La batalla de Teruel
Juan E. Pflüger
La ciudad cambió de manos dos veces en poco más de dos meses. Casi 40.000 muertos, más de 30.000 heridos y cerca de 10.000 prisioneros.
Poco podía esperarse el coronel Domingo Rey D’Harcourt, que defendía la plaza de Teruel con algo menos de 6.000 hombres entre tropa regular y voluntarios carlistas y falangistas, que el frío invierno que se estaba viviendo aquel 1937 fuera el momento elegido por Enrique Lister para lanzar los 100.000 hombres que formaban el Ejército de Maniobra Republicano contra sus posiciones. Con combates librados con temperaturas inferiores a 20 grados bajo cero, todavía hoy se duda de qué causó más bajas entre los 40.000 muertos y los 30.000 heridos, si el plomo de las balas o el frío invierno aragonés.
Pese a la enorme diferencia de fuerzas, los defensores de la ciudad resistieron a la desesperada hasta el día 8 de enero. 24 días de fiera resistencia que acabaron con la rendición del último reducto poco después del mediodía. Poco duraría la alegría republicana porque, días antes de la caída de Teruel, los nacionales ya preparaban el contragolpe que pretendía recuperar un punto estratégico que permitía lanzar una ofensiva hacia Vinaroz, rompiendo así el territorio republicano en dos. La ofensiva nacional, dirigida por el general Fidel Dávila, duraría hasta finales de febrero de 1938 y marcaría el principio del fin de la guerra.
Tras los preparativos iniciales y los intentos fallidos por socorrer a los sitiados, el 17 de enero, Franco ordenaba al general Fidel Dávila el avance sobre la ciudad para reconquistarla. Lo había dejado claro en la directiva que enviaba a Dávila: “Estimo de la máxima urgencia atacar a fondo, y poniendo en ello el máximo esfuerzo, para llegar a Teruel, considerando que es precisamente por el sur del Turia por donde puede llevarse la acción más eficazmente y, por lo tanto, es el sur del indicado río por donde debe ir el eje principal del ataque…. con las fuerzas que operan ya en la zona de Teruel y con las que están llegando, dos cuerpos de ejército al mando de los generales Aranda y Varela”.
Y así se organizó el ataque: mientras que el cuerpo de ejército al mando del general Aranda, formado por la 84 y la 62 divisiones atacaba por el noroeste, Varela, al mando de la 81, la 82, la 61 y la 54 lo hacía desde el sur. El objetivo era claro: dividir las fuerzas defensivas para entrar lo más rápido posible en el casco urbano. Los generales nacionales sabían, por experiencias anteriores, que les favorecía la lucha en el interior de las ciudades.
El mando nacional no contaba con que los republicanos, que habían pasado de sitiadores a sitiados, recibirían refuerzos. Por eso, la llegada de Walter con la 35 División de las Brigadas Internacionales, les desbarató los planes y frenó lo que parecía un avance rápido y seguro para reconquistar Teruel.
Una nueva ofensiva nacional, que incluía el desplazamiento de 100.000 soldados, apoyados por 400 piezas de artillería, inicia una nueva ofensiva a la que se sumaría poco después un despliegue de 100 aviones que entraron en combate en la zona de Alfambra. Era el 5 de febrero y el tiempo se había suavizado, aunque se combatía sobre campos enlodados por la nieve derretida.
Dos días después se vivía una imagen más propia de las guerras decimonónicas que de un conflicto del siglo XX. Una carga de Caballería, la última que el Ejército español usó en combate, ponía en fuga a la línea defensiva republicana y dejaba el paso franco a la Infantería. Eran los 3.000 jinetes de la 1ª División de Caballería del general Monasterio. Tras los caballos y sus jinetes, el Ejército nacional avanzaba desde Alfambra y ganaba 20 kilómetros en una sola jornada. Pese al intento de reconstruir la línea de defensa usando los cuerpos XXI y XXIII del Ejército republicano, el avance nacional era imparable.
A partir del 19 de febrero, sólo los 2.000 hombres de El Campesino defendían la ciudad, pero la abandonaban a la carrera el 22 de febrero.