Pío Moa
Suplemento de Historia de La Gaceta
5 de octubre de 2013
Número 18
La llamada ley de memoria histórica (LMH) responde en principio al acertado supuesto de que el ayer tiene un peso importante en nuestro hoy y que no se puede trabajar para el futuro cortando la savia del pasado. Ni España ni ninguna sociedad actual vienen de la nada, sino de una larga historia que las explica y, de un modo u otro, las orienta. Sin embargo, la respuesta del PP a dicha ley ha consistido en la consigna “mirar al futuro”. Un futuro concebido, además, en clave económica, pues a su juicio “la economía lo es todo”. Dejando aparte el precario éxito económico de la gestión del PP, la consigna revela un radical vacío de pensamiento y despierta la sospecha de un pasado turbio, que dicho partido pretendería ocultar a la sociedad recurriendo al futurismo. Más aún, resulta un lema en cierto modo suicida, tanto porque el futuro es invisible por su misma naturaleza, como porque, en palabras de Cicerón, “Si ignoras lo ocurrido antes de que nacieras, siempre serás un niño”.
Se trata, por tanto, de una consigna infantilizante, a la par que un desprecio perverso por las dichas y desdichas, los esfuerzos, los éxitos y los fracasos de nuestros antecesores, sin los cuales no estaríamos aquí. Y una sociedad infantilizada solo puede ser presa fácil de las más toscas demagogias. Sobre un futurismo sin otra base que determinados deseos, no es posible construir nada sólido.
Tal es la trascendencia de la historia que debemos recordar la obviedad de que gran cantidad de políticas, costumbres y leyes en vigor provienen de un dilatadísimo ayer. Como de él provienen nuestro idioma y, en general, nuestra cultura. Más aún, las políticas de los partidos actuales se fundan inevitablemente en una interpretación y valoración de lo que hicieron las anteriores generaciones.
Tres errores de la izquierda
Así, es obvio que en el cimiento de los separatismos, del socialismo y de otros movimientos reconocibles como hispanófobos, yace una visión negativa de nuestro pasado, como ya indicó Julián Marías. Y lo mismo ocurre a la inversa: esa visión negativa fomenta o crea de modo espontáneo movimientos disgregadores, esterilizantes, amenazadores para nuestra convivencia en paz y en libertad. Así, la reacción del PP ante la LMH constituye una huida de la realidad unida a la pretensión de construir un “futuro” sin raíces, en el vacío, de modo semejante a los revolucionarios de los años 30 a quienes se refería Manuel Machado en un célebre soneto: “Solo Dios crea mundos de la nada”.
Pero si la izquierda da en el clavo al poner de relieve la importancia del pasado, yerra en tres puntos cruciales:
a) La historia no puede determinarse por ley, salvo en los regímenes totalitarios. Inevitablemente, los hechos de otro tiempo estarán siempre sometidos a revisión, a distintos y con frecuencia contrapuestos enfoques e interpretaciones y no es misión de ningún partido o de todos ellos juntos, decidir e imponer a la sociedad una versión determinada. Ese rasgo totalitario ya descalifica esta ley, y el hecho de su imposición y escasa crítica a ella exhibe la endeblez de nuestra democracia y su peligrosa involución actual.
b) El hecho de que el pasado –como el presente — esté sujeto a interpretaciones varias no significa que todas ellas valgan lo mismo, o que sea imposible en este campo discernir la verdad o acercarse a ella. Por el contrario, la investigación y el debate en libertad abren constantemente visiones más claras y profundas, que permiten acumular experiencia y sirven de lección para nuestros días. El filósofo Jorge Santayana advertía que un pueblo que olvida su historia se condena a repetirla. A repetir lo peor de ella, propiamente hablando.
c) Si la ley ya está fuera de lugar por su propia concepción, empeora de modo decisivo cuando la versión que aspira a imponer a la sociedad tergiversa realidades hoy bien atestiguadas. Y lo hace hasta extremos que rozan lo grotesco e insultan el sentido común, como iré mostrando. Tergiversación, por cierto, muy coherente con su concepción totalitaria.
De una versión falsa de la historia solo pueden derivar políticas igualmente falsas. Así, la múltiple crisis que padece hoy España tiene una de sus causas mayores, precisamente, en esas versiones que por deliberación o ignorancia desvirtúan nuestro pasado, en particular el de la Guerra Civil y la Posguerra, objeto concreto de la LMH. Con esta serie de artículos quiero exponer a la opinión pública sus principales aspectos demostradamente erróneos, así como las perniciosas políticas derivadas de la propia ley.
En estos artículos hago afirmaciones sobre las cuales no puedo extenderme por su condensación, pero que he documentado ampliamente en mis libros sobre la república, la guerra civil y la posguerra. Y hay, naturalmente otra bibliografía bastante amplia.
