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Alfonso Martínez Rodríguez
Con motivo del 81 aniversario y de la próxima publicación de la segunda edición del libro La barbarie roja en Don Benito. La cuerda de presos: 23 y 24 de julio de 1938 ampliamos con nuevos datos el artículo que ya dimos a conocer el 23 de julio de 2018
La “CUERDA DE PRESOS DE DON BENITO” estuvo compuesta por sesenta y nueve prisioneros, de ellos cuarenta y ocho hombres y veintiuna mujeres, y quince soldados, milicianos y escopeteros Rojos. La “CUERDA” salió de Don Benito (Badajoz) a las catorce horas del día 23 de julio de 1938, en dirección a Castuera (Badajoz). El recorrido transcurrió por las localidades de La Haba (Badajoz), Magacela (Badajoz), La Coronada (Badajoz), Campanario (Badajoz) y Puebla de Alcocer (Badajoz), destino final no previsto, tras haber liberado las tropas nacionales la población de Castuera ése mismo día. No llegarían a su destino veintitrés hombres y seis mujeres. De entre los veinticinco hombres supervivientes, tras la masacre del “Moro de Suárez”, en Campanario, unos huyeron y otros quedaron malheridos, y los capturados posteriormente, fueron trasladados a Puebla de Alcocer. De las quince mujeres supervivientes, una sobrevivió milagrosamente al haber sido dada por muerta tras los asesinatos en el Puente de “La Marcocha”, en La Haba, y las catorce restantes llegaron a Puebla de Alcocer para posteriormente ser trasladadas a Cabeza del Buey (Badajoz), donde escapó una de ellas, y ante la inminencia de la toma del pueblo ocurrida el 13 de agosto de 1938, a Villanueva de Córdoba (Córdoba) donde fueron liberadas al finalizar la Guerra.
“LA HISTORIA ES LA QUE ES Y NO SE DEBE TERGIVERSAR”
Ciudad de DON BENITO (Badajoz), día 24 de julio de 1938, domingo. Han pasado setecientos treinta y seis días con sus noches desde que el 18 de julio de 1936 se produjo el ALZAMIENTO NACIONAL. Las tropas del Ejército del Sur bajo el mando de General Gonzalo Queipo de Llano tomaron Mérida (Badajoz) el 11 de agosto de 1936 y Santa Amalia (Badajoz) el 17 de agosto de 1936, ésta última población a tan sólo dieciséis kilómetros de Don Benito. Aquí se estableció la línea que separa ambos bandos y que no se rompe hasta este día 24, fecha en que se produce la liberación de Medellín (Badajoz), distante a diez kilómetros, y Don Benito, con la entrada de la 21 División bajo el mando del Coronel de Infantería Eduardo Cañizares Navarro.
Desde entonces hasta ahora, la represión ejercida por las Milicias del Frente Popular ha desembocado en ciento sesenta y un asesinatos de personas cuya “culpa” es la de ser “Católicos” o de “Derechas”, propietarios o trabajadores, monárquicos o republicanos, y su único delito es que no piensan como ellos. De ellas, ciento cincuenta y cinco hombres y seis mujeres. Otros donbenitenses serían asesinados en otras partes de España, alcanzando un total de ciento ochenta y cuatro personas.
El primero de ellos se produce el 28 de julio de 1936 en la persona de Manuel García Gómez, de 21 años de edad, de profesión Labrador y militante de Falange Española. El mismo día de la liberación de Mérida, 11 de agosto de 1936, y como represalia por ello, se realiza el traslado de los presos desde la cárcel ubicada en la Plaza de España hasta el Cementerio de la Ciudad. Aquí, en sus tapias, se cometen cincuenta y ocho fusilamientos y asesinatos sin juicio previo. En ése mismo mes de agosto de 1936, entre los días 12 y 30, se cometen otros diecisiete asesinatos. En el mes de septiembre de 1936, treinta y seis asesinatos más, destacando los de la noche del día 30 con veinticuatro muertes; y finalmente, desde ese mes hasta el mes de diciembre, otras cinco muertes violentas a manos de los milicianos Rojos. Durante el año 1937, “solamente” se comete un asesinato. Y en el transcurso del año 1938 y hasta la liberación de la Ciudad el 24 de julio, se producen los restantes, incluidos los veintinueve asesinatos de personas que componían la “Cuerda de Presos”.
Cabe imaginar el horror producido en la población cuando se cometieron en un solo día los cincuenta y ocho asesinatos del 11 de agosto de 1936 y los veinticuatro asesinatos de la noche del 30 de septiembre de 1936. Todos ellos hombres.
El 22 de julio de 1938, ante la inminente llegada de las tropas nacionales, en la Ciudad se respira un aire ya de por sí viciado y envenenado por el odio y el rencor existente entre ambos bandos a lo largo de estos dos años de maldita convivencia. Para unos, su temor ante la inexorable derrota y el tener que dar cuenta de los crímenes cometidos, por lo que muchos huyen en una desbandada generalizada. Para otros, la ansiada liberación tras una larga etapa de sufrimientos, torturas y asesinatos en masa.
