75 años del Pacto de Santoña

Jesús Laínz  
 
La cosa ya había comenzado en la primavera de 1937, antes de la caída de Bilbao. El sacerdote peneuvista Alberto Onaindía fue enviado a Roma para que explicase al conde Ciano, yernísimo de Mussolini, la intención del PNV de rendirse por separado abandonando a unos aliados izquierdistas que nunca les habían caído simpáticos a pesar del Estatuto con el que les compró in extremis Indalecio Prieto.
 
La intención era entregarse a los italianos a cambio de que se garantizase la huida de los rendidos a Francia. En principio se planeó acordar un falso ataque italiano que permitiera a los peneuvistas rendirse sin levantar sospechas antes de tiempo. Así, Onaindía rogó a sus interlocutores fascistas que “la ofensiva que se acuerde simular deberá ser brevísima en tiempo y lugar porque de lo contrario se corre el riesgo de que los rojos se percaten de lo tramado y provoquen una tragedia”.
 
Pero al final ni siquiera hizo falta la pantomima. El 19 de agosto los batallones peneuvistas desplegados en Reinosa, Saja y Torrelavega abandonaron sus posiciones para trasladarse hacia el punto de concentración fijado en Laredo y Santoña. Además, informaron al ejército enemigo de los mejores puntos de ataque (“Los Delegados Vascos ruegan, si es posible, a los legionarios, que sus tropas avancen por Gibaja y Arredondo a ocupar Alisas y bajar hacia La Cavada envolviendo al Ejército Vasco”), arreglaron el pontarrón de Guriezo para facilitar el avance franquista, arriaron la tricolor, izaron la ikurriña, proclamaron una pintoresca República Vasca en suelo maketo y desarmaron a los guardas republicanos del Dueso, donde entraron saludando brazo en alto para liberar a los dos mil presos derechistas.
 
Dos días después la república Vasca había desaparecido y no pocos gudaris caláronse gustosos la boina roja para continuar la guerra, esta vez en el otro bando.  
 
Fuente: El Diario Montañés, 5 de septiembre de 2012

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