Entre la Restauración y el Desastre

    
 Aquilino Duque
 
   De Menéndez Pelayo solía decir Unamuno que era el mejor escritor español del siglo XIX.  Mucho después se ha dicho que Unamuno y Antonio Machado son los dos grandes poetas de ese mismo siglo. Esta última opinión ha sido moneda corriente entre la gente de letras desde la irrupción de las vanguardias en adelante, cuando el siglo XX se erigía en juez supremo y ponía por ejemplo a Francia, cuyos grandes poetas “modernos” seguían siendo Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, que habían vivido y producido en pleno siglo XIX.  A la generación de Menéndez  y Pelayo la sigue en España la generación del 98, que se hace dueña de la situación al iniciarse el siglo XX.  Es ley de vida que una generación con conciencia de tal procure distanciarse y diferenciarse de la que la precede, y la del 98, cuando empieza a despuntar, se encuentra con la figura ciclópea de don Marcelino entre otras figuras de la Restauración canovista como Galdós.  Aunque don Benito califica los años de la Restauración de “años bobos”, es en ellos cuando alcanza su plenitud creadora, de suerte que a los ojos de la juventud de entonces goza de las mismas antipatías que su amigo don Marcelino.    
 
   Vamos a dejar de lado a Echegaray, otro coco del 98, aunque sólo fuera por haberle tocado la lotería del Nobel.  “Viejo idiota” le llamaba Valle-Inclán, que también llamaba a Galdós “don Benito el garbancero”. 
 
   Todos ellos vivían aún en la primera decena del siglo y don Marcelino en particular, que era el más joven – murió como es sabido a los 56 años en 1912 – era, creo yo, el que les estorbaba más. 
 
   Los jóvenes incendiarios Maeztu, Azorín y Baroja trataron de soslayarlo por la vía del desdén, aunque los dos primeros, al curarse de sus radicalismos juveniles, rectificaran con los años sus juicios despectivos.     
 
   Como donde las dan las toman, los del 98 hubieron de sufrir el mismo trato a lo largo del siglo XX, y a manos de una derecha que los acusaba de antipatriotismo por denunciar los “males de la patria” y luego a manos de una izquierda que veía en ellos los apóstoles de la férrea cirugía de esos males. 
 
   A mí me pareció en cambio que al cumplirse su centenario en 1998, esa generación tenía una enorme actualidad, aunque sólo fuera por la voluntad declarada de los hombres públicos del momento de retrotraer a la nación al estado de cosas de 1876, de la Restauración.  Como a lo largo de mi vida tuve siempre afición a sus escritos, podía comprobar que casi todos ellos eran aplicables a la España de 1978, y a ello dediqué un curso que impartí como profesor visitante en la Universidad de Chapel Hill, de Carolina del Norte.      
 
   Yo defendía a los del 98 poco menos que en solitario por las mismas razones por las que varios lustros atrás había defendido a los hombres de la Institución y por lo que, mientras Dios me dé salud, seguiré defendiendo a todo aquel que haya tratado de mejorar y dignificar a la nación por la vía del esfuerzo y del ejemplo. De hecho, al recoger en libro las lecciones del curso mencionado, su primer capítulo fue un  comentario del libro Valera y la generación del 68, de don Alberto Jiménez Fraud, el institucionista que me reconcilió con Menéndez Pelayo.       Era por otra parte inevitable, que al ocuparme de los hombres del 98, tropezara con la gran figura sin la que ésta, por acción y por reacción, esa generación no se entiende el todo. 
 
   Menéndez Pelayo es parte fundamental del retablo de la “fantasmagoría” (Ortega dixit) de la Restauración, a la que incluso sirvió como diputado aunque sólo hablara de Raimundo Lulio en su maiden speech, como dicen los ingleses y que yo traduzco como “discurso de desvirgue”. Menéndez Pelayo vio en la Restauración lo que en ella vieron la mayoría de los españoles de su tiempo, lo que Costa llamara el servum pecus, una solución política que devolvía la estabilidad y el equilibrio a un país que en todo el siglo, desde la invasión francesa hasta la última guerra carlista, no había conocido un momento de sosiego. Menéndez Pelayo nunca cayó en los arbitrismos políticos de otros contemporáneos suyos, pero es que además no estaba, como señala el matemático Rey Pastor, ni con el “progreso demoledor del pasado ominoso” de los revolucionarios del 68 ni con  los que se adormecían en los laureles de un pasado heroico convertido en lugar común desde el que repudiar todo progreso.  En la línea misma estaba su amigo y maestro don Juan Valera. Más vale que intente resumir lo que escribí en aquella ocasión en el capítulo titulado precisamente Cánovas, Valera y Menéndez Pelayo.  
 