Ese día, los sesenta y nueve prisioneros que se encuentran en la cárcel detectan bastante nerviosismo en los milicianos Rojos y se barrunta dentro de ella un intento de fusilamiento que finalmente no se produce. Cuando toman la determinación de evacuar la Ciudad, deciden llevarse en la huida como rehenes y quizás también como escudos humanos a las personas detenidas, unas desde hace un tiempo y otras durante el mismo día 22, e incluso, durante la mañana del día 23 de julio, como es el caso de mi abuelo materno Alfonso Rodríguez Simone, de 43 años de edad, conocido como “Alfonso Trajano”.
El 23 de julio de 1938, sábado, sobre las doce de la mañana, entran en la cárcel unos milicianos armados con fusiles portando cuerdas en sus manos. Tienen orden de atarles por parejas, cosa que hacen a toda prisa y en actitud desagradable, primero con los cuarenta y ocho hombres y después con las veintiuna mujeres. Son sesenta y nueve personas salvajemente tratadas y ya de por sí humilladas. Les hacen estar así, en el patio de la Prisión, bajo un sol justiciero propio del mes de julio, durante dos interminables horas y con la incertidumbre de su futuro próximo. Son las dos de la tarde y por fin les dicen que los trasladan a Castuera y que están buscando camiones para ello. Todos recogen sus pertenencias, colchones, ropas, comida…, todo lo que sus familiares han podido llevarlos al enterarse de su traslado. Pero una vez que han hecho esto les dicen que van a ir andando por falta de vehículos. Quizás los reservan para la huida de sus jefes. Aquí se inicia la tristemente célebre “Cuerda de Presos de Don Benito”.
Quince son los soldados, milicianos y escopeteros Rojos que les van a “acompañar” y “custodiar” en su trayecto. Son seis soldados del Ejército Rojo, seis milicianos y tres escopeteros. Sus nombres son: Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”, de tan solo 21 años de edad, Sargento al mando del grupo; Pablo Antonio Durán Martín-Romo “El Romo”, de 19 años de edad, Cabo de las Milicias Rojas; Alejandro Sauceda Mateos, de 22 años de edad, Cabo de las Milicias Rojas; Alejandro Casto López González, de 22 años de edad, soldado; Diego Diestro Rodríguez, de 21 años de edad, soldado; José Agustín Paredes Díaz, de 21 años de edad, soldado; Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño”, de 23 años de edad, miliciano; otros dos milicianos de Campanario; una miliciana de Magacela; un miliciano de Málaga, conocido como “El Malagueño”; un miliciano de Sevilla, apodado “El Sevillano”; Juan Martín Álvarez “El Torero”, de 61 años de edad, escopetero; Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, de 51 años de edad, escopetero; Francisco Gómez Paredes, de 37 años de edad, escopetero, a quien encuentran en las afueras de la Ciudad y al que el Sargento obliga a incorporarse al grupo. Desde Don Benito hasta La Haba, también los acompañan otros: Carlos Quesada Mateos “Calixto Alcaide”, de 56 años de edad, Jefe de la Prisión de Don Benito; su ayudante Pablo Sánchez García “El Pastor”, de 59 años de edad, y tres Guardias Municipales, entre ellos Sebastián Sosa Cerrato, de 44 años de edad.
Uno de los soldados, José Agustín Paredes Díaz, escucha en los momentos previos a la salida cómo un Teniente le dice al Sargento Eusebio Jiménez Herrera, que los fusilen a la salida de Don Benito.
Han recorrido ya el trayecto entre la Plaza de España y la Fuente de “Los Barros”, a las afueras de la Ciudad. Han atravesado las calles “Padre Cortés”, “Cuna”, “Retama”, “Fuentes” y “Zalamea” seguidos por sus familiares que son obligados a apartarse de ellos. En la calle “Fuentes” les han hecho detenerse, y para impedir que puedan escapar, han revisado y apretado fuertemente las ligaduras. Les dicen que vayan dejando los equipajes porque “se van a cansar mucho”. Unos, acobardados porque piensan que los van a matar, dejan todas sus pertenencias en el suelo; otros, continúan con algunas de ellas.
Están llegando al pueblo de La Haba. Son las cuatro de la tarde aproximadamente. Sólo han recorrido siete kilómetros desde Don Benito. El calor es abrasador. Aparecen en el cielo varios aviones y los milicianos Rojos, asustados, les ordenan que se metan debajo del Puente de “La Marcocha”, a la entrada del pueblo. La carrera hace que caigan desfondados por el cansancio y por la carga que llevan sobre sus hombros. Varios de los prisioneros están en una situación lamentable y se niegan, porque no pueden hacerlo, a levantarse e incluso a continuar la marcha. Bajo el puente se encuentran algunas personas que, procedentes de Don Benito por la orden de evacuación forzosa, se resguardan del sol. Es el caso de Antonio Garrido Sauceda quien está allí con su familia y es testigo de todo lo que ocurre. Los milicianos obligan a todos los que no componen “La Cuerda” a que se separen del puente.