El totalitarismo bajo capa democrática
La ley de memoria histórica (LMH) se dice inspirada en el “espíritu de reconciliación y concordia (…) que guió la Transición”, y se pronuncia “a favor de las personas que durante los decenios anteriores a la Constitución sufrieron las consecuencias de la guerra civil y del régimen dictatorial que la sucedió”.
Su espíritu es la condena del franquismo, arguyendo que “nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”.
Que una ley despótica se envuelva en invocaciones de libertad no es nada nuevo. Por mencionar un caso, la Constitución soviética de Stalin fue loada como “la más democrática del mundo”, pese a encubrir la más violenta e inhumana tiranía. La referencia viene al caso porque quienes “sufrieron la dictadura” de Franco fueron principal y fundamentalmente comunistas y terroristas. En las cárceles franquistas –proporcionalmente las menos pobladas de Europa, pasada la posguerra– no hubo demócratas.
Y estos datos clave, reales y no propagandísticos, indican que los autores de la ley se identifican, con mayor o menor intensidad, con tales sufridores de la dictadura. Por ello no podían haber hecho una ley democrática. Y, cierto, el franquismo no fue una democracia, pero condenarlo por medio de una ley así, resulta un sarcasmo. Trataré en otro artículo el régimen de Franco, pero antes conviene aclarar que antifranquista no equivale a demócrata, y para ser demócrata no basta proclamarlo, por mucho énfasis con que se haga. Una democracia, repito, no admite una ley como la LMH ni sus intimidaciones implícitas y explícitas a la libertad de investigación y de expresión.
Lo entenderemos mejor si atendemos a las amenazas que ha sufrido y sufre de modo creciente la actual democracia. Citemos cuatro de las mayores: la plaga del terrorismo; el socavamiento de la división de poderes y neutralidad de la Justicia; los separatismos; las oleadas de corrupción. Vayamos por partes.
Como se recordará, el PSOE se publicitó en su día como el partido de “los cien años de honradez”. Quien conozca el historial de ese partido sabe lo fraudulento de tal pretensión, pronto desmentida, además, por una marea de corrupciones. Por supuesto, no ha sido el PSOE el único partido corrupto, pero sí el iniciador de una carrera en la que han competido otros. Y ese partido ha sido el principal autor de esta ley.
Separatismos: desprecio a la Constitución
Otro peligro han sido los separatismos, sobre todo, pero no solo, en Vascongadas y Cataluña. Los separatistas, sin haber contribuido a las libertades, denigran sin cesar a España con el fin de disgregarla, balcanizarla en pequeños estados impotentes, resentidos, víctimas inevitables de los manejos de otras grandes potencias. Ambos separatismos van ligados al terrorismo, muy en especial el vasco. Los dos han exhibido el mayor desprecio a la Constitución e impuesto normas contrarias a la libertad y a la lengua materna de la mayoría de catalanes y vascos. Y no por azar esos han sido, al lado del PSOE, los máximos impulsores de la LMH. Sobre la politización de la Justicia, debe recordarse el designio contenido en la arrogante frase del jefe socialista Alfonso Guerra “Montesquieu ha muerto”. De ahí un Estado de derecho mutilado y el descrédito de la Justicia entre los ciudadanos. Del Tribunal Constitucional se ha dicho, no sin base, que es un medio para reformar subrepticiamente la Constitución a conveniencia del reparto del poder entre los mayores partidos: “para hacer constitucional lo que es anticonstitucional”, difíciles de encajar en una justicia seria.
El Supremo, también mediatizado por los partidos, ha sufrido a su vez fuertes críticas, por no hablar de los llamados “jueces estrella”
Cabe dudar de la autoridad moral de estos partidos para erigirse en fiscales de la historia.
El terrorismo, especialmente el etarra, ha causado inmensos daños personales y materiales, y aún mayores políticos. La mayoría de los gobiernos, sobre todo el autor de la LMH, han socavado las bases del Estado de derecho mediante la “salida política”, más tarde llamada “proceso de paz”.
Crímenes premiados
Esa orientación ha corroído la democracia en manos de esos partidos, convirtiendo el asesinato en un método, aceptado de hecho, de hacer política. Los cientos de crímenes terroristas han sido premiados con concesiones y dádivas: legalización de las terminales etarras, dotadas con grandes sumas de dinero público; proyección internacional de los pistoleros; acoso a las víctimas directas; o “estatutos de segunda generación” concebidos como un paso más hacia la desintegración nacional. La ETA obtiene también un premio especial en la LMH.
Estos datos ayudan a explicar la gravísima involución democrática y nacional causada por unos partidos irresponsables, por calificarlos suavemente. Y explican el carácter de la LMH, aun admitiendo que su condena al franquismo estuviera justificada en principio. Lo cual exige decir algo sobre la II República y el Frente Popular.