por eso, a la multitudinaria conmemoración del mediodía en la Plaza de la lealtad, sucede la peregrinación inacabable a la Basílica de Cuelgamuros y el fervoroso recogimiento de la Santa Misa. Los muertos que mueren en gracia, sólo desfallecen; continúan con vida, con una vida diferente y colmada después de su posible purificación, desde la cual piden por los que aún combatimos por idéntica causa a la suya, en el tiempo de la milicia.

La jornada es completa. Cuando se hace de noche en la Serranía de Guadarrama y Madrid se acurruca en la obscuridad nimbada de destellos, y la Cruz de granito se levanta majestuosa sobre los picachos y la llanura, algo íntimo e inexplicable, tan misterioso como cierto, nos dice que Franco y José Antonio, que los santos, los héroes y los mártires de España, los de hoy, los de ayer y los de siempre, están con nosotros, a nuestro lado, con la fuerza pode­rosa y sobrenatural de su oración perpetua por España ante el Dios de la Historia y de la Eternidad.

Por eso, el 20 de noviembre no es una fecha anclada en el pasado; en el pasado hinca sus raíces, pero es, ante todo y, sobre todo, un día pa­ra el futuro.


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