El Sargento al mando del pelotón de “acompañamiento”, Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”, al encontrarse con esta situación, ordena al soldado Alejandro Casto López González que “conferencie” con el Comandante Militar de Don Benito y le comunique que ocho de los detenidos no pueden continuar el viaje. Cuando vuelve dicho soldado le transmite escuetamente “que hiciera con ellos lo que le había ordenado en Don Benito, es decir, que los fusilara”.
Tras éste agobiador descanso y las vicisitudes producidas por la situación, les hacen levantar y les revisan y aprietan nuevamente las ligaduras. A unos les atan por parejas y a otros individualmente con las manos hacia delante. Entre los que más se señalan en esta labor, Pablo Antonio Durán Martín-Romo, Alejandro Casto López González, quien moja las cuerdas en el río antes de apretarlas, y Alejandro Sauceda Mateos, quien ata fuertemente a Juan Herrera Herrera, de 50 años de edad, y que al ser preguntado por éste “porqué me atas tan fuerte”, le contesta que “con menos compasión nos habéis tratado vosotros. Además, para lo que vais a durar…”. También hace lo mismo con Eugenio Muñoz Porro, de 35 años de edad, Francisco García Gómez, de 37 años de edad y Domingo Adán Cameo, de 40 años de edad, quien le dice que no le apriete tanto y le contesta que “os aprieto tanto para que no os escapéis y si a pesar de ello intentáis escapar, ya os las entenderéis conmigo”. Y con Ismael Dueñas Moreno, de 35 años de edad, que tiene necesidad de separarse del grupo, monta su fusil y le dice que “no se retire mucho”. Luego separan del grupo a las ocho personas que se niegan a andar, bien rendidas por el cansancio, bien por impedírselo algún defecto físico. Son María Paula Parejo Borrallo, de 57 años de edad; Josefa Margarita Verdú Sánchez, de 52 años de edad; María Francisca Moreno Martín-Romo, conocida como “La Batanera”, de 50 años de edad; Antonio Moreno Martín-Romo, de 39 años de edad y hermano de la anterior; Francisco Ruíz Ruíz, de 61 años de edad; Manuela Morillo Caballero, de 48 años de edad; Antonia María Cidoncha Donoso, de 48 años de edad; y Josefa Cortés Correa, de 65 años de edad.
Sobre las cinco de la tarde, el Jefe de “La Cuerda” comenta en voz alta con el fin de tranquilizar a los cautivos, mintiéndoles, que más tarde “pasaría un camión para recogerles”. Ya ha dictado su sentencia. Deja a cargo del grupo al soldado Alejandro Casto López González, al miliciano Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño”, a los escopeteros Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, Juan Martín Álvarez “El Torero” y Francisco Gómez Paredes, y a tres Guardias Municipales de Don Benito que los habían acompañado hasta allí, entre ellos, Sebastián Sosa Cerrato, quien el día anterior había participado en la detención de Juan Herrera Herrera y su esposa María Francisca Moreno Martín-Romo. Con ellos, Carlos Quesada Mateos “Calixto Alcaide” y Pablo Sánchez García “El Pastor”, que volverán a Don Benito junto con los Guardias Municipales. Todos ellos participan en la matanza directa o indirectamente.
Cerca de las siete de la tarde, las sesenta y una personas restantes, de las cuales cuarenta y seis son hombres y quince mujeres, continúan la marcha en dirección a Magacela. Entre estos integrantes de “La Cuerda” que inician la segunda etapa y reanudan su calvario, se encuentran familiares muy cercanos a los que han quedado bajo el puente: Adelaida Sánchez Parejo, de 18 años de edad, y su hermana Paula Sánchez Parejo, de 14 años de edad, hijas ambas de María Paula Parejo Borrallo; Emilia Cidoncha Donoso, de 40 años de edad, hermana de Antonia María Cidoncha Donoso, y Juan Herrera Herrera, esposo de María Francisca Moreno Martín-Romo y cuñado del hermano de ésta, Antonio. Al dolor ya de por sí estremecedor por la situación que están viviendo, se añade ahora el producido por dejar atrás a sus seres queridos. Sus “acompañantes” solamente les han dicho que “iban a descansar allí y luego continuarían”.
Después de unos kilómetros, dos de los guardianes que se habían quedado en el puente con los impedidos, se reincorporan al grupo montados en sus caballos. Son el soldado Alejandro Casto López González quien da la novedad al Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo” y le dice que “se los ha entregado a los escopeteros”, y el miliciano Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño”.
Pero volvamos atrás. Un poco antes, alrededor de las ocho de la tarde, los “guardianes de la muerte” han sacado a los ocho cautivos de los bajos del puente y en un recodo muy próximo a la carretera comienzan a disparar indiscriminadamente contra ellos. No contentos con su hazaña, emplean utensilios de labranza para descuartizar a sus víctimas. Sólo han pasado seis horas desde su salida de Don Benito.
