La persecución religiosa en España (I) Los hechos, por Pío Moa

 
Pío Moa
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   Las historias de la guerra civil suelen prestar atención insuficiente a una de sus facetas más reveladoras: la persecución religiosa y más ampliamente el papel del catolicismo. Un papel más intenso que el del cristianismo en general en el resto de Europa durante el siglo XX. La causa más evidente está en la terrorífica persecución religiosa, una de las más sangrientas de la historia, bien documentada por Antonio Montero en su Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939 y con nuevas investigaciones por Vicente Cárcel Ortí,  Jose Luis Alfaya y otros autores.   
 
   La exposición de casos puede darnos idea del sadismo e impulso exterminador  con que se llevó a cabo: un anciano coadjutor  desnudado, torturado y mutilado, metiéndole en la boca sus partes viriles; fusilamientos lentos apuntando a órganos no vitales para prolongar la agonía; sacerdotes toreados (a alguno le sacaron los ojos y lo castraron);  a un capellán le sacaron un ojo, le cortaron una oreja y la lengua y le degollaron; otro, torturado con agujas saqueras delante de su anciana madre; otro arrastrado por un tranvía hasta morir; once golpeados con mazas,  palos y cuchillos en una cheka  hasta hacerlos pedazos; muertos a hachazos en espectáculos públicos; un cadáver con una cruz incrustada entre los maxilares; a una profesora de la Universidad de Valencia le arrancaron los ojos y le cortaron la lengua para impedirle seguir gritando “viva Cristo Rey”;  una seglar violada ante su hermano, atado a un olivo y luego matados ambos; el obispo de Barbastro torturado y castrado… Hechos como estos, recogidos por Cárcel Ortí, y referidos casi todos a Valencia, abundaron en otras provincias, dentro de un terror rojo que incluyó  quemar vivas a  personas o echarlas a las fieras de los zoos de Madrid y Barcelona. Las vejaciones y el ensañamiento solían proseguir con los cadáveres, destrozados a golpes o quemados o tirados a los barrancos. En los conventos eran exhumados  esqueletos o cuerpos momificados y expuestos a la diversión pública… Perecieron cerca de 7.000 clérigos incluyendo  13 obispos y cerca de 300 monjas, a veces violadas antes de asesinarlas[1]. Miles de católicos, en número difícil de precisar, sufrieron  una suerte parecida simplemente por practicar su religión.   
 
   Con frecuencia se ofrecía a las víctimas salvar la vida a cambio de blasfemar o  pisotear un crucifijo, pero rara vez tuvieron éxito, justificando el conocido verso de Claudel “et pas une apostasie”.  Conviene insistir en que se trata de hechos documentados, no de distorsiones tipo “memoria histórica”.  Esta ofensiva contra la Iglesia no es única en tiempos recientes, porque, sin remontarnos a las guerras religiosas causadas por el agresivo cisma protestante, la Revolución francesa, como la rusa o la mejicana dieron lugar a episodios similares, aun si quizá no tan ensañados.    
 
   El ataque no perdonó los edificios: miles de templos y ermitas fueron incendiados o devastados, perdiéndose tesoros artísticos e históricos de valor incalculable: retablos, tapices, cuadros, custodias, imágenes de grandes  pintores y escultores como Montañés, Salcillo, Pedro de Mena, Alonso Cano, Sert. Ardieron archivos y bibliotecas en monasterios, conventos,  seminarios y catedrales: solo en Cataluña decenas de miles de volúmenes de la biblioteca franciscana de Sarriá, del seminario y del convento de los Capuchinos de Barcelona, en Igualada, etc. Joyas del gótico, del románico, del barroco y del mudéjar quemadas o voladas. En Madrid, incendiada la catedral de San Isidro, un verdadero museo de arte por sus pinturas italianas y españolas, esculturas, etc. Muchas iglesias convertidas en cuadras y los altares en pesebres. Parodias obscenas de misas… En los cementerios solían ser rotas las cruces y lápidas con alusiones cristianas. Muchos otros bienes fueron saqueados como parte del  botín que se llevaron al exilio los líderes rojos, un expolio planeado desde muy pronto por Negrín.        
 
   Los revolucionarios se jactaban sin rebozo. En agosto del 36 Andrés Nin,  comunista del POUM que sería torturado y asesinado por comunistas soviéticos alardeaba: “El problema de la Iglesia lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto”. José Díaz, jefe del PCE, se alababa: “En las provincias que dominamos, hemos sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy aniquilada”. No mostraban menos euforia los anarquistas, socialistas y otros. Lo que no impedía a la Komintern dar la consigna, en septiembre, de hacer campaña internacional  desmintiendo “los cuentos de persecución religiosa”.   
 