   “En la crítica del estado de cosas que lleva al Desastre del 98 no son los primeros los escritores agrupados bajo esa cifra, cuya máxima novedad es estilística.  Que a todo lo largo del siglo existe una corriente crítica lo confirma la propia Generación del 98 al remontar hasta Larra su filiación.    
 
   Sin embargo, tampoco Larra es demasiado original en su actitud crítica, ya que recoge todos los tópicos de la “decadencia” elaborados en el XVIII y, como dice el profesor Ladero, acuña el desdichado mito de las “dos Españas” con su célebre epitafio: “aquí yace media España; murió de la otra media”.    
 
   El propio hombre que procuró conciliar esas “dos Españas” antagónicas, Cánovas del Castillo, se había hecho eco en una obra juvenil de muchos de los tópicos negativos sobre la Historia de España.  Esa obra se titulaba justamente Historia de la Decadencia de España, desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II.  La gran culpable de la decadencia española es, por supuesto, para el Cánovas juvenil, la Casa de Austria, juicio que rectificaría el Cánovas maduro al reconocer a los Habsburgo la condición de “verdaderos creadores y guardadores de la común nacionalidad hispánica”.     
 
   Cánovas enumera una serie de defectos y carencias tales como el “provincialismo”, el “particularismo”, la “discordia de las diversas provincias”, la falta de “unidad civil y de unidad política” y “la falta de identificación de los diversos pueblos en una empresa nacional común”; la “despoblación y pobreza del reino”, la “penuria de la hacienda pública” y la “parálisis intelectual”.
 
   Todas esas lacras eran consecuencia de la Inquisición, de la expulsión de los judíos y los moriscos, del descubrimiento de América, de la amortización de bienes eclesiásticos, del ocio improductivo de los hidalgos, etc., etc. Esta visión de la Historia de España es moneda corriente entre la inmensa mayoría de los historiadores y políticos liberales del siglo XIX, en los que, según Sainz Rodríguez, alentaba el “espíritu doceañista”, el espíritu de las Cortes de Cádiz. En términos de caricatura grandilocuente resumía esa visión don Emilio Castelar en las Cortes Constituyentes de 1868: “No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta. No tenemos agricultura, porque expulsamos a los moriscos … no tenemos industria, porque arrojamos a los judíos … No tenemos ciencia, somos un miembro atrofiado de la ciencia moderna … Encendimos las hogueras de la Inquisición, arrojamos a ellas a nuestros pensadores, los quemamos y después ya no hubo de las ciencias en España más que un montón de cenizas.”
 
   Ya vimos que, en su madurez, Cánovas matizó sus juicios, y que la responsabilidad por el mal gobierno la transfirió de los monarcas a la clase gobernante (privados y validos, etc.) y al pueblo gobernado, en cuya capacidad no confiaba demasiado. Así, llegó a escribir:
 
   “la historia debe ser útil ya, no solamente para los reyes, como Bossuet pensaba, sino tanto o más para los pueblos; y la de la Casa de Austria para todos guarda amarguísimas lecciones … No nos cansemos de repetirlo; Dios da a cada nación a la larga lo que se merece en el mundo”
 
   Procede reiterar lo que de Cánovas escribió don Juan Valera en la semblanza que le dedicó a raíz de su trágica muerte:  
 
   “Y no sacaba de continuo a relucir nuestros laureles del Garellano, Pavía, San Quintín, Otumba y Lepanto, para ensoberbecer vanamente al vulgo y para hacerle creer que nuestra decadencia y postración de ahora dependen solo de unos cuantos malos gobernantes que hemos tenido. Cánovas creía que las raíces del mal eran más hondas y que las naciones tienen de ordinario, ni más ni menos, que el gobierno que merecen”.
 