A Josefa Margarita Verdú Sánchez le aplastan la cabeza, le cortan un brazo y le destrozan ambas piernas a hachazos; a María Francisca Moreno Martín-Romo, además de los tiros de escopeta y fusil, heridas de golpes en la cabeza y manos; a Antonio Moreno Martín-Romo heridas de fusil en cabeza y oído que le destrozan la cabeza; a Francisco Ruíz Ruíz, mutilaciones en diferentes partes del cuerpo y la cabeza cortada y aplastada que abandonan a doscientos metros de ése lugar; a Manuela Morillo Caballero, numerosas heridas de armas de fuego; a Antonia María Cidoncha Donoso varios tiros de escopeta y fusil y heridas de golpes en cabeza y cuerpo. Pero entre éstos ocho cuerpos destrozados salvajemente por las alimañas que lo han hecho, hay uno que aún exhala un leve aliento de vida. Es el de Josefa Cortés Correa, maniatada a Josefa Margarita Verdú Sánchez, a quien han dado por muerta y que queda como única testigo ante la historia de lo que allí ha sucedido. Está gravemente herida y con diversas mutilaciones, pero viva.
Unos kilómetros más adelante “La Cuerda” continúa su marcha. Nadie les cuenta lo que ha sucedido un poco antes. Anochece. Llegan al pueblo de Magacela sobre las diez de la noche. Ya han recorrido catorce kilómetros desde Don Benito. El imponente castillo apenas se vislumbra y evitan entrar en el pueblo y sus empinadas calles. En las afueras, les ordenan parar en la estación de ferrocarril. Por allí pasa el tren que va desde Don Benito a Castuera. Algunos piensan que por fin van a dejar de andar y les van a transportar en tren. Sus ardientes pies están destrozados. Ellos, agotados, y a cada momento que pasa, en peor estado.
Les dejan descansar un rato, no mucho, y se ríen de ellos diciéndoles que “los fascistas tenéis que ser fuertes”. Sin embargo, no logran que les den ni siquiera un poco de agua a pesar de que allí existe una fuente en la que los milicianos, ellos sí, renuevan el agua de sus cantimploras. Tienen prisa, saben que les pisan los talones y quieren llegar cuanto antes a la siguiente parada. Los insultos, amenazas de fusilamiento y palabras soeces dirigidas a las mujeres no tienen tregua. Pero esa prisa no hace que la caminata sea más rápida: Es de noche y tienen que velar para que sus sesenta y un rehenes no escapen.
Cuando llegan a La Coronada ya han recorrido más de veinte kilómetros desde Don Benito. Es noche cerrada y tampoco entran en el pueblo. Es la una de la madrugada del día 24. Allí hacen una parada de diez escasos minutos y prosiguen la marcha hacia Campanario.
A esta población llegan a las cinco y media de la mañana del día 24 de julio de 1938. Ya llevan recorridos veintisiete kilómetros desde Don Benito. Les hacen desfilar por las calles del pueblo, exigiéndoles, en su estado, que caminen a paso marcial ante los curiosos que les observan. Les encierran en el muladar del Ayuntamiento, entre basura y paja, sin permitirles comer ni beber nada. Los conductores y asesinos de “La Cuerda”, que han hecho todo el recorrido hasta ahora montados en sus caballos, se van a descansar y son sustituidos por milicianos de la Comandancia Militar de Campanario. Éstos, quizás movidos por la compasión al verlos en ése lamentable estado, les aflojan las ligaduras y les dejan comer y beber de lo poco que llevan encima, e incluso les ofrecen algunos de sus ranchos.
Sobre las nueve de la mañana se escucha un gran revuelo en la calle. Llega el rumor de que las tropas nacionales están ya muy cerca. El día 21 han ocupado Orellana la Vieja (Badajoz) y cotas que van desde esa población al Río “Zújar”, a tan sólo veinte kilómetros al norte de Campanario. Además, también han tomado Castuera el día anterior, a las dos de la tarde del 23 de julio de 1938, curiosamente a la misma hora en que salieron de Don Benito con destino inicial a esa población, a otros veinte kilómetros por el sur. Ya no van a poder llegar allí. Llegan las dudas. Los milicianos y escopeteros Rojos de Don Benito, que tan valientemente han asesinado a sangre fría a siete de sus paisanos, ahora no saben qué hacer porque se sienten copados. También se quejan de que no encuentran en este pueblo a ninguna autoridad con la que poder entenderse. Es el momento del “sálvese quien pueda”.
A esa hora entran en el muladar municipal unos milicianos y se llevan a ocho presos amarrados. Aparentemente van a ser fusilados y ésa es la impresión que quieren dar a los cautivos. Al rato regresan a por otro grupo pero sus jefes cambian de opinión y ordenan a todos los presos que recojan sus equipajes y les vuelven a atar fuertemente en actitud agresiva. Hay alguno que, débilmente, intenta negarse porque no se puede levantar por el cansancio acumulado y es castigado con un culatazo para que se incorpore siendo insultado groseramente. Se nota su nerviosismo. Les dicen que van hacia Puebla de Alcocer.
