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Javier Torres
Era un viernes por la tarde de febrero y caía aguanieve sobre Madrid. Llevaba una semana en mi nuevo trabajo (mi primer contrato) y el director, Gonzalo Altozano, me pidió que le acompañara a entrevistar a Amando de Miguel a su casa. Amando no vivía en cualquier sitio, vivía en Cámelot, que así llamaba a su espectacular castillo de hormigón situado en lo alto de Collado Villalba.
Desde arriba Amando divisaba la sierra de Guadarrama aunque sus invitados contenían la respiración de verdad cuando volvían al interior y contemplaban la biblioteca. Había miles de libros distribuidos desde el suelo al techo en gigantescas estanterías y otros, que no cabían, apilados en cualquier rincón. Los libros, gastados, delataban que la colección no era puro atrezo, ahí vivía un lector, un escritor autor de más de 100 obras y un pensador al que su independencia le costó que le echaran de casi todos lados.
En mitad de la entrevista Amando me sacó los colores cuando me preguntó si había leído El Quijote. Le dije la verdad: lo había intentado varias veces pero don Alonso siempre acababa alanceando mi ánimo que no iba más allá de la primera parte. El director tomó nota y supeditó mi continuidad a su lectura con examen incluido. Llegó el día y José Antonio Fúster, que me prestó su coche para llegar a la sierra, aguardaba en el despacho del jefe. No hubo prueba escrita, sólo hablamos, pero demostré su lectura, sobre todo por una costumbre que adopté gracias al consejo de Amando: tomar notas al leer un libro.
Años después Amando escribió Don Quijote en la España de la reina Letizia, novela satírica en la que señala algunos de los vicios contemporáneos que hemos adoptado y son, por cierto, incompatibles con la calma de espíritu que exige la lectura reposada de la obra de Cervantes: ¿por qué todo el mundo corre, habla tan deprisa y come y bebe a todas horas?
Con la mitad de la mitad del currículum y las experiencias vitales de Amando cualquiera se daría la importancia de un gigante. Él jamás lo hizo, ni siquiera cultivó la pose antifranquista que tantos se atribuyeron a toro pasado. Como le ocurría a contemporáneos suyos como Dragó, Amando de Miguel no militó en las filas del antifranquismo oficial, sencillamente acabó en prisión por enfrentarse al poder. Costumbre, por supuesto, que mantuvo el resto de su vida aunque le costase problemas.
Uno de ellos llegó cuando el Congreso aprobó por unanimidad la ley de violencia de género de Zapatero. La voz de Amando fue de las pocas —quizá la primera— que se alzó para advertir de las consecuencias de la norma y explicar los motivos que provocaban el aumento de la violencia contra la mujer. El catedrático de sociología escandalizó al mester de progresía al afirmar que el factor fundamental que hay detrás de esta violencia es la inmigración.
Hoy sabemos que el 45% de los asesinatos de mujeres en 2023 los han cometido extranjeros. Teniendo en cuenta que —según el INE— en España hay 48 millones de habitantes de los cuales 5,5 millones son inmigrantes (o sea, un 11,4% frente al 88,6% de nacionales), los extranjeros tienen una inclinación cuatro veces superior a los españoles a cometer este tipo de delitos. Por supuesto, ninguno de los que condenó a Amando al ostracismo pedirá disculpas y reconocerá que nuestro Quijote zamorano era el único cuerdo en este mundo de locos.
Con Amando, y hace unos meses con Dragó, desaparece poco a poco la mejor generación de españoles del siglo XX, la de la posguerra. Esos españoles hicieron de la necesidad virtud y en pocos años contribuyeron a que España dejara de ser un país pobre y enfrentado para convertirse en otro laborioso, discreto y con un extraordinario sentido colectivo. Los años de hierro forjaron el carácter de una generación que se sacrificó para sacar adelante a una nación destruida materialmente, mas no en su músculo moral, cimiento de cualquier gran proyecto.
Entonces nadie recuerda quejarse a ninguno de nuestros abuelos. A esa generación pertenecen —sigamos hablando en presente— Juan Velarde, Fernando Sánchez Dragó, Enrique de Aguinaga, Ricardo de la Cierva, Amando de Miguel, Ramón Tamames o Andrés Amorós. Más allá de ideologías, todos tienen algo en común: una vocación de sacrificio y una ética del trabajo ejercidas hasta el último día. Sacrificio, generosidad y una profunda conciencia de ponerse en el lugar del otro, que es como algunos definen el patriotismo.
Habrá quien diga que a aquellos españoles no les quedaba otra que apretar los dientes y salir adelante como fuera. La obra realizada, sin embargo, es de tal magnitud que analizada en perspectiva asalta la tentación de creer que en realidad procedían de otro planeta. A esa generación —por pundonor, calidad de intelectuales, científicos, escritores y número de hijos cuando apenas había prosperidad— le separa un abismo con la generación blandiblú a la que hoy el poder sólo ofrece migajas como videojuegos, viajes subvencionados y algún que otro porro. Esta condescendencia esconde algo más grave: han robado el porvenir a la juventud, que ya no aspira a formar una familia y a tener casa y coche en propiedad. Hoy, hecha trizas, la generación Z —nacidos entre 1995 y 2000— reconoce que prefiere pasar menos horas en la oficina aunque le rebajen el sueldo (un 70% más el último semestre) mientras que el 54% de quienes trabajan está considerando dejar su trabajo, según un estudio de Microsoft.
En 2016, Amando diagnosticó el problema: «Hay una gran desorientación, hay una crisis de valores, incultura, incluso un conflicto con los padres de utopismo, de pérdida del sentido del esfuerzo… Quieren vivir del ocio».
Nos deja Amando, un hombre lleno de bondad, que se rebeló contra el poder de cada época, timbre de honor que corresponde a un puñado de privilegiados. A estos hombres, como decía Proust, lo que les une no es la identidad de pensamiento, sino la consanguinidad de espíritu.