Editorial de Julio de 2016

 
 
 
 
Ochenta años de legitimidad
 
 
Jaime Alonso
Vice-Presidente Ejecutivo FNFF  
 
 
   La legitimidad es un término asociado a las Ciencias Políticas, al Derecho y a la Filosofía, que designa aquello que está en concordancia con lo que expresa el ordenamiento jurídico. La legitimidad se da cuando las leyes, orientadoras del bien común y los intereses generales que dictamina una autoridad, tienen vigencia, son acatadas. Para ello, la norma emitida debe contar con los atributos de validez, justicia y eficacia, que implican que la ley sea promulgada por un órgano o autoridad competente; sea justa, razonable y equitativa; y que los ciudadanos la sigan, la acaten y la cumplan. La legitimidad, dota de la capacidad necesaria para realizar una función pública que implique ejercer el poder y el sometimiento ciudadano.  
 
   Los estudiosos de la teoría del poder y el constitucionalismo sostienen que la legitimidad implica la justificación ética del origen del poder, de ahí que, en los sistemas políticos, la democracia nominal no sea la única instancia legitimadora del poder. La legitimidad se obtiene mediante una serie de normas y procedimientos del Estado que dotan a determinados funcionarios de autoridad pública y mandato, mientras que la legalidad es todo el sistema jurídico sobre el que se sustenta la organización política de un Estado, de ahí que el ejercicio del poder deba someterse al ordenamiento jurídico, como instrumento legitimador. En este sentido, cuando el poder legítimamente obtenido violenta las leyes pierde, automáticamente, legitimidad, quedando ilegitimado en su ejercicio.  
 
   Uno de los pilares sobre los cuales se viene construyendo la propaganda de izquierdas con mayor necesidad, desde los orígenes de la Transición, es la de considerar ilegítima la rebelión, por facciosa, rebelde y antijurídica, con ello pretenden obtener el apoyo social del que carecían y una autoridad moral de la que estaba desprovista su causa, dotando, a sensu contrario, a la II Republica, de toda la legitimidad de un estado de derecho, donde la libertad, el ejercicio del poder político, la elección de los gobernantes, la justicia y el progreso encontraba pleno acomodo.  
 
   Se tuvo la convicción común, cuando el relativismo aún no había adquirido en nuestra sociedad carta de naturaleza, de que los poderes actuantes en la Republica el 18 de Julio eran sustancial y formalmente ilegítimos en origen y en su ejercicio. En apoyo y justificación de tal convicción acudimos a la enseñanza de teólogos y juristas como Santo Tomas, Mariana, Francisco de Vitoria o Suárez, quienes proclamaban como santo el derecho a rebelarse por la fuerza al tirano que usurpa el poder y pretende oprimir los derechos más sagrados del ciudadano. Las pruebas que evidencian, en la II República, la ausencia de todo móvil moral, de un Gobierno que no acredito servir, sino violar el interés nacional y que carecía de todo título para mandar y ser obedecido, trataremos de resumir brevemente. De ahí la importancia del acto constitutivo, el 18 de Julio de 1936, de la rebelión del pueblo y ejército en verdadera e intensa comunión, Alzamiento Nacional, fijador del futuro histórico creado y aún reconocible a pesar de los últimos cuarenta años de sistemática destrucción.  
 
   Nadie niega que la sustitución de la monarquía por la república, producido en Abril de 1931, se realizó fuera de todo cauce constitucional, y como consecuencia de un hecho de fuerza indisimulado bajo apariencia de legalidad de unas elecciones municipales no plebiscitarias, y entonces y después, tácitamente consentido por el propio Monarca Alfonso XIII. Tampoco que la Constitución republicana fue expresión de la voluntad común de los españoles, ni fundamento de un Estado moderno. Al promulgarse, el 9 de Diciembre de 1931, la Constitución fundamenta su vigencia en una titulada “Ley de Defensa de la República” de 27 de Octubre anterior, con lo que su vigencia queda desvirtuada apenas nacida, poniendo en manos del Gobierno todos los resortes para hacer totalmente ilusorios los derechos individuales en ella reconocidos. Ilegitimidad de origen.  
 
   La ilegitimación de la República, en su ejercicio, se consuma en la inconstitucionalidad del Parlamento elegido después de las elecciones de 16 de Febrero de 1936, donde ha quedado plena y documentalmente probado que, en distintas provincias, se utilizó el procedimiento delictivo de falsificación de actas, proclamándose diputados a quienes no habían sido elegidos. Que, con evidente arbitrariedad, se anularon elecciones de diputados en varias circunscripciones para verificarse de nuevo, en condiciones de violencia y coacción que la hicieron inválidas. Y se declaró la incapacidad de diputados que no estaban real y legalmente incursos en ella, afectando de manera transcendental y decisiva en la constitución de la cámara y en la formación de Gobierno.  
 