Uno de los integrantes de “La Cuerda”, Alonso Cerrato Moreno, de 46 años de edad, se ha quedado un poco apartado del Grupo. Sin quererlo escucha una conversación entre el Teniente al mando de la Comandancia Militar de Campanario y el Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”: “Hoy va a haber abundante carne. Apuntad bien. Hacedlo lejos del pueblo y luego recogéis las carteras”. El otro, le contesta: “No tenga cuidado, no se escapará ninguno”.
Cuando reanudan la marcha, sobre las once de la mañana, Alonso Cerrato Moreno le comunica a su compañero de ligadura, Ricardo Ramos López, de 47 años de edad, que ha escuchado al Teniente dar una orden para que se les fusilara. Alcanzan al Padre Eulogio Velasco Navarro, de 52 años de edad, Párroco de la Iglesia de “San Sebastián” de Don Benito, para que les dé la absolución. Otros, se van enterando al correrse la voz y se acercan al Sacerdote con la misma petición sin dejar de caminar. Poco a poco, convencidos de lo que les aguarda, abandonan el escaso equipaje que les queda para esperar con resignación el momento de su muerte. Sus guardianes quieren llegar cuanto antes a su destino y con la menor “carga humana” posible, pero la suficiente para tener algo con qué negociar en el caso de ser cercados por las tropas nacionales.
Han tomado un camino que transcurre casi en paralelo a la carretera que va desde Campanario a Orellana la Vieja con la intención de abandonarlo al atravesar el Río “Zújar” y encaminarse a Puebla de Alcocer a través del “Cordel Serrano”, cercano a la carretera. Hay ocho kilómetros entre el primer pueblo citado y el badén del río. En su camino se cruzan con cientos de personas, civiles, soldados y dirigentes marxistas de los pueblos de los alrededores, que huyen atropelladamente en medio de un ensordecedor griterío ante la llegada del Ejército Nacional. Muchos pierden en la huida sus cargas, enseres personales, comestibles y objetos valiosos, producto de los robos y la rapiña, que son abandonadas por el campo de “La Serena”. Ante esta situación, los conductores de “La Cuerda” deciden no atravesar el río y dirigirse a Puebla de Alcocer por la carretera que más al sur los pueda llevar a esa población.
Recorren la orilla del Río “Zújar” hacia el Este y a dos kilómetros encuentran un molino existente entre las desembocaduras del Río “Guadalefra” y el Arroyo del “Campo del Toro”: Es el Molino “Rodona”, junto a la Fuente “La Gamonita”. Ante los ruegos de las mujeres, que les persuaden para hacer una parada porque las fuerzas son ya muy escasas, les conceden un descanso. El calor es abrasador. Son cerca de las tres de la tarde. Ya han recorrido treinta y siete kilómetros desde Don Benito en tan sólo veinticinco horas. En condiciones inhumanas y en pleno mes de julio. Los cautivos intentan refugiarse a la sombra del Molino, pero ni se lo consienten ni les desatan. Tienen que comer a campo raso y beben del agua que caritativamente les lleva el molinero.
Una hora más tarde, cuando les ordenan reanudar la marcha, las caras descompuestas de los “acompañantes” denotan un temor cada vez más expresivo acerca de las consecuencias de los viles actos que han cometido. Saben por los milicianos con los que se cruzan huyendo, que las tropas nacionales han hecho el corte por Campanario y están a punto de entrar en el pueblo. La “Bolsa de La Serena” se constriñe cada vez más dejándoles una sola vía de escape hacia Puebla de Alcocer. Ya no tienen contemplaciones, si es que alguna vez las han tenido. Y a los que ya no pueden levantarse y menos caminar, simplemente les dejan atrás. Eso sí, con sus correspondientes “custodios” para que sean vilmente asesinados.
Allí, en el Molino “Rodona”, quedan el Sacerdote Eulogio Velasco Navarro, presa de un ataque de parálisis; Francisco Santamaría Cabanillas, de 57 años edad; Agustín Cerrato Crespo, de 31 años de edad; Juana Ortiz Dávila, conocida como “Juana la Partera”, de 62 años de edad; y Santiago Arias Alonso, de 46 años de edad.
El Jefe de “La Cuerda”, Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”, comisiona nuevamente al soldado Alejandro Casto López González, acompañado del miliciano Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño” para que terminen con sus vidas. A éstos se les añaden los tres escopeteros que venían rezagados tras los sucesos del Puente de “La Marcocha”, en La Haba: Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, Juan Martín Álvarez “El Torero” y Francisco Gómez Paredes. Vienen de hacer su particular recorrido porque cuando finalizaron su “trabajo” huyeron ante la posibilidad de caer en manos de las tropas nacionales que ya andaban muy cerca de allí.