   Valera, por su parte, trató de explicarse y de explicar la responsabilidad de la nación entera en sus males y, contra los lugares comunes y las ideas recibidas del liberalismo del siglo, sostuvo que:
 
   “La tiranía, … , de los reyes de la Casa de Austria, su mal gobierno y las crueldades del Santo Oficio no fueron causa de nuestra decadencia; fueron meros síntomas de una enfermedad espantosa que devoraba el cuerpo social entero. La enfermedad estaba más honda. Fue una epidemia que inficionó a la mayoría de la nación o la parte más briosa y fuerte. Fue una fiebre de orgullo, un delirio de soberbia que la prosperidad hizo brotar en los ánimos al triunfar después de ocho siglos en la lucha contra los infieles. Nos llenamos de desdén y de fanatismo a la judaica. De aquí nuestro divorcio y aislamiento del resto de Europa. La parte más ilustrada del clero, los mismos inquisidores, los mismos reyes, más bien que impeler, tuvieron que refrenar la corriente de la intolerancia. Felipe II tuvo que luchar contra la opinión pública para no expulsar a los moriscos y dejar esta triste gloria a su hijo. Nos creímos el nuevo pueblo de Dios; confundimos la religión con el egoísmo patriótico; nos propusimos el dominio universal, sirviéndonos la cruz de enseña o de lábaro para alcanzar el imperio. El gran movimiento de que ha nacido la ciencia y la civilización moderna, y al cual dio España el primer impulso, pasó sin que lo notásemos, merced al desdén ignorante y al engreimiento fanático, y cuando en el siglo XVIII despertamos de nuestros ensueños de ambición, nos encontramos muy atrás de la Europa culta, sin poder alcanzarla, y obligados a seguirla a remolque”.
 
   Valera no habla así por mero autolesionismo, pues a continuación enumera las proezas llevadas a cabo por los españoles en el “capitulo que llenan de la ciencia y la filosofía modernas”.
 
   “Pero así -concluye- como estas y otras grandezas españolas no se pueden atribuir a los gobiernos, sino a la espontaneidad y el entusiasmo de toda la nación, así tampoco debemos, si hemos de ser imparciales, culpar solo a los inquisidores feroces y a los reyes tiranos de la perversión y la miseria en que caímos. ¿Qué tiranía había de ejercer el imbécil y débil Carlos II?” 
 
   La verdadera tiranía era, para Valera, la del buen pueblo que acudía en masa a presenciar los autos de fe, versión católica de los juegos de circo con fieras y cristianos que apasionaban a la plebe romana. Esos males tienen, según Valera, una etiología, que es doble y contradictoria. La extremosidad española, que tan atinadamente diagnosticara Donoso Cortés, tiene para el caso un par de refranes, más que contradictorios, complementarios. Dice uno: “A grandes males, grandes remedios”.El otro: “Es peor el remedio que la enfermedad”.  Ambos males, que para Valera tanto lo es la enfermedad como su remedio, son la cerrazón, el aislamiento, del siglo XVII, y el aperturismo indiscriminado, el ciego prurito de progresar, de los siglos XVIII y XIX. Sobre lo que en el siglo XVII acaeció “con nuestra gran civilización católica”, dice Valera:  
 
   “A fuerza de ahogar todo pensamiento humano que nos parecía brotar fuera de ella, y a fuerza de destruir todo lo que en ella no nos parecía estar comprendido, aquel maravilloso edificio se cuarteó también, y en vez de fray Luis de Granada, y de fray Luis de León, y de San Juan de la Cruz, y de Santa Teresa, produjo al Padre Boneta, al Padre Fuente de la Peña y a los predicadores gerundianos; y en vez de nacer fuera de ella algún sistema filosófico, alguna doctrina profana, que hubiera podido santificarse y purificarse luego en el santuario, nació dentro de ella la inmoral e impúdica herejía de Molinos, y mucha maleza, y mucha mala yerba … Esto pido yo a Dios que no suceda de nuevo, por lo cual se debe desear ilustración y tolerancia”. 
 