   Con independencia de los vicios constitucionales señalados, el Estado existente en España el 18 de Julio de 1936, perdió todo atributo de mando y soberanía, al incurrir en caso flagrante de desviación de poder, al transformar el discurrir pacífico y civilizado del derecho dentro del Estado, en un proceso revolucionario sectario puesto al servicio de la violencia y el crimen. Ello quedó patente desde la comisión del Crimen de Estado que representa el asesinato de D. José Calvo Sotelo y las circunstancias que rodearon al mismo.   Queda igualmente patente cuando, agotados los medios legales y pacíficos, al producirse el Alzamiento Nacional el 18 de Julio de 1936, el supuesto Gobierno que pretendía dominarlo, en lugar de acudir a los medios legales y constitucionales permitidos, declarando el Estado de Guerra, acudió al procedimiento jurídicamente inconstitucional y moralmente incalificable de armar al pueblo, constituir “tribunales populares” y proclamar la anarquía revolucionaria como “patente de corso” para los miles de asesinatos cometidos, cuya responsabilidad recae plenamente sobre las autoridades republicanas que los instigaron, consintieron y dejaron sin efecto.  
 
   Por ello, habiendo tenido que acudir a la suprema apelación de los resortes legales de fuerza que encerraban el único medio de restablecer la moral y el derecho, no puede calificarse de rebeldes a las fuerzas actuantes en el Alzamiento Nacional, sobre cuya victoria y desde el origen, el 1 de Octubre de 1936, se fue construyendo y cimentando un Nuevo Estado, social y de derecho, tan distinto y superador de las viejas contiendas políticas, que aún perdura en la conciencia del pueblo, a pesar de la tozuda y pertinaz falsificación de la historia.  
 
   De la “Era de Franco” arranca todo. Hasta Luis María Ansón, antes de su oportunista antifranquismo, escribió en la tercera de ABC de 30 de Noviembre de 1975 “…en 1939, España era un país arrasado y exangüe. La ingente tarea de reconstrucción nacional cayó sobre las espaldas de la generación que hizo la guerra. Gigantesco fue el esfuerzo y durante largos y duros años los mismos hombres que habían combatido al viento de unas banderas cubiertas de sangre y de gloria, derramaron a chorros el idealismo y la generosidad para levantar de su postración al país entero. Se derrotó al hambre, erradicóse el analfabetismo, se inició el galopante desarrollo económico. Treinta años después, en 1969, cuando D. Juan Carlos fue designado sucesor, el país era distinto, estable, ordenado, respetado y potente. Reconocerlo así es una tarea de elemental rigor histórico”. Del que carece Luis María, desde entonces, a tenor de sus publicaciones y artículos periodísticos.  
 
   Rigor histórico que nos permite afirmar que ese régimen, en toda su parte normativa y constitucional fue derogada y, por tanto, reconocida por la vigente Constitución, en virtud de la Ley para la Reforma Política, establecida a la muerte de Franco, por su sucesor el Rey Juan Carlos I, quien aceptó la designación “a título de Rey” y declaró que recibía de “S.E. el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de Julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase de nuevo su destino”. Y, al ser proclamado Rey, a sus conocidos elogios a Franco añadió que “…su recuerdo constituiría para él una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las funciones que asumo al servicio de la Patria”.  
 
   Resulta, por ello, imprescindible que no se perpetúe la audacia de la izquierda, combinada con la ignorancia o falta de gallardía de los representantes de la derecha en la llamada “Memoria Histórica”, como fórmula para dinamitar la reconciliación alcanzada por los españoles en muchas décadas y deslegitimar todas las instituciones devinientes de la transición. La propia firma del Rey, a la referida Ley de Memoria Histórica que deslegitima su origen, le coloca en una arbitraria y ambigua posición de interinidad. Con ello se vuelve, en palabras del coautor de la Reforma Política Fernando Suarez “a una intelectual guerra civil, inherente a querer haber tenido razón, seguir teniéndola y desde ahí juzgar, condenar y excluir a quienes no comparten el mismo punto de partida”.  
 
   La gran tentación de la deriva política en la que se encuentra España, consiste en mirar con resentimiento al pasado, dejando la convivencia pacífica y reconciliada sellada por Franco y en la Constitución, como ilegitimas la decisiones, tomadas en estos ochenta años, que es urgente revisar para la definitiva reconciliación, se supone que republicana, de los españoles. Partiendo a España, de nuevo, en dos bandos, en uno estarían los inmaculados, sin culpa o responsabilidad alguna. En el otro lado, los vencedores de ayer, los apestados, merecedores de todo escarnio y vilipendio.  
 
   Porque, cuando se miente con total solvencia y se acepta sin disimulo que la enseñanza a las nuevas generaciones debe consistir en que la democracia exige denigrar al régimen que la hizo viable, mientras que la segunda República española se configura como modelo a recuperar, significa que el mal de la incultura, el sectarismo revolucionario y la envidia igualitaria se ha vuelto a apoderar del alma del pueblo español. Y cuando las falsificaciones se producen en un Parlamento donde solo se puede acceder designado por unos jefes, cuyo silencio cómplice agrava el problema, significa que estamos ante un mal crónico de siembra de discordia, frente al que es preciso reaccionar.  
 
   Esto no es solamente un ataque al denominado franquismo. Es una causa general contra una herencia de cultura y moralidad. Tiene la enormidad de un auto de fe pagano, de un siniestro proceso de acusación y condena carente de garantías para el acusado y defensores. La exageración tiene significado: destruir la unidad y armonía del primer pueblo que derrotó al comunismo y sus adláteres, acogió al humanismo cristiano, lo proyectó en sus conquistas, lo defendió catorce siglos frente a enemigos superiores y es parte sustancial de lo que fuimos durante dos mil años. Por ello no podemos amilanarnos, ni renunciar al combate ideológico e histórico.      
 
 

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