Cuando el resto de “La Cuerda” comienza a caminar, a unos doscientos metros del Molino, cae desfallecido Ernesto Ruíz Parejo, conocido como “El Tostao”, de 45 años de edad, con fiebre y presa de un ataque de insolación. Sabe lo que le espera, pero su cuerpo y su mente han dicho “basta”. El Sargento hace un aparte con el Cabo Pablo Antonio Durán Martín-Romo “El Romo” y le ordena que “acompañe” al detenido con los que han quedado atrás. Cuando la comitiva desaparece tras unos montículos, no hacen uso de sus armas de fuego. No quieren que el resto escuche los disparos y los gritos de sus compañeros de Cuerda. Esta vez, para poner fin a sus vidas, emplean los machetes y cuchillos que portan. Los asesinan y los descuartizan. Aquéllos a los que aún les queda un halo de vida, son rematados a bayonetazos y golpes. No contentos con eso, se ensañan con algunos: al Sacerdote Eulogio Velasco Navarro le machacan la cabeza y le parten los dos brazos; a la comadrona de Don Benito, Juana Ortiz Dávila, le introducen un palo por sus partes genitales; … de todos estos viles actos es testigo el molinero. Son aproximadamente las cinco de la tarde y han pasado veintisiete horas desde la salida de Don Benito.
Mientras, la caminata continúa. De los sesenta y nueve componentes de “La Cuerda” que salieron de Don Benito, hay ya catorce ausencias. Los cincuenta y cinco restantes que aún permanecen en ella, no saben a ciencia cierta lo que ha ocurrido con sus compañeros, pero se lo imaginan y saben que pueden ser los siguientes. Ahora están haciendo el camino inverso al que les llevó esta mañana desde Campanario al Molino “Rodona”. Pero lo hacen por el camino de la “Cañada Real Leonesa Oriental” que transcurre paralela a la orilla del Río “Guadalefra” en dirección al Santuario de “Piedraescrita”, mas no con la intención de llegar a él. No están tranquilos. Quizás demasiados testigos entre las gentes que campan desconcertadas por la zona; quizás porque están buscando un lugar lo más escondido posible para rematar su faena. Lo cierto es que avanzan, retroceden, y finalmente cruzan campo a través hacia el Este en dirección a la zona de “Las Mesillas” y “Los Moros”.
Al llegar al denominado “Moro de Suárez”, los prisioneros reclaman insistentemente un poco de agua. Son cerca de las seis de la tarde. El paisaje es desolador, llanos, lomas, hondonadas… pero todo ello acompañado de pizarras afiladas que son testigos mudos del drama que se vive por “La Serena”. De pronto ven salir de una de esas hondonadas a un hombre que porta un cubo de agua. Todos corren hacia allí y encuentran un arroyo que atraviesa la finca: el Arroyo del “Campo del Toro”. En una de las pocas charcas que quedan en esta época del año, unos cerdos se bañan en ella. Pero, da igual, beben de esa agua caliente y sucia porque la corriente es mínima o inexistente. Parece que les dan un pequeño descanso.
Han caminado unos seis kilómetros desde el Molino “Rodona” en línea recta, pero por las idas y venidas el recorrido ha sido un poco más largo.
En este trayecto ya se han reincorporado a “La Cuerda” los seis asesinos que se quedaron “acompañando” a los presos sentenciados en el Molino y que ya han terminado su tarea. Llegan diciendo en voz alta que “ya están descansando”. De nuevo están juntos todos los que salieron de Don Benito.
Sin saber el motivo, Francisco García Gómez y Juan Cidoncha Merino, de 37 años de edad, son desatados por el soldado Alejandro Casto López González. El Sargento Jiménez Herrera se da cuenta y le ordena atarles nuevamente. Entonces Francisco García Gómez protesta y al intentar levantarse para hablar con el Sargento, recibe un brutal culatazo del que, momentos antes, le ha desatado. Quizás sienta alguna compasión, pero ésta desaparece ante su jefe.
Son las seis de la tarde. Han pasado veintiocho horas y han recorrido cuarenta y tres kilómetros desde su salida de Don Benito.
Los prisioneros comentan entre ellos que quizás han desistido de matarlos. Pero media hora más tarde, se escucha el galope de unas caballerías que se acercan y pensando que se trata de tropas del Ejército Nacional, el Sargento ordena a todos parapetarse entre las rocas que rodean la charca, resto de las aguas que en otras épocas del año corren por el Arroyo del “Campo del Toro”. Pero no, se trata de fugitivos marxistas al galope en dirección a Puebla de Alcocer.
Entonces se acerca un individuo montado en un caballo blanco, desconocido para todos hasta ese momento, y hace un aparte con el Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”. Le está diciendo que las tropas nacionales están ya muy cerca de esa posición, aproximadamente a diez kilómetros de distancia, y que están entrando en Campanario. Está claro que para poder continuar la huida deben aligerar su “carga”.
Descompuesto, ordena a todos que se levanten y se concentren en la falda de un cerrito próximo al arroyo. Ordena al soldado José Agustín Paredes Díaz, que separe a las catorce mujeres que aún sobreviven y las ponga en la otra orilla. Son momentos de mucha tensión, desconcierto, voces, chillidos, insultos, gritos, llantos… Ellas van a ser testigos de lo que ocurre a continuación.
