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Ernesto Balda
Boletín FNFF nº 153
Aprendí desde pequeño a querer a España, tanto como al lugar donde nací.
Decía mi padre que en la familia se debía tener muy en cuenta que habíamos ido a América a servir a Dios, a España y al Rey, por los que debíamos tener siempre un cariño especial, así como el agradecimiento natural y debido de quienes son bien nacidos.
De la historia de España aprendí en casa, en el colegio y de la lectura, pero el primer contacto real con la España actual lo tuve a través de amigos y del Instituto de Cultura Hispánica, entidad que el Jefe de Estado Español había fundado en 1940, con el nombre inicial de Consejo de la Hispanidad.
No conocía aún la “Madre Patria”, como respetuosamente se la llamaba muy comúnmente, antes de los embates de la izquierda, pero tenía mucha curiosidad y admiración por todo lo relacionado con España, por ser punto de inicio de nuestra cultura, religión y valores.
Finalmente, en noviembre de 1978, en camino de seguir estudios en Inglaterra, fue mi primera visita. Fueron solo dos días en Madrid, pero muy intensos, mucho caminar por la ciudad y por el Museo Del Prado el primer día, el segundo apuntaba muy parecido, pero hubo algo que lo hizo variar. Esa noche fui a una cena acompañando a mi tío, con quien viajaba hasta Londres y quien por sus relaciones con la banca conocía a mucha gente. Era una cena donde se mezclaban españoles, hispanoamericanos y norteamericanos. Fue muy agradable y por ser yo el menor me limité a escuchar sus descripciones del momento político que atravesaba España, así como del orden, paz y fe en el futuro que se había vivido en años anteriores y en los logros que había alcanzado el país bajo el mandato de Francisco Franco.
Era claro que tales aseveraciones calaron muy hondo en un joven que comenzaba la primera veintena de vida y que desea emular a personajes positivos, que han logrado y logran realizaciones, como las que vi entonces y continúo viendo.
Al día siguiente se cambiaron los planes para visitar El Valle de los Caídos y elevar una oración ante la tumba del Generalísimo. Ver la inmensa Cruz que corona el Valle fue un momento impactante, se sentía la España toda abrazando a su madre Europa y a su hija Hispanoamérica.
Esos fueron mis primeros encuentros con la figura del Generalísimo Francisco Franco.
Pero en verdad el hecho que más me impactó anímicamente en cuanto a él, fue otro encuentro posterior. Sutil pero relevante.
Corrían ya los años 80s y viviendo yo en Ecuador, pertenecía a una Sociedad Benéfica, de la que era secretario un ciudadano argentino-español, magnífica persona y empresario, con quien hicimos gran amistad, al igual que nuestras mujeres.
Cenando con ellos, una noche del año 1987, mientras conversábamos nos dieron un muy personal testimonio.
Mi amigo era hijo de un español, hombre de letras y más bien de ideas anarquistas, quien había salido de España al terminar la Guerra Civil y perder el bando republicano, luego se había establecido en Argentina con su familia. Pudo salir adelante y amasó una pequeña fortuna, pero su más importante valor era su familia, en la que educó de la manera más comedida a sus hijos, claro que dentro de su forma de pensar. Les enseñó a querer a España, pero les hizo prometer que nunca volverían a ella hasta que el Dictador, a quien también les enseñó con odio a detestar, muriera, pues lo creía culpable de todos los males del mundo. Su padre murió antes, en los años 50.
Mi amigo continuó viviendo en Argentina y cuando se iba a casar, su futura mujer le pidió venir de viaje de bodas a Europa, así podrían visitar los lugares de origen de sus familias, la de él España y la de ella Italia. Nos comentaba él, que se resistió mucho a venir a España, recordando la promesa hecha a su padre, pero por ese mismo amor a la Madre Patria que le había inculcado y por el pedido de su futura mujer, a quien sus padres regalaban ambos pasajes, aceptó viajar.
Lo había hecho lleno de temores y muy pocas ganas. Hay que recordar que en los años 60s ya las dictaduras argentinas daban mucho que hablar.
Llegaron al Madrid de los años 60s, a mediados de noviembre y aunque desde que aterrizaron vieron rostros contentos y felices, el temor no los abandonaba. Desde el aeropuerto hasta la casa de una tía suya, a donde se alojarían, en el Barrio de Embajadores, medían cada palabra y movimientos. Cuando llegaron ya al piso, se sintieron seguros. Luego de los saludos, abrazos y bienvenidas y del descanso obligado después de largo viaje, su tía les dijo que, al ser una joven pareja, recién casados, debían de salir a conocer el Madrid nocturno, a por tapas y un buen vino, aunque no les agradaba mucho la idea de salir y dejar la seguridad del piso y de alguien cercano a ellos, ante la insistencia lo hicieron. Preguntando la hora en que podían regresar sin problemas por si había toque de queda o algún otro impedimento al ir y venir de las personas, su tía sonriendo le contestó que no existía alguno. Al pedirle las llaves del piso y la portería, les contestó que no era necesario, que cuando regresaran, al llegar ante la puerta llamaran:” Sereno…”, quien vendría y les abriría la puerta. ¡Les parecía increíble! Esa noche salieron, lo pasaron muy bien y se adentraron en una España muy distinta a la oprimida que les habían descrito.
Luego de unos días en Madrid, decidieron visitar a otra tía en Pamplona. Alquilaron un coche, con la curiosidad de saber si en el resto de España sucedía igual, tomaron rumbo hacia el norte. Vieron pantanos imponentes, fábricas, bloques de vivienda para obreros, sembríos…optimismo.
Ya estaban por sentirse muy seguros, cuando luego de pasar Zaragoza ya cayendo la noche, con mucho frío, solos en la carretera y rodeados de oscuridad, por el retrovisor alcanzó mi amigo a ver que un coche, con luces obviamente de policía, les hacía señales. Les invadió de inmediato el terror: les estaban aplicando lo mismo que oían en Argentina. ¡La policía política los apresaría en un paraje desierto y luego desaparecerían! ¡Estaba claro! Habían esperado hasta ahora para que no hubiera testigos. El coche, que indicaba que era de la guardia civil, les adelantó y pidió que se detuvieran. Mis amigos lo hicieron, se miraron y se dieron un abrazo de despedida. Dos guardias civiles se acercaron, les pidieron que bajaran la ventanilla y luego de saludarlos, les preguntaron si llevaban cadenas. Esa era la pregunta clave para incriminarlos por portar algo seguramente criminal y prohibido. Al contestar que no llevaban ni algo parecido, los guardias civiles sonrieron y les explicaron lo peligroso que era adentrarse en la montaña sin cadenas para la nieve y más con la tormenta que se había anunciado. A continuación, los escoltaron hasta el hostal del próximo pueblo y les aconsejaron que durmieran allí y continuaran su viaje por la mañana.
No cabían en su asombro.
Terminaron su viaje con recuerdos gratísimos.
Pasaron los años y al comienzo de los años 80s regresaron a España, ahora no solo para cumplir la promesa que mi amigo había hecho a su padre, pues ya había muerto Francisco Franco, sino recordar también su anterior viaje tan lleno de emociones y descubrimientos. Los comentarios de este último viaje de los años 80 fueron muy escuetos, España se había abierto a un libertinaje que no comprendían. Y sentenciando mi amigo me confesó: “Me apena mucho, sé que mi padre no lo comprendería, pero creo que soy un franquista a destiempo“.
A confesión de parte, relevo de prueba.