   No hicieron buenas migas la tolerancia y la Ilustración con mayúscula, y Valera, que sabía de lo que hablaba, matizando unos elogios tributados por Cánovas a Meléndez Valdés y Moratín, “clásicos a la francesa”, bien que castizos en la forma, dijo que en el siglo XVIII:
 
   “la civilización francesa tuvo entonces que penetrar y penetró en España, iluminando las eminencias sociales con su luz peregrina. // No era tan hacedero soldar e identificar este nuevo elemento civilizador con lo antiguo y hacer natural y no artificial, propia y no extraña, toda nueva creación literaria, fundada en las recientes importaciones. [ … ] En cuanto al espíritu y al pensamiento, ¿cómo desconocer que hubo en ellos mucho de exótico? // Lo cierto es que aquel período literario tiene con el presente (el XIX) un punto de semejanza, a saber: el divorcio entre la gente de letras y el pueblo, y el que en la literatura, y más aún en la ciencia, haya mucho de reflejo extranjero. Entonces el filósofo era sensualista, o tradicional o poco piadoso; hoy sigue siendo sensualista tradicional, remedando a autores franceses, aun en los libros más elocuentes y originales y que más abogan por lo original, como los de Donoso; o bien imita a Krause, a Kant o a Hegel. [ … ] Difícil es, casi parece imposible, sustraerse a este influjo extranjero, y en este punto nos hallamos lo mismo que un siglo ha”.    
 
   El “prurito de progresar” lo resume así:  
 
   “El mismo afán de ganar en todo el tiempo perdido y de salvar la delantera que nos llevan otras naciones, hace más infructuosos nuestros movimientos; el prurito de progresar pone estorbo al progreso. [ … ] A veces pudiera compararse nuestro esfuerzo al de alguien que quisiera llevar una planta de un terreno a otro, dejando las raíces en el primer terreno, y consiguiendo solo que se seque al trasplantarla”
 
   Tal vez sea la de Valera la crítica más inteligente de su tiempo, pues procura ver las realidades que encubren los tópicos y porque sospecha, con harta razón, que la razón no pertenezca en exclusiva ni a los liberales ni a los tradicionalistas. Es preciso conocer la posición de Valera para entender la de su joven amigo Menéndez Pelayo cuando estalla la polémica de la “Ciencia Española”. Escribe a este respecto el profesor Ladero:
 
   “Con la obra de Marcelino Menéndez Pelayo, las reflexiones sobre la decadencia española acceden a una dimensión nueva. Hasta entonces se habían buscado razones concretas, basadas en los tópicos generales del mal gobierno, el empobrecimiento, el fanatismo religioso o la marginación con respecto a la modernidad europea, e incluso se había aceptado que, como derivación, la decadencia había modelado los aspectos más negativos del carácter nacional y de la supuesta incapacidad hispánica para autogobernarse. Pero Menéndez Pelayo introduce de nuevo una apelación esencialista: detrás de las opciones políticas y religiosas de los siglos XVI y XVII late una manera permanente de “ser España” que es preciso defender y revitalizar. El pensamiento de Menéndez Pelayo es complejo, dentro de su evidente línea católico-conservadora, aunque en sus obras de juventud exponga los argumentos con la aparente falta de matices propia de la circunstancia polémica en que surgieron”.          
 
   Menéndez Pelayo recoge las intuiciones de Valera al ver en los orígenes de la crisis un fenómeno parecido a lo que con el tiempo Spengler llamaría “pseudomorfismo”; es decir, la importación de unos factores extraños al genio de la raza, al Volksgeist español, al “carácter nacional”, carácter forjado a través de la romanización, el III Concilio de Toledo, la Reconquista y su transculturación de lo cristiano con lo judío y lo musulmán y culminado en la fusión cristiano-renacentista cuando “España era o se creía el pueblo de Dios” (Historia de los heterodoxos españoles, VII, 513). Ese pueblo de Dios sucumbió en el siglo XVII: “fuimos, a la postre, vencidos en la liza, porque estábamos solos; pero hicimos bien, y esto basta, que las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito… Nos habíamos desangrado por la religión, por la cultura y por la patria. No debíamos ni debemos arrepentirnos de lo hecho” (La ciencia espanola, I, 133 y 141).
 