Los asesinos montan sus fusiles, escopetas y pistolas, y forman el cuadro que indiscriminadamente apunta y dispara a los cuarenta y un hombres que han logrado sobrevivir hasta ahora. Están atados, algunos consiguen liberarse, corren en todas las direcciones posibles en una desbandada marcada por el terror. Si un compañero cae, el otro arrastrado por la ligadura que les une, también cae y va a ser rematado en el suelo por sus “valientes” asesinos. Aquéllos que consiguen huir malheridos, son perseguidos hasta que son cazados y rematados. Alonso Cerrato Moreno, consigue levantarse y es perseguido por un miliciano que le dispara, pero la bala solamente le rasga la manga de su chaqueta. Luego consigue incorporarse a la carretera donde se mezcla y confunde con el enorme gentío que huye hacia Puebla de Alcocer.
Entre los verdugos, uno de los que con más ahínco persigue a los fugados es el escopetero Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, con su escopeta de dos caños y ayudado también por una pistola. Los demás ya tienen que usar sus pistolas ante la falta de municiones
Los asesinos exhortan a los caídos gritándoles que los que puedan se levanten para continuar la marcha. No es ésa su intención: Rafael Peralta Cáceres, de 54 años de edad, con una herida en una pierna, lo hace, y es rematado por el Sargento Eusebio Jiménez Herrera con un disparo de fusil en el corazón; Diego Dávila Nicolau, de 58 años de edad, muy malherido, se incorpora para suplicar que acaben con su sufrimiento, pero lo hacen muy lentamente, con varios disparos, hasta que su cuerpo deja de moverse.
Aquí, regando con su sangre las peñas pizarrosas del “Moro de Suárez”, quedan tendidos en el suelo, más cerca o más lejos, unos muertos, otros moribundos, dieciséis mártires asesinados a sangre fría por unas bestias marxistas que llevarán sobre sus conciencias todos los horribles actos que han cometido durante estos dos días.
Aquí, en el Arroyo del “Campo del Toro”, en el “Moro de Suárez”, han abandonado “La Cuerda”, ahora en contra de su voluntad, Félix Parejo García, de 71 años de edad, con varias heridas de armas de fuego; Julio Ramos López, con varias heridas de armas de fuego; Rafael Peralta Cáceres, con heridas de fusil en pierna y corazón; Diego Dávila Nicolau, con varios disparos; Antonio García de Paredes Gallego, de 49 años de edad, con heridas de armas de fuego; Juan Escobar Moreno, de 50 años de edad, con heridas de armas de fuego; Manuel de Arcos Parejo, de 46 años de edad, cuyo cadáver fue encontrado dieciocho días después; Antonio Sáenz Gómez-Valadés, de 55 años de edad, cuyo cadáver fue encontrado en estado de descomposición veintiún días después; Cándido Mena Rubio, de 53 años de edad, cuyo cadáver fue recogido veintiún días después a cinco kilómetros del lugar; Félix Galán Lapeña, de 41 años de edad, con varias heridas de armas de fuego, cuyo cadáver fue encontrado a cinco kilómetros del lugar de los asesinatos en la Finca “La Milanera”; Alfonso Rodríguez Simone “Alfonso Trajano”, de 43 años de edad, con heridas de armas de fuego en cabeza, cuello y hombro, cuyo cadáver fue encontrado a cinco kilómetros del lugar de los asesinatos el día 2 de noviembre de 1938, cien días después del fusilamiento, en la Finca “La Milanera”; Carlos Elías Montemayor, de 45 años de edad, a cuyo cadáver le faltaba el brazo derecho; Eusebio Gervolés Martínez, de 47 años de edad; Antonio Benito Dorado Gallego, de 38 años de edad, con heridas de armas de fuego; Alfredo García Sánchez, de 52 años de edad, cuyo cadáver nunca fue encontrado; y Francisco Álvarez Sólo de Zaldívar, de 41 años de edad, cuyo cadáver no fue encontrado porque el lugar donde se produjo el suceso estuvo en la línea del frente durante mucho tiempo.
Cuando reinician la marcha y abandonan el maldito lugar con las catorce mujeres, testigos forzadas de ésta horrible matanza, y varios hombres que se han salvado de ella, Julio Escuder de Marcilla y Mir “Facuder”, de 46 años de edad, se reincorpora y observa el cruel panorama que se divisa. Escucha los quejidos de Julio Ramos López, de 46 años de edad, acribillado y con varias heridas, quien le transmite unas palabras para sus hijos. Otro que se reincorpora es Fermín Lozano González, de 49 años de edad, que ha caído simulando haber muerto y ha sido testigo de todo lo ocurrido y de cómo persiguen a los que huyen, hasta que cuando abandona el lugar, ya anochecido, regresa hacia Don Benito y cuenta lo ocurrido.
