Diez años de una ley nociva

Juan Van-Halen

ABC- 23/Diciembre/2017

El
26 de diciembre cumple diez años la llamada ley de Memoria Histórica. Teniendo
en cuenta la amplia legislación aprobada desde la Transición para cerrar viejas
heridas –cinco leyes y un decreto– aquél fue un brindis al radicalismo y una
resurrección de los enfrentamientos que no había figurado en el programa
electoral del PSOE en 2004 ni Zapatero mencionó en su discurso de investidura
como presidente del Gobierno. Ahora Sánchez amenaza con una nueva vuelta de
tuerca.

No
logro explicarme la razón por la que esta ley no fue derogada por el Gobierno
del Partido Popular cuando tuvo amplia mayoría parlamentaria. Como la
definición que Churchill nos legó de Rusia, aquella omisión sigue siendo para
mí «un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma». Sin resolverlo se
fue a la tumba mi buen amigo el profesor Alejandro Muñoz Alonso que, por
cierto, dejó escritas interesantes y cultas páginas sobre el enigma ruso. Junto
a él intervine en el debate de aquella ley en el Senado y con él recibí
críticas y descalificaciones.

Mientras
no tenga otra mi explicación provisional al mantenimiento de la ley es que se
optó por un exceso de prudencia, que muchos podrían considerar complejo, al
haber caído en la trampa de la izquierda de considerarse depositaria de una
superioridad moral que su pasado no evidencia y, al tiempo, hacer a la derecha,
cualquiera que sea, protagonista de los mayores pecados políticos y heredera de
los vencedores de una terrible guerra fratricida. A ochenta años de la
contienda mantener esa falacia es aberrante. En buena parte de la Historia al
uso se ha consagrado un maniqueísmo sin matices desenmascarado más en la
historiografía extranjera que en la nacional.

Si
observamos a ciertos líderes de la vieja izquierda, y no digamos de la nueva,
concluiremos que ignoran el pasado que tanto esgrimen o, conociéndolo, lo
deforman. Falta de lecturas o intención de engañar. Son bien conocidos los
antecedentes de la guerra civil y ahí están el «Diario de Sesiones» del Congreso,
los discursos de la precampaña y de la campaña electoral de febrero de 1936,
las cifras de la violencia política prebélica, las hemerotecas y la obra de
historiadores imparciales. De todo ello no puede deducirse que la realidad
fuese tranquilizadora. Como también son conocidas, ya en la guerra, las
atrocidades de las retaguardias. Probablemente nada torcerá la opinión de los
maniqueos pero en la lectura, que es un menester recomendable, al menos
encontrarían información. No hay que leer solo a los afines; siempre a los
rigurosos.

Para
Gustavo Bueno «la tarea del historiador no consistirá tanto en recuperar la
memoria histórica tal cual sino en demoler la memoria deformada». Es justo lo
que no se ha hecho en los diez años de vigencia de la ley, plagados de
despropósitos y de errores debidos tanto a la deformación sectaria como a las
lagunas históricas de quienes han tenido voz en ese carajal a lo largo y ancho
de España. Se han querido suprimir nombres de calles dedicadas al teniente Ruíz
(héroe del Dos de Mayo, confundido con un oficial franquista) y al comandante
Franco (célebre aviador, republicano, diputado de ERC en las Cortes de la
República). Pavorosa ignorancia.

Omito
un listado más amplio de errores y despropósitos pero no me resisto a recordar que
se apeó de una fachada de Cáceres un escudo de los Reyes Católicos por contener
el yugo y las flechas, y en Madrid se tomó la curiosa decisión de cambiar el
nombre de la calle dedicada al comandante Zorita, ahora calle del aviador
Zorita, como si Demetrio Zorita, primer piloto español que atravesó la barrera
del sonido, dejase por ello de haber sido comandante, evidencia de que el grado
militar producía urticaria. En la revancha callejera del Ayuntamiento madrileño
no se ha consultado al vecindario afectado, con lo aficionada que es la
alcaldesa de las ocurrencias a las consultas populares, probablemente cuando
cree que le van a ser favorables.

Se
suprime el recuerdo a generales de la guerra pero se decide recordar a otros
generales como Rojo o Miaja, de la misma guerra pero del otro bando. Y se
mantienen monumentos a Largo Caballero y a Prieto, dos golpistas confesos en la
cruenta revolución asturiana de octubre de 1934. La ley se ha aplicado sin
ajustarse a su texto ni a su intención. Según su Exposición de Motivos se
trataba de «contribuir a cerrar heridas todavía abiertas», y su artículo 1º
anunciaba la adopción de «medidas destinadas a suprimir elementos de división
entre los ciudadanos». Se proclamaba la reconciliación, y no ha sido así. El
objetivo era y es el aplauso de los afines.

Por
considerarlos de derechas en muchos lugares de España se han borrado del
callejero los nombres de intelectuales que ya antes de la guerra civil
alcanzaron reconocimiento objetivo; las personalidades de la cultura son patrimonio
común de los españoles más allá de sus ideologías. Se ha decidido recordar a
referentes culturales de izquierdas, incluso de partidos notoriamente no
democráticos, desterrando nombres de sus colegas de ideologías o simpatías
derechistas.

Otra
chocante expresión de esa ley fue la propuesta de un historiador (?) al
Ayuntamiento de Sabadell para suprimir de una plaza el nombre de Antonio
Machado por «españolista y anticatalanista». Además se proponía retirar del
callejero sabadellense, entre otras, las calles dedicadas a Garcilaso,
Calderón, Quevedo, Riego, Dos de Mayo, Covadonga… Según el indigente
intelectual esos nombres figuran en el callejero por los «excesos del modelo
pseudocultural franquista». Resultará inútil pedir al alcalde de Sabadell que
se instruya sobre sus desterrados del callejero. Me temo que no haya tenido ni
más lecturas ni menos sesgadas que las de su asesor histórico.

Los
diez años de vigencia de la ley de Memoria Histórica sólo han servido para
resucitar odios, mantener resentimientos y dar cobertura a quienes,
apuntalándose en ella, desbordan su sectarismo. Miran al pasado con un solo
ojo, por lo que asumen la Historia como no fue. Para no pocos de estos
maniqueos el revanchismo parece ser su razón política y acaso su principal
motivación personal. Por no mencionar las subvenciones recibidas durante años
por las asociaciones creadas al efecto. Que no se haya derogado este monumento
legal a la falsedad histórica y a la división supone una afrenta a la
inteligencia y al buen sentido.

Antonio
Machado hace decir a su Juan de Mairena: «La
mayoría de los hombres preferirá, a la verdad vulgarizada, la mentira ingeniosa
o la tontería sutil
». A menudo me pregunto si en nuestra realidad cabría un
tonto más. A una década de promulgarse muchos seguimos sin desentrañar el
porqué de la permanencia de una norma que, desde interpretaciones desmesuradas,
incluso contra su mismo espíritu, ha justificado tantos disparates y ha avivado
tantos enfrentamientos. Los complejos inducidos no se aceptan; en todo caso se
resuelven ante el psicólogo.


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