   Un mito presenta lo hechos como una explosión espontánea, con el gobierno o las fuerzas más moderadas de él tratando de frenarla. No es verdad, fuera de algún gesto aislado e inefectivo. Companys ayudó a salvar al cardenal Vidal i Barraquer y otros clérigos nacionalistas. Juan Simeón Vidarte, socialista y masón destacado cuenta cómo Companys soltó una carcajada al saber que Vidarte acompañaba a Francia a un monje hermano de Negrín: “De esos ejemplares aquí ya no quedan”. El diario azañista Políticaanima con noticias como esta, el 16 de agosto del 36: “Cien millones de pesetas (unos 150 millones de euros) en la caja de unas monjas ¡Y se llamaban hermanitas de los pobres!”. Sería una de las cajas de seguridad depositadas por particulares en  los bancos, que el gobierno abrió con sopletes para apoderarse de sus bienes, joyas y dinero. Radio Barcelona animaba: “¿Qué importa que las iglesias sean monumentos de arte? El buen miliciano no se detendrá ante ellos. Hay que destruir a la Iglesia”. El citado Políticaexplicaba: “Ningún tesoro más precioso que la razón, la justicia y la libertad. Casi todos esos monumentos cuya caída deploramos, son calabozos  donde se ha consumido durante siglos el alma y el cuerpo de la humanidad. ¡Bien hayan los bellos versos del poeta sobre el castillo de sus antepasados, arrasado por la Revolución francesa, versos que terminan con un pensamiento tan nuevo en poesía como en política: Bendito seas tú, viejo palacio sobre el que pasa ahora la reja del arado. Y bendito seas tú, el hombre que hace pasar el arado por ti”. La razón, la justicia y la libertad usadas como cántico y acicate a incendiarios y saqueadores mientras hipócritamente  se “deploraba”.      
 
   Se trató de un genocidio en el sentido técnico de la palabra, el único de la guerra civil, pues buscaba exterminar a un grupo social y aniquilar toda una cultura, la cristiana, y borrar en lo posible su recuerdo.    
 
   La persecución venía alimentada por una crudísima y amenazadora propaganda e innumerables agresiones y  vandalismos e incendios desde el mismo comienzo de la república.  Como prólogo, durante la insurrección de octubre del 34  fueron asesinados 34 religiosos y seminaristas en Asturias y tres más en otros puntos, destrozada la biblioteca de la universidad de Oviedo y varios tempos, volados monumentos entre los más valiosos del románico en toda Europa. Entre el 16 de febrero y el 18 de julio de 1936, diecisiete sacerdotes habían sido asesinados, y otros heridos, golpeados o encarcelados, y muchos más amenazados, injuriados o expulsados violentamente de sus parroquias. En muchos lugares las izquierdas organizaron farsas de actos religiosos, o gravaron estos con tasas ilegales, o prohibieron los toques de campanas o los entierros católicos públicos. Hubo profanaciones de cementerios, destrucción de cruces y cientos de iglesias, ermitas y edificios administrativos eclesiásticos incendiados.   
 
   Los crímenes venían abonados por una propaganda feroz, de la que es muestra la encuesta del periódico satírico La traca: “¿Qué haría usted con la gente de sotana?”. Incluye 345 respuestas del estilo de las siguientes:
 
   “Pelarlos, cocerlos, ponerlos en latas de conserva y mandarlos como alimento a las tropas italianas fascistas de Abisinia”
 
   “Caparlos y ponerlos a pan y agua, incluyendo al Papa”
 
   “Darles una buena paliza de quinientos palos a la salida del sol de cada día”
 
   “Castrarlos, hacerles tirar de un carretón, hacerlos en salsa y darlos a comer a Gil Robles y al ex ministro Salmón”. Etc.  
 
   Obviamente, esta sistemática y a menudo sangrienta provocación se hacía en la creencia de que, teniendo la izquierda el poder, cualquier reacción sería fácilmente aplastada. Tales actos soliviantaban a la mayoritaria población católica, y con ello crecían el miedo y el odio impotente de muchos.
 
 
 
 
[1] Asombrosamente, este tipo de actos sigue haciendo gracia a muchos izquierdistas. La escritora “progresista” y un tanto pornógrafa Almudena Grandes, por ejemplo, se burlaba de las monjas violadas por “milicianos sudorosos”, imagen que ella encontraba sexualmente excitante.