Los que han conseguido huir, intentan regresar a Zona Nacional. Unos son recogidos por las tropas que los encuentran, otros son auxiliados por los pastores de la zona y algunos consiguen regresar a Don Benito. Su odisea hasta ese momento ha sido espantosa. Escondidos entre los juncales del arroyo y las pizarras de “La Serena”, con continuos sobresaltos al escuchar cualquier ruido pensando que van a ser descubiertos y capturados de nuevo, sin pan y sin agua, de día y de noche…
Han conseguido salvarse de la matanza y escapar de sus verdugos veinticinco prisioneros: Alonso Cerrato Moreno; Antonio Fernández Carreño, de 45 años de edad; Domingo Adán Cameo “El Maño”; Domingo Olivenza Entonado, de 53 años de edad; Emilio Sánchez-Porro; Eugenio Muñoz Porro; Fernando Camacho Caballero, de 46 años de edad; Fermín Lozano González; Francisco García Gómez “Chichero”; Francisco García Bayón-Campomanes, de 45 años de edad; Francisco Mena Rubio, de 58 años de edad; Iluminado Viñegla Zapata, de 43 años de edad; Ismael Dueñas Moreno, con los pies destrozados, que consiguió refugiarse en la cabaña de un pastor y fue auxiliado por él; Juan Cidoncha Merino; Juan Herrera Herrera; Julio Escuder de Marcilla y Mir “Facuder”; Luis García Solano, de 36 años de edad; Luis Sanz del Campo, de 45 años de edad; Manuel Gómez Miranda, de 59 años de edad; Manuel Olivenza Entonado, de 65 años de edad; Reyes García Bayón-Campomanes, de 58 años de edad; Ricardo Ramos López; Ricardo Terroba Vallejo, de 43 años de edad; Manuel García Reyes, de 56 años de edad; y Guillermo Nicolau Cortijo, de 45 años de edad. Éstos dos últimos “rescatados” por los que un poco antes han intentado asesinarles, con la promesa de salvarles la vida si les ayudan a localizar a sus compañeros huidos, y que consiguen con unos cuantos.
Ha terminado este trágico episodio, pero “La Cuerda” continúa su camino hacia Puebla de Alcocer. Los que aún continúan en ella custodiados por los soldados, milicianos y escopeteros Rojos que acaban de asesinar a muchos de sus compañeros, llevan grabado en sus ojos lo que acaban de presenciar. Ese lugar, Arroyo del “Campo del Toro” a su paso por el “Moro de Suárez”; esa fecha, 24 de julio de 1938; ese día, domingo; y esa hora, siete de la tarde, bajo un sol justiciero, nunca lo podrán olvidar… y las caras de los asesinos, tampoco.
De los sesenta y nueve integrantes iniciales de “La Cuerda”, han sido asesinados siete de ellos en el Puente de “La Marcocha”, en La Haba; seis en el Molino “Rodona”, t.m. de Campanario; y dieciséis en el “Moro de Suárez”, t.m. de Campanario. En total veintinueve víctimas más de la barbarie Roja.
Mas aún les quedan veintisiete kilómetros para llegar a Puebla de Alcocer.
Una vez allí, el Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”, hace entrega de la escasa carga que le queda al Comandante Militar de la Plaza, varios hombres “recuperados” en el camino y catorce mujeres: Manuel García Reyes; Guillermo Nicolau Cortijo; Francisco García Gómez; Eugenio Muñoz Porro; Juan Cidoncha Merino;… ; las hermanas Adelaida y Paula Sánchez Parejo, de 18 y 14 años de edad, cuya madre fue asesinada en La Haba; las hermanas Agustina, Petra y Remedios García Espada, de 38, 24 y 18 años de edad, respectivamente; las hermanas Carmen y Elisa Bayón-Campomanes Álvarez, ésta última de 20 años de edad; Antonia Esteban de Quirós, de 20 años de edad; Carmen González Bueno, de 26 años de edad; Emilia Cidoncha Donoso, cuya hermana fue asesinada en La Haba; Isabel Cidoncha Donoso, de 23 años de edad; María Gómez; Marina Isla Hervella, de 45 años de edad; y Pura Hidalgo-Barquero Corrochano, de 18 años de edad.
Las mujeres son trasladadas a Cabeza del Buey, y una de ellas, Isabel Cidoncha Donoso, consigue escapar aprovechando el desconcierto producido durante un bombardeo aéreo. Permanecen allí hasta que, ante la inminente toma del pueblo producida el 13 de agosto de 1938, son trasladadas a Villanueva de Córdoba (Córdoba) donde serán liberadas al finalizar la contienda.
El escopetero Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, aún no está satisfecho con sus “hazañas”. No ha saciado sus instintos asesinos. Ahora se dedica a recorrer las sierras de la zona para encontrar a los fugados y a controlar los trenes que pasan por la Estación de Brazatortas-Veredas (Ciudad Real). Sube como un poseso a los vagones con el fin de localizar a personas de “derecha” que se dirijan a Ciudad Real. El día 29 de julio de 1938, cinco días después del último episodio de “La Cuerda”, localiza a cuatro de los presos fugados en uno de esos trenes: Son los hermanos Domingo y Manuel Olivenza Entonado, Iluminado Viñegla Zapata y Francisco Mena Rubio. Les conduce ante las Autoridades Rojas maltratándoles de palabra y obra, mas ahora ya no puede matar porque sí, existe un cierto “orden”.
Hasta aquí la historia de “La Cuerda de Presos de Don Benito”. Por supuesto que no todos los sufrimientos terminan aquí. La Guerra no ha terminado. Aún faltan 251 días para ello: 1 de abril de 1939.