“Si los curas y frailes supieran…”, por Juan Ramón Pérez de las Clotas

Juan Ramón Pérez de las Clotas

Boletín Informativo

En la misma noche del 14 de abril de 1931, cuando millares de madrileños celebraban gozosamente en la Puerta del Sol la proclamación de la República, el autodenominado Gobierno provisional instalado en el viejo edificio del Ministerio de la Gobernación aprobaba una declaración de principios redactada por don Niceto Alcalá Zamora en la que manifestaba a los españoles su radical decisión de defender el nuevo régimen. Entre tales principios figuraba el de hacer frente, sin contemplaciones, «a quienes desde fuertes posiciones seculares de poder puedan dificultar su consolidación». La Iglesia —¿Quién si no?— podía darse ya por advertida.

La misma realidad de los hechos se encargaría de ponerlo, no tardando mucho, de manifiesto. Poco menos de un mes después del enfervorizado advenimiento republicano, se produciría la que desde entonces ha sido calificada como «la quema de conventos» —alrededor de 100 sólo en Madrid— y la casi simultánea expulsión de España del obispo de Vitoria, monseñor Mújica, que paradójicamente sería uno de los pocos prelados que se negase a firmar en 1937 la histórica Carta pastoral en defensa del bando nacional, y del cardenal primado, don José Segura. Iglesia y República iniciaban así el proceso de un desencuentro de entonces imprevisibles y más tarde, desgraciadamente, trágicas consecuencias.

Las creencias religiosas serían a partir de esta situación conducidas al campo de la confrontación política, con la eficaz ayuda de los más cualificados medios de comunicación. El diario «El Socialista», de 1 de noviembre del mismo año, pontificaba en su editorial: «Hay que destruir a la Iglesia romana, creadora de nuestra leyenda negra y que ha incorporado a nuestra historia el estigma de una tradición de fanatismo, intransigencia y barbarie…». Y el periódico no era precisamente ni «La Traca» ni «El Frailazo».

Sería ingenuo ignorar que las características sociológicas de la España de hoy difícilmente puedan ser equiparables con las de aquel tiempo ni que tampoco sean las mismas las circunstancias políticas. Pero no es menos cierto que sí permanece como una constante ineludible de nuestra historia la aversión indisimulada de la izquierda ideológica hacia la Iglesia, al menos en lo que a sus manifestaciones públicas se refiere. Y ello hasta tal extremo que ni siquiera las expresiones sociales y económicas del conservadurismo más extremado han sido objeto de atención en medida mínimamente parecida a tan exacerbada actitud anticlerical.

El escasamente sospechoso de clericalismo Salvador de Madariaga ya hizo observar en su día cómo el rasgo más sobresaliente de la extrema izquierda española ha sido el de haber minado la más amplia causa izquierdista y liberal, conforme a la tradición más exaltada. «Algo que vuelve a emerger en cada generación». ¿es por eso que volvemos a vivir ahora, en pleno siglo XXI, la reactualización del secular proceso? Un repaso a lo que fue éste en el tiempo que duró la II República no dejará de ser ilustrativo.

En plena euforia republicana, la izquierda, y no precisamente la más radical, parecía ignorar que su papel en la implantación del sistema no había sido el más relevante. «No quiso darse cuenta de que había sido instaurado con rapidez y de forma pacífica, gracias también a la aquiescencia y colaboración de la derecha, tradicionalmente católica, que renunció a luchar por la Monarquía, colaboró en principio con el Gobierno provisional y, en ciertos casos, votó por los candidatos republicanos» (Stanley Payne: «El colapso de la República»).

Si la exposición de jacobinismo que sobrevendría inmediatamente a su proclamación cogería a la Iglesia por sorpresa, no podría decirse lo mismo respecto al mero hecho del cambio político. La historiografía recoge los contactos que el propio nuncio apostólico, monseñor Tedeschini, había tenido previamente con Alcalá Zamora y cuya continuidad en el cargo abonan la receptividad eclesial ante lo que a partir del 14 de abril serían hechos consumados. En general, la Iglesia aceptaba serenamente la República, confiando los obispos que sus derechos serían respetados. Tal toma de posición se vería reforzada por las orientaciones recibidas de Roma, en las que desde el primer momento se aconsejaba serenidad y acatamiento al poder constituido (Fernando de Meer: «La cuestión religiosa en las Cortes Constituyentes de la República española»).

Por desgracia, tal situación de entendimiento iba a durar bien poco, justamente lo que tardaron los dirigentes republicanos en convertir el anticlericalismo militante en común denominador de su política social y educativa, mediante la puesta en práctica de un retrospectivo ajuste de cuentas. En palabras del catedrático Fernando de los Ríos, «había llegado la hora de la revancha para nosotros, los heterodoxos españoles, los hijos espirituales de todos los que durante siglos vieron estrangulada su libertad de conciencia» (Joseph Pérez: «Historia de España»).

