Jaime Alonso
La libertad de expresión es un derecho constitucional básico en cualquier Estado de Derecho, desde finales del siglo XVIII, con mayor o menor fortuna en su aplicabilidad, donde la responsabilidad, en su ejercicio, del sujeto que la ejerce, ya sea escritor, parlamentario, actor, guionista de cine, pintor o escultor, debe ser el primer filtro, llamémosle de conciencia o consciencia de que no vale todo, de que no todo puede ampararse como libertad de expresión u opinión.
Los límites a ese derecho se encuentran en otro derecho, también inalienable, el de las personas o instituciones a la veracidad de lo que se afirma e informa; y el de las personas a su intimidad, honor y propia imagen. Ciertamente encajar y dilucidar las innumerables colisiones que ambos derechos comportan, no resulta tarea fácil y da pie a una numerosa y, a veces, contradictoria jurisprudencia.
La calidad de una democracia y la madurez axiológica de una sociedad, se mide también por la mayor o menor libertad de información acreditada, de exaltación cultural que denota una emoción, de la calidad y armonía del espíritu. También lo repulsivo, lo grotesco, la fealdad puede encontrar acomodo artístico y resultar fiel espejo de una parte siniestra que habita entre nosotros. El límite siempre y en cualquier caso, viene dado por la ofensa, menosprecio, difamación, injuria o intento denigratorio que, de manera gratuita y sin posibilidad de respuesta se infiere a una persona o institución relevante.
Hemos asistido estos días a un aquelarre patibulario de los enemigos, ahora y siempre, de toda civilización, de toda cultura. A la máxima degradación del arte consistente en ponerse al servicio de la ideología política más degradante del siglo XX, la que sojuzgó, esclavizó y empobreció a media Europa. Una banda de pseudoartistas que continúan anclados en un pasado irreversible con el tic, fuera de lugar y época, de antifascistas, se han empeñado en juzgar a la historia. Y su juicio, como su vida, como su estrecho intelecto, como su escaso conocimiento, como su conciencia, es sumarísimo: FRANCO ES EL CULPABLE.
Así, convierten al hombre y al régimen que salvó a la civilización cristiana y a España del comunismo, en el chivo expiatorio de todas sus frustraciones históricas y presentes. No lo pueden superar, tienen una enfermedad colectiva de difícil cura, instalados en la quimera y perdida de cordura de los libros de caballería. Al carecer de planteamientos válidos de futuro, se limitan a una mimética repetición de los errores del pasado, con la fuerza arrolladora del odio, la ignorancia, la injusticia y la desesperación.
El veredicto de los tribunales humanos nos preocupan lo justo por coyuntural. El veredicto de la historia de unos hombres y una sociedad que se sacrificó, lucho y murió por dejarnos una España mejor, mas justa, en paz y armonía, en desarrollo y pleno empleo, industrializada y exigente, soberana y orgullosa, con una mayoritaria clase media pujante y emprendedora, que deja como legado a la generación presente en 1975, la octava potencia industrial del mundo, sin ayuda internacional y con la sola confianza en nuestro destino como pueblo, como Nación, y el sabernos bien y honestamente mandados. Ahí Francisco Franco y su generación ganará el plebiscito siempre, por muchas leyes de “memoria histérica” que se promulguen. Porque a Franco solo se le podría olvidar superando lo que el hizo como gobernante, extremo muy lejos de alcanzar por los que nos gobiernan hacia el precipicio individual y colectivo.