Pío Moa
Cierta mentalidad, bastante extendida, “entiende” la guerra civil como si los españoles se hubieran vuelto locos y decidido matarse sin motivo, por espíritu “cainita”. Espíritu que se les adjudica con evidente ignorancia de la historia de España y de los demás países. Quienes así juzgan, renuncian a comprender, con la vanidad de eximirse del cainismo y locura que atribuyen graciosamente a los demás.
Pero una guerra, definida por Clausewitz como continuación de la política por otros medios, solo puede interpretarse por sus referencias políticas. Es justo señalar que la LMH no cae en la vanidosa distorsión mencionada, pues justifica a uno de los bandos, el del Frente Popular, que habría luchado por el derecho, la justicia y la libertad contra los designios criminales del contrario. Y lo justifica, según venimos viendo, no solo contra innumerables hechos conocidos, sino contra el más elemental sentido común.
Ya hemos examinado, aun si de forma muy condensada, cómo se llegó al choque armado: izquierdas y separatistas asaltaron la república en octubre de 1934 y arrasaron su legalidad entre febrero y julio de 1936. Esto acabó con las posibilidades, ya muy reducidas en años anteriores, de una convivencia razonable.
Una democracia no puede funcionar cuando uno o varios partidos poderosos están resueltos a anular, incluso a aniquilar, a los contrarios; por eso la democracia dejó de tener un papel cuando hablaron las armas. Las cuestiones así dirimidas fueron otras, en cierto modo más fundamentales.
Obviamente, las izquierdas no desbordaron primero y asaltaron luego la república por “locura” sino con objetivos bastante definidos: comunistas y socialistas pensaban en una revolución inspirada en la soviética, inmediata o a plazo no largo; los anarquistas querían otra revolución, anárquica y opuesta a la soviética (la cual había masacrado a los ácratas); los republicanos de izquierda deseaban un régimen dominado por ellos mismos y apoyada en los revolucionarios, donde la derecha estuviera proscrita definitivamente del poder; y los separatistas aspiraban a disgregar España, antes o después, en varios estados pequeños, balcanizando, por así decir, la península. Se observa fácilmente que los fines eran muy diversos y en parte contradictorios, lo cual explica los sabotajes y persecuciones entre unos y otros de esos partidos.
No obstante sus acres divisiones, izquierdas y separatistas coincidían en dos fines: erradicar la cultura cristiana y debilitar o destruir la nación española por una vía u otra. No fue casual que entre ellos proliferasen los vivas a Rusia, a la revolución, a la república, a Cataluña o Euskadi, mientras los “viva España” eran oídos con hostilidad. El propio Azaña confesaría: Lo que me ha dado un hachazo terrible es haber descubierto la falta de solidaridad nacional. Ni aun el peligro de la guerra ha servido de soldador. Al contrario, se han aprovechado para que cada cual tire por su lado”. Pero quienes por oportunismo se mostraron más patriotas españoles fueron los comunistas. Estos, pese a considerarse orgullosos agentes de Moscú, descubrieron pronto la fuerza del patriotismo en la parte nacional y trataron de contrarrestarla.
En cuanto a la cultura católica, ya atacada mediante incendios y destrucciones desde el comienzo de la república, su aniquilamiento se intentó llevar a cabo de forma sistemática durante la misma guerra. Fueron asesinados, a menudo con crueldad extrema, unos 7.000 clérigos y miles de personas más por sus creencias religiosas; miles de templos y capillas, monasterios, bibliotecas y obras de arte fueron pasto de las llamas o destrozados o saqueados; hasta las cruces de muchos cementerios fueron rotas. Se trató de una de las mayores persecuciones que haya sufrido la Iglesia en su historia, y un genocidio técnicamente. El odio a la Iglesia había sido cultivado con gran intensidad por todas las izquierdas, por considerar la religión en general o la cristiana en particular, como causa de los mayores males sociales. Una excepción peculiar fue el Partido Nacionalista Vasco, que mantuvo la religión en Vizcaya mientras colaboraba con los aniquiladores de la Iglesia en el resto del país y encubría sus crímenes.
El bando nacional también constaba de corrientes diversas y a veces mal avenidas, desde la Falange, próxima al fascismo italiano aunque atemperada por el catolicismo, hasta monárquicos alfonsinos y carlistas, católicos y militares sin filiación política precisa. Pero le unió precisamente lo que el Frente Popular atacaba: la defensa de la nación española y de su tradición y cultura religiosas. Sobre esa base fue posible una unidad mucho mayor, sin llegar nunca a la persecución interna que caracterizó a sus adversarios.
En suma, y por encima de todas las propagandas, lo que estuvo en juego durante la guerra fue, para unos, la conservación de España y de la religión, y para otros diversas concepciones revolucionarias o disgregadoras. Si esto se olvida, como hace la LMH, jamás se entenderá el fondo y carácter de la guerra.