Franco, memoria y lealtad, por José Utrera Molina

 

Traemos este artículo de nuestro admirado José Utrera Molina, escrito hace unos años en nuestro Boletín, pero que por suerte o por desgracia, sigue de plena actualidad. Suscribimos todo lo que José Utrera decía, pues Franco ha sido y sigue siendo una figura desvirtuada, malinterpretada y manipulada, todo por el odio de aquellos a los que él venció.

 

José Utrera Molina

Boletín Informativo F.N.F.F.

Corría el año 1938 y se producía la primera visita de Franco a Málaga. Por entonces, yo me hallaba encuadrado con mis doce años mandando ya una centuria de flechas que aún no se habían transformado en las que fueran más tarde Falanges Juveniles. En aquel entonces, aquel hombre me parecía una figura inaccesible, rodeada de un carisma popular indudable, de la que yo me encontraba distante y alejado y no podía presentir que pasados los años habría de tener la inmensa fortuna de colaborar muy directamente con el que fue Jefe del Estado y Caudillo de España. Ahora se me ofrecen distintas perspectivas de juicio en relación con la figura de Francisco Franco, una la que podría ser partiendo de mi ardorosa juventud y otra ya más tardía en mi definitiva madurez. Pero aquel corazón que se incendiaba ante la sola presencia de Franco no se ha apagado a lo largo de toda mi vida.

Porque Franco fue sin duda alguna un estadista ejemplar, un gobernante que suscitó una enorme adhesión popular. Se suele decir que el pueblo puede ser adicto a un mandato, pero que sólo es dócil a un ejemplo y Franco fue un modelo de autenticidad. La circunstancia histórica que le situó en el primer plano de la vida nacional fue verdaderamente trágica y hubo de aceptar la responsabilidad que otros echaron sobre sus hombros. Y fue su sentido del deber, la impronta militar de la disciplina, su sentido castrense el que le llevó a aceptar cualquier clase de sacrificio, que él ofrecía sin duda por el amor que sentía por su Patria. El arranque de esta adhesión a España se produce en la vida de Franco junto al dolor de nuestros desastres de fin de siglo, junto a la catástrofe de la descomposición nacional y a la vista de una situación insostenible. Él permanece fiel al espíritu de las ordenanzas y no es propicio a promover sublevaciones. Le oí en una ocasión una seria crítica en relación con el levantamiento de Sanjurjo y no por diferencias con el General, sino por razones de convivencia nacional, e incluso de estilo y sólo cuando en 1936 la situación de España llega a extremos de incalculable descomposición, él acepta la Jefatura del Estado y promete que no le temblará la mano para gobernar el destino de los españoles.

A lo largo de su extenso mandato, no hay que anotar ningún impulso de ciego autoritarismo, ni hubo en él más leve acento de tinte agresivo y hay que destacar su sentido del equilibrio y de la mesura. Conocía a los hombres, sus debilidades y sus grandezas, no era desconfiado, pero sí poseía una reflexión inteligente para juzgar a los que habría de conceder determinadas responsabilidades. Recuerdo que en una ocasión y en una de mis múltiples entrevistas, hizo hincapié en una frase que desvela la índole de su carácter: «Utrera, no se esfuerce en vencer, sólo hay que poner el empeño en convencer.» Esta frase ofrece con excepcional claridad su propia filosofía política. La imposición tiránica, esa tendencia a romper con el pasado para querer comenzar de nuevo, él lo consideraba siempre —como lo afirmó Ortega— un descenso y un plagio al orangután. Él sabía que lo nuevo no era otra cosa que mirar desde un punto de vista distinto las cosas eternas y redujo al mínimo la escala de los dogmatismos y relativizó muchos de los radicalismos, que estaban personificados en algunos de sus colaboradores. Pausado, cauto, jamás le oí una amenaza y mucho menos una descalificación de los que podían denominarse como enemigos suyos, porque había en Franco más bondad que severidad, más comprensión que rigidez y su sobriedad le alejaba por completo de las mezquindades. Poseía una conducta más liberal que muchos de los que profesaban esta doctrina y que no era otra cosa que profesionales de intencionados equívocos que ejercían con aire dogmático, el despotismo con acentos de ilustración.

Franco defendió siempre un sentido de la libertad en el espacio que podía ser fecunda para una convivencia cordial y civilizada. Él sabía muy bien que a muy poca distancia del envilecimiento de la libertad se encontraban «los pudrideros de la democracia». Él sabía y así lo cumplió, que el término democracia era polivalente y estimó como lo hizo en su momento Ortega, que la democracia exasperada y fuera de sí, en religión o en arte, la democracia en el pensamiento o en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre, era el más poderoso morbo que podía padecer una sociedad. Franco no fue falangista, pero creyó en el mensaje revolucionario que encarnó José Antonio y afirmó en una ocasión algo que ningún dirigente falangista se hubiera atrevido a decir: «Creo en el futuro de España porque creo en la Falange». Nadie puede dudar que a ella le ofreció en su régimen un papel importante, nada más y nada menos que constituirse en la mejor infantería social que España había conocido.