   La argumentación de Menéndez Pelayo combina dos elementos castizos, dos constantes del comportamiento nacional, a saber: el “sostenella y no enmendalla” del conde Lozano, y el quijotesco “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible”. La importación, pues, de ideas de ultrapuertos, de principios enciclopedistas que sedujeron a los Ilustrados y arrebataron a los Doceañistas, provocó, como dice Laín, un “desquiciamiento del genio nacional”, con la “desmedida inyección de cultura extraña” y la imposición en el siglo XIX de un “proceso revolucionario exógeno” incompatible con el  “estilo histórico español”. La invocación del Volksgeist por parte de Menéndez Pelayo denota en éI una cierta inclinación hacia el Romanticismo. Ese Romanticismo de cuño germánico tiene entre sus muchas notas la de una exaltación de las “libertades concretas” de la Edad Media frente a las “libertades abstractas” de la Modernidad. Esas “libertades abstractas” de la llustración se articulan en torno al centralismo, y el centralismo, eje de la obra política de Luis XIV, lo sigue siendo con la Regencia, con Luis XV, con Luis XVI y con la República jacobina, una e indivisible. Ese centralismo es incompatible con las “libertades concretas” medievales y por tanto con el “estilo histórico” español, y representa una “cultura extraña” que se introduce en España con la entronización de la Casa de Borbón. La hostilidad de Menéndez Pelayo al centralismo tiene múltiples manifestaciones, y la que de manera más gráfica la caracteriza es la que atañe al estudio de la Literatura española. Dice don Marcelino en La ciencia española:  
 
   “Y como la Historia de la Literatura española es de suyo tan extensa…conviene establecer las cuatro [cátedras] siguientes: Historia de la literatura hispano-latina; Historia de las literaturas hispano-semíticas; Historia de la Literatura catalana; Historia de la Literatura galaico- portuguesa. La primera debiera establecerse en la Universidad de Salamanca; la segunda, en la de Sevilla o Granada; la tercera, en la de Barcelona, y, en la de Santiago, la cuarta, pues no parece justo que Madrid disfrute de todo género de ventajas y preeminencias, antes conviene vigorizar el espíritu provincial en donde quiera”. 
 
   Esa postura favorable hacia la literatura -y hacia las instituciones- de las diversas regiones, de las respectivas patrias chicas, no es en su caso incompatible con el amor a la patria grande común, a una España que debe a Roma la unidad legislativa y lingüística, y al Cristianismo su unidad espiritual. En cambio considera que el centralismo borbónico, ilustrado en el XVIII, liberal en el XIX, era extranjero y perjudicial, al haber impuesto a España una unidad política aparente a la vez que esterilizaba y sofocaba las características regionales.    
 
   No deja de ser curioso el entusiasmo con el que, desde la segunda mitad del XVIII, ciertos españoles abrazan los lugares comunes puestos en circulación por autores extranjeros que, en lo  que toca a España y su Historia, “desprecian cuanto ignoran”. El artículo del Sr. Masson de Morvilliers y su célebre frasecita (Que doit-on à l’Espagne?) tuvieron en Forner réplica adecuada, pero ya por la misma época aconsejaba el patriarca de Ferney: Calumnia, que algo queda. Y algo quedaba, y mucho, cuando en 1876, en los albores de la Restauración, don Gumersindo de Azcárate afirmó, en una serie de artículos aparecidos en la Revista de España, que la falta de libertad había ahogado casi por completo la actividad intelectual de España durante tres siglos. Saltó en el acto a la palestra el joven Menéndez Pelayo -tenia veintidós años- para demostrar con gran aparato documental la aportación española en Teología, Filosofía, Ciencia Política, Derecho, Economía, Historia, Filología, Ciencia Natural y Arte Militar a lo  largo de los tres siglos -XVI, XVII y XVIII- a que se refería Azcárate. 
 
