Ángel David Martín Rubio
Un grupo de historiógrafos ha hecho público un manifiesto fiel a la consigna, hábilmente practicada por la izquierda, de interferir y condicionar las decisiones judiciales mediante campañas de agit-prop orquestadas desde los medios afines.
Ya conocimos un procedimiento semejante en el caso de las medidas decretadas por Garzón y ahora se pretende repetir la estrategia coaccionando al juez ante el que va a comparecer un periodista imputado por FE de las JONS. Al redactor en cuestión le parece que Falange cometió crímenes contra la humanidad. Y, con toda lógica, se enfrenta a una querella por «menoscabar públicamente la fama y el honor de dicha organización».
La palabrería, es la de siempre y los defensores de la censura histórica judicializada se amparan bajo el señuelo de la verdad histórica y la libertad de expresión. Los “prestigiosos” de turno consideran que la implicación de Falange en los crímenes del franquismo es una «verdad científica cimentada en decenas de investigaciones que no admite discusión». Ciertamente que es en este terreno, en el dogmatismo de las verdades oficiales que no admiten discusión, el único en el que los propagandistas de la izquierda totalitaria se encuentran a gusto aunque no haya posición más ajena a la consideración de la historia como fundamento de una convivencia equilibrada. Y es que, para ello, es necesario establecerla en los términos que ya señalaron los clásicos, es decir, procediendo con buena fe, sin encono sectario y tras someter a crítica la información aportada por las más diversas fuentes.
Tratar de cerrar la boca de los historiadores independientes mediante sentencias judiciales es un proyecto largamente acariciado por la izquierda española y forma parte de la “segunda Transición” en la que nos embarcó Rodríguez Zapatero y que, todavía, no ha concluido. En dicho proceso tiene lugar el cuestionamiento de la “primera Transición” llevada a cabo a partir de la «legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936» (en expresión del actual Jefe del Estado). Presentar la realidad histórica de España entre 1936 y 1978 como si hubiera sido la mera continuidad de una situación de fuerza sostenida por el poder de las armas responsables de un genocidio, es una falsedad que no corresponde a los legisladores establecer, sino a los historiadores refutar. Y ni a unos ni a otros les debería estar permitido un fantasmal proceso a los protagonistas del pasado, un juicio sin defensores ni atenuantes, un juicio en el que solo habría acusadores movidos por sus propios rencores, complejos e intereses. Conocer para explicar y explicar para comprender es la única actitud legítima frente a los hechos históricos en una sociedad madura.
Pero aún hay más, no creo que Falange Española de las JONS hubiera tenido nada que reprochar al periodista en cuestión si, en lugar de hablar de la intervención de la Falange en un presunto genocidio, hubiera hecho referencia a su protagonismo en la violencia ejercida y sufrida por unos y por otros en diversos momentos de la España contemporánea; por ejemplo, la Segunda República, la Guerra Civil, la España de Franco y la propia Transición. Pero es que la propaganda izquierdista, y los historiógrafos que la apoyan con sus complacientes palmaditas en la espalda, es eso precisamente lo que tratan de hurtar a la opinión pública. Silenciar elementos como los señalados hasta aquí significa prescindir de la complejidad de los procesos históricos, del papel real que desempeñaron los protagonistas, de las luchas por la hegemonía en un determinado momento… En suma, se priva a los ciudadanos que se preguntan sobre problemas que a veces les afectaron directamente, a ellos o a su familia, de las posibilidades que la historia y el método de investigación histórica aportan como única herramienta para un conocimiento racional del pasado. Porque no tenemos acceso al pasado con el ejercicio siempre subjetivo y parcial de la memoria sino por obra de la inteligencia y, en cuanto disciplina con un peculiar estatuto científico, la historia no es un simple recuerdo del pasado, es una interpretación o reconstrucción de las huellas que permanecen en el presente.
Vuelvan los historiadores a sus quehaceres y dejen a los jueces cumplir con los suyos. Y al menos recuerden la participación directa de las organizaciones que ellos respaldan en la creación y mantenimiento de una situación de violencia como la que ha sufrido España a lo largo de su historia más reciente. Participó, sí, la Falange en la violencia y el propio José Antonio se refería a esta circunstancia en su testamento: “Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía de otro”. Pero no se puede hablar de todo esto sacándolo de su contexto histórico y, sobre todo, silenciando el impresionante reguero de víctimas causadas por la izquierda en las filas falangistas. Hecho en el que, como reconocen todos los historiadores, tuvieron cumplida iniciativa las propias izquierdas que durante meses causaron unilateralmente bajas entre sus contrarios. Y eso por hablar únicamente de los años de la Segunda República, período que los voceros de la memoria deformada prefieren eludir, pero sin dejar de apuntar al menos la compleja trayectoria sufrida por la organización falangista desde su origen y a lo largo de la Guerra Civil y de la España de Franco. Lo que convierte, al menos, en problemática cualquier referencia a su protagonismo en un período histórico que se definió por su carácter desíntesis pragmática y en el que el aparente predominio formal y simbólico de la Falange durante algunos años esconde un cierto equilibrio entre diversas tendencias políticas en lo que a la aportación de las ideas y las personas se refiere.
Se cuenta del emperador Carlos V que cuando era azuzado ante la tumba de Lutero a buscar los restos del heresiarca para entregarlos a la hoguera, respondió: «Ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra contra los vivos, no contra los muertos». Sea o no cierta la leyenda, sigue habiendo frustrados que prefieren hacer su particular guerra contra los muertos. Aunque lleven su misma sangre como se comprueba leyendo alguna de las firmas de este manifiesto. Pero no olviden que hay batallas, como las del Cid, que también se ganan después de muerto.