No voy a hacer en modo alguno un balance de la obra de Franco, pero sí me interesa subrayar los rasgos de la personalidad que yo conocí y que está tan lejos de la que la atribuye la canallesca agresión que en este momento está sufriendo su figura. Estaba tan lejos del tirano como distante del embaucador, porque era sincero y realista y puso al servicio de España, con el propósito de mejorar y distribuir su riqueza, su incansable voluntad, intentando hacer del bienestar un desarrollo creador al alcance de los hombres, que evitara conflictos e hiciera inviables situaciones de irritante injusticia. Es decir, impulsar una sociedad abierta y dinámica, alejada de las impotencias históricas de nuestro pasado.

Hoy, determinados grupos de muy conocida filiación se empeñan en contraponer la figura de Franco a la de José Antonio. Sin duda, que ambos tenían características muy distintas, pero también identidades muy profundas. Quieran o no los que son actualmente artífices de patrañas y de invenciones es imposible separar el aliento de Franco con la voluntad política de José Antonio. Prueba de lo que digo es la campaña desatada en la actualidad para hacer creer a muchos incautos e ignorantes que fue ajeno al intento de liberación de José Antonio. Yo conozco a fondo y no es cuestión de desarrollar este tema en este momento, el propósito decidido y vibrante de Franco para salvarlo. Concretamente Pilar Primo de Rivera me confirmó en una conversación extensa y profunda haber sido testigo excepcional del empeño de Franco en liberar a José Antonio. Somos muchos los que hemos servido a ambos, sin establecer ninguna contradicción ni medir sus respectivas estaturas. Cada uno tenía y tiene su lugar y su sitio. La historia los ha unido y sería una vileza intentar separarlos. Franco ocupa ya un lugar que nadie podrá arrebatarle, aunque derriben sus estatuas, destrocen las lápidas con sus referencias y borren los signos de su caudillaje.

Franco, en su larga etapa de gobierno, destacó por su alergia a conjugar el interés y el miedo. Mantuvo una grave ecuanimidad y se alejó siempre de la utopía, y aunque ésta, a mi juicio, tiene sin duda un valor político, es el realismo el que se impone en la solución de viejos y endémicos problemas. No cultivó nostalgias desmayadas. Fue un ser antiretórico y su preocupación esencial fue quebrantar nuestro viejo pesimismo, sustituyéndolo por una ambición ilusionada, para que nuestro pueblo pudiera recobrar su fe en su noble destino.

La andadura de Franco se caracterizó por el servicio a la nación como empresa, como proyecto y como misión. Su respeto al Estado, al tiempo que alejaba de su entorno cualquier género de panteísmo a él referido, fue un medio de instrumentalización, una fortaleza jurídica que en todo momento se ennobleció con la obediencia. Creó una clase media para evitar el riesgo de futuros enfrentamientos. Nunca se doblegó ante oligarquías predominantes o terratenientes poderosos. Recuerdo que en cierta ocasión, en mi etapa de gobierno en Sevilla impuse una importante multa al marqués de Villapanés, por su conducta antisocial. Franco, que conoció aquella decisión mía, la alabó y me animó a seguir aquel camino y a estar siempre cercano a la compañía de los humildes.

Contra la grandeza de su magisterio es la campaña desatada en la actualidad, para falsificar su figura, para anular los rasgos de su personalidad, para hacer que se olvide el bien que proporcionó a España y para rechazar el ejercicio de su gobierno.

Cuando hoy está en juego nada más y nada menos que la unidad de España hay que destacar que momentos antes de su muerte, Franco nos pidió a todos un esfuerzo para que esta unidad no se resquebrajara nunca, y hemos de considerarlo, nosotros como un mandato —y ese sería nuestro servicio y homenaje a Franco—, el que nos obligue aún más a hacer imposible el criminal empeño de destruir la esencialidad española, oponiéndonos con todas nuestras fuerzas a los que con increíble frivolidad quieren conducir a España a un camino histórico sin posible regreso.

Pienso que quizá no sea del todo necesario, pero vivimos una hora en que la afirmación de nuestra fe es una exigencia moral ineludible. Yo la recogí hace ya años en un soneto que dediqué al Jefe del Estado y en él hay un cuarteto muy expresivo que define mi posición de ayer y de siempre, dice así:

Estoy de pie mi Capitán, y sigo sin cambiar de bandera,

empecinado en comulgar con los que tuve al lado y que muertos ayer están conmigo.


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