Nunca es ceniza el valeroso sueño

José Utrera Molina
ABC 
 
   Conocí Granada en la plenitud de mi juventud como universitario y como oficial de la Milicia adscrito al cuerpo de Ingenieros. Conocí sus calles, sus gentes, su pasado y los testimonios ornamentales que habían resistido el paso de los siglos. Nunca olvidaré los silencios de Granada. Hoy están llenos de recuerdos, de voces derrotadas, de acentos que aún conmueven mi corazón creyéndome que todavía permanecen a mi lado. Fue una etapa de reflexión y de conocimiento.
   Hubo un momento, pasados unos meses, en que incluso los organismos competentes quisieron nombrarme gobernador de Granada. Yo rechacé de raíz el proyecto porque me daba miedo regir a una ciudad que me había enseñado a mí a vivir y a soñar como estudiante. Había demasiada diferencia entre mi juventud alocada y entera y una ciudad que en cada esquina me ofrecía lecciones de historia y argumentos de verdades. Granada es para mí, la cuna de mis silencios. Cierro los ojos y la veo entre nieblas, pero hubo algo que llamó la atención  pasado cierto tiempo, el monumento que se erigió en memoria de José Antonio Primo de Rivera. Yo estaba orgulloso de que una ciudad andaluza hubiera rendido homenaje al mejor de los jóvenes españoles muerto a los treinta y tres años.
   Hace unos días pasé por el mismo lugar donde se emplazaba dicho testimonio histórico. Un paño negro y unos brochazos rencorosos habían tapado lo que fue un monumento de recuerdo y de reconciliación. Los mismos que han atacado impunemente un indefenso testimonio en piedra, califican la etapa del Estado Nacional como tiempo de barbarie. Yo me pregunto ¿se pueden alcanzar cotas más altas de cinismo, de desvergüenza histórica y de sombrío resentimiento? Sí, es posible.
 
   Al contemplar aquella injusticia fue más fuerte mi congoja que mi ira. Soñé con el que había inspirado aquel monumento porque unos días antes había conocido su vieja maleta que encierra los recuerdos íntimos de quien todo lo dio por España. Volví a tener en mi mano el testamento que había escrito. Ni una tachadura, ni un acento equivoco, ni una palabra en demasía, todo claro. Una escritura perfecta, armónica y clara. Quien escribía el testamento que yo sostenía en mis manos, iba a morir fusilado 24 horas después de escribirlo, pidiendo que ojalá fuese su sangre la última que se vertiera en España en contiendas civiles.  Por eso mi viejo corazón no se resigna a aceptar que al amparo de una ley injusta y mezquina como la de la memoria histórica pueda ocultarse el sacrificio de tanta juventud, se borre y manipule el recuerdo, se desentierren trincheras, y en definitiva, se resuciten los viejos odios olvidados para revivir la dolorosa contienda cainita que padeció España.
   Ignoro si los autores de tan bárbaro atentado se habrán parado a pensar lo que significó aquel hombre, posiblemente no. Si lo hicieran, habrían sentido tal vez un nuevo escalofrío y una íntima vergüenza. España está hoy en paz, aunque algunos quieran reverdecer viejos y anacrónicos enfrentamientos. Se podrán derribar estatuas, arriar banderas, pisotear recuerdos, pero nunca podrán envilecer las cenizas de un sueño maravilloso regado por una sangre joven y puesto todavía de pié en los anales de nuestra historia torturada.

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