Bajo tan ominosos auspicios se inicia el 14 de julio en las Cortes el debate sobre la constitución. En él, por encima de aspectos referidos a la vida social y económica de los españoles —algunos de ellos como el laboral y el agrario, acuciantes—primaría la ya calificada como «cuestión religiosa» y cuyo centro de atención sería el histórico artículo 26, concebido para acabar con la influencia de la Iglesia en la vida nacional, que sería finalmente aprobado. El artículo y los que le seguían implicaban la extinción del histórico presupuesto del clero; la aplicación del estatuto de las instituciones civiles a las órdenes y congregaciones; la disolución de la Compañía de Jesús, cuyo nombre aparecía bajo el eufemismo «órdenes religiosas sometidas al Vaticano con un voto de obediencia», y cuyos miembros serían expulsados del territorio nacional, y la prohibición a la Iglesia del ejercicio de la docencia. Esto, en lo legal. En lo práctico, a partir de entonces, el simple ejercicio de un catolicismo militante empezaba a entrañar un riesgo, incluso físico, nada desdeñable; los sacerdotes eran multados por pronunciar sermones supuesta-mente políticos; a las mujeres se les arrancaban los crucifijos que llevaban al pecho; se vejaba a los fieles a la salida de las misas; se prohibían las manifestaciones; se restringían las procesiones a ámbitos limitados, y en acciones esperpénticas que estaban pidiendo a gritos las cámaras de Berlanga, se derribaban los muros que aislaban los cementerios civiles, mientras las charangas interpretaban el himno de Riego y los demoledores entonaban a coro su letra espuria: «Si los curas y frailes supieran…» ¿Debo decir que no hago otra cosa que expresar la memoria del niño republicano que yo era entonces?

Un documento episcopal de antes del inicio del debate, de fecha 25 de mayo, denunciaba ya claramente la decepción eclesial ante la actitud ofensiva de un Gobierno «que atenta contra el sentimiento de una extensa capa de la población». Pero sería el propio Papa Pío XI quien, en su encíclica «Dilectisima Nobis» pusiera los puntos sobre las íes con palabras que parecen escritas para hoy mismo: «No es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos como se consigue aquella concordia de los espíritus que es indispensable para la prosperidad de una nación. Este es, por desgracia, el designio con el que se redactan tales disposiciones, que pretenden educar a las nuevas generaciones no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu abiertamente anticristiano».

Setenta y cuatro años después, parece difícil sustraerse a esta angustiosa denuncia, justo en un momento en el que los españoles asistimos a una no demasiada diferente operación política encaminada a la marginación de la Iglesia de ámbitos de los que por su propia naturaleza no puede sustraerse. Eso sí, con el matiz diferenciador añadido de que si en su día Azaña tuvo la sinceridad de reconocer que su actitud y la de sus conmilitones, aun siendo antiliberal y antidemocrática, obedecía a criterios irrenunciables de «salud pública», los actuales gobernantes carecen de la menor fuerza moral para decir lo mismo. Si España disfruta hoy de un consolidado régimen democrático, ello es debido en gran medida al compromiso con él de la Iglesia, manteniendo además en circunstancias especialmente difíciles. Nada por eso más extemporáneo que el espectáculo interpretado por parte de quienes piden ahora que los curas se encierren en sus iglesias, olvidándose de que todavía no hace mucho aplaudían la conversión de éstas en foros de un debate escasamente evangélico. Una actitud por la que la Iglesia no quiso pasar factura, pero que precisamente por ello y contra todos los supuestos ha de pagar ahora los gravosos réditos de una inocultable preterición.

A la República le faltó en su momento un punto de objetiva reflexión para otorgar un régimen de libertad a la Iglesia, basado en algo tan simple como la convicción de que la secularidad o laicidad del Estado no iba a implicar necesariamente su marginación, cuando no la persecución de la práctica de la fe religiosa en la vida pública. Contrariamente, tales creencias fueron llevadas a la más radical de las confrontaciones políticas. Repetir, pues, el mismo error que tan trágicas consecuencias acarreó no deja de ser, aparte de gratuito, un inquietante retroceso en la marcha hacia la pacífica convivencia entre los españoles. La referencia republicana a este respecto no puede considerarse precisamente un modelo a seguir, salvo que los actuales gobernantes también crean que el siniestro y celtibérico «trágala» constituye una irrecusable herencia de nuestros genes nacionales. Por si eso fuera así, es por lo que sin duda ya han empezado a sonar las alarmas.


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