   Intervienen, del bando de Azcárate, sus amigos Revilla, Salmerón y Perojo, respectivamente para culpar de todo a la Inquisición, denunciar las “petrificaciones dogmáticas”, quitar importancia como filósofos a Vives, a Gómez Pereira y a Fox Morcillo, y afirmar que donde no se forma escuela no hay filosofía. Menéndez Pelayo invoca, junto al vivismo, el lullismo y el suarismo, y les agrega el  senequismo, el averroísmo, el maimonismo et sic de caeteris. Entra entonces en liza un campeón imprevisto: el neoescolástico Pidal y Mon, para contraponer al vivismo el tomismo, negar la vinculación entre las distintas filosofías expuestas por don Marcelino y señalar que la Revolución, la Ilustración y la Reforma son consecuencia directa del Renacimiento. Con peor estilo, el Padre Fonseca, a la vez que cubre de improperios al joven polemista, esgrime contra él un Santo Tomás pasado por Donoso.  Menéndez Pelayo le demuestra al P. Fonseca la incompatibilidad de Donoso con Santo Tomás, y, frente a Pidal y Mon, reitera el antagonismo entre la Reforma y el Renacimiento, es decir, lo germánico y oscuro frente a lo latino y luminoso. Para él, la Reforma es una nueva invasión de los bárbaros del Norte. Otra idea central en esta polémica tiene su antecedente sin la menor duda en Valera, y la expresa como sigue:
 
   “Llegó un día, allá a mediados del siglo XVII, en que el escolasticismo se presentó intolerante y aspiró a dominar solo en las aulas. Y entonces, como por encanto, huyó de nuestras Universidades aquella grandeza, no se estudió la filosofía en sus fuentes, olvidóse la crítica de Vives, faltó independencia y serenidad en el juicio, dióse de mano a las ciencias auxiliares, y ¡cosa rara!, el escolasticismo, alcanzando el absoluto imperio a que aspiraba, empezó a decaer rápidamente, se durmió sobre sus laureles y no produjo ya ni Sotos, ni Molinas, ni Vázquez, ni Suárez, sino sumulistas y compendiadores de compendios y disputadores en el vacío”. Ya antes había dicho:   “Yo no niego que una de las mil causas ocasionales de la declinación parcial de la ciencia española fuese la intolerancia; pero no la de la Inquisición tan solo, sino más bien la de las escuelas y sistemas prepotentes… Y esto ha sucedido y sucederá en todos los tiempos. Las sectas filosóficas dominantes, lo propio que los partidos políticos, tienden a la intolerancia individual”
 
   De este modo se defiende Menéndez Pelayo de los intentos de encasillamiento en tal o cual escuela o sistema filosófico y su rechazo de lo que llamaría Federico de Onís “coacciones del ambiente” en un testimonio sumamente valioso exhumado con gran oportunidad por don Pedro Sainz Rodríguez:
 
   “La Inquisición venía a ser muy a menudo quien libraba a los pensadores de las coacciones del ambiente, convirtiéndose en una garantía de libertad, al menos dentro de la ortodoxia”.
 
   El que fuese atacado desde la izquierda y desde la derecha; desde el integrismo católico y desde el progresismo liberal, no significa que Menéndez Pelayo se situara en el justo medio; así lo recalcan Sainz Rodríguez y Laín Entralgo, autor este por cierto de una síntesis magistral de la polémica. Y así lo declara explícitamente el propio don Marcelino, pues su disputa con los católicos -pese a las intemperancias del P. Fonseca- ­es una riña de familia. De hecho, la última réplica la tiene Menéndez Pelayo para don Gumersindo de Azcárate en el capítulo final de La ciencia española:  
 
   “Tenía, pues, razón el Sr. Azcárate en afirmar que la vida intelectual de España debió interrumpirse durante largo tiempo: solo que este largo tiempo comienza por los años de 1790 (plus minusve) y continúa en el presente, sin que se vean trazas de remedio, puesto que la decadencia intelectual de España, lejos de coincidir exactamente (como el Sr. Vidart dice) con la unidad católica fundada y sostenida por el Tribunal de la Fe (¡es decir, con el tiempo de los Reyes Católicos!), coincide con exactitud matemática, con la corte volteriana de Carlos IV, con las Constituyentes de Cádiz, con los acordes del Himno de Riego, con la desamortización de Mendizábal, con la quema de los conventos y las palizas a los clérigos, con la fundación del Ateneo de Madrid y con el viaje de Sanz del Río a Alemania”..
 
   La labor de don Marcelino la resumía a la perfección su más inmediato heredero espiritual, Bonilla San Martín, con las palabras siguientes: A estos fines, de critica de lo presente, de reconstitución del pasado y de regeneración para el porvenir, responde a mi parecer toda la ingente obra del Maestro, incluso la literaria.   

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