Guerra y paz, por Jaime Alonso

Jaime Alonso

Ninguna guerra tiene buena prensa, es popular y viene precedida de suficiente justificación. Menos aún las guerras de conquista, la anexión de territorios o la imposición de regímenes que sirvan los intereses del conquistador, despreciando la voluntad del conquistado. Porque, en todos los casos, se desprecian los derechos y libertades fundamentales de los nacidos, la vida de las personas inocentes, como si ese término no fuera equiparable al de los no nacidos, jóvenes y ancianos; la dignidad humana, y el presente y futuro de nuestras patrias.

La guerra, en un trasfondo teológico, se identifica con el pecado y la maldad humana, tenga su basamento en valores ideológicos o económicos, sea ofensiva o preventiva. La “guerra justa” de San Agustín, cuando el bien supremo a proteger justifica el sacrificio de tu propia vida y matar, ha quedado, en esta sociedad liquida y amnésica, periclitado. La Putinada de invadir Ucrania ha devuelto a la conciencia del pueblo ucraniano la razón de existir, defenderse y morir. Y a Europa y el mundo, mal llamado libre, la necesidad de revisar su conciencia hasta adaptarla al sacrificio que vale la pena asumir para la defensa de esos valores compartidos.

Si nuestro modelo de sociedad fuera la libertad, el respeto al derecho, el pluralismo político y la democracia, hace tiempo que Europa sería un continente ejemplificador, atrayente, civilizador y unificador de patrias, desde Siberia a Gibraltar; sin otro interés que el del progreso de sus ciudadanos y la justa distribución de su enorme riqueza moral y material. Si no hemos sido capaces de evitar el drama que ahora nos asusta, es debido a nuestra asunción de tutelas y servidumbres foráneas; el carecer del coraje necesario para defender esos principios sin mercantilismos vanos. Si esos ideales siguen vigentes en nuestra cultura greco/romana acrisolada por el cristianismo, asumiremos el sacrificio que imponga. Lo contrario significaría que ya no valen esos ideales, o no valemos nosotros, garantizando la derrota y la servidumbre o aniquilación de nuestra milenaria civilización.

El gran aprendizaje de la epopeya rusa lo aporta en la literatura universal León Tolstoi, con la novela épica de las guerras napoleónicas: “guerra y paz”, en el período del Zar Alejandro I en los inicios del siglo XIX. La constante histórica de todas las guerras acredita que el pueblo muy pocas veces decide sobre la eventualidad de la misma; el individuo no tiene poder sobre su destino, otros deciden, y, a lo sumo, toman partido, según los infortunios o la posibilidad de victoria. Con mayor precisión y belleza literaria narraba el escritor ruso, a través de personajes como Pedro, Andrés y Nicolás, las batallas de Austerlitz, Schöngraben y Borodino; que lo hacen hoy la multitud de enviados, analistas, expertos y propagandistas en los combates de Kiev, Járkov y Mariúpol, con profusión repetitiva de imágenes.  

¿Alguien cree que Putin, como Napoleón, sea consciente de ser un juguete del destino? ¿Ha podido, en sus delirios de grandeza, creer que Rusia sola debe convertirse en la salvadora de Europa? A sensu contrario ¿Cree la conjunción del llamado mundo democrático en la superioridad moral de su sistema? ¿Existe equidistancia entre imponerlo por la fuerza bruta o por la ruina económica? La comprensión de la historia requiere de un espíritu universal que ni los americanos/europeos, ni los rusos, tal vez, hayan querido analizar. Los ideales morales, la armonía entre los pueblos, los sentimientos e instintos de los tradicionales eslavófilos y los modernizadores occidentales han saltado por los aires.

Bajar del pedestal mitificado a Putin, es tan importante para los rusos; como mirarnos al espejo de las sociedades democráticas que hemos creado, para nosotros. Devolver a los pueblos el “ideal socrático” de que sólo la grandeza interior puede reflejar la belleza física y la admiración social. Aplicar con buen criterio el ancestral concepto de la soberanía y razón de estado. Los panteísmos de la razón siempre nos han creado monstruos. Si la batalla de Borodino fue la más sangrienta del siglo XIX, las dos guerras mundiales con similares protagonistas, multiplicó brutalmente la cifra de muertos. No volvamos, en el mismo suelo, a finalizar la historia del universo conocido.

En el escenario de esta cruenta e inconcebible, por anacrónica, guerra, solo cabe una salida. Descartado el empleo de armas nucleares, porque Rusia solo tiene operativo el 15% de su arsenal y destruiría el planeta. Descartada una tercera guerra mundial convencional, porque Rusia no podría mantenerla mucho tiempo. Solo cabe un acuerdo de alto el fuego y paz con sordina e impuesta, de conceder a Rusia como botín de guerra, Crimea, y la cuenca del Donets, Dombás: (Donetsk y Lugansk).

Este realismo, siempre necesario, permanece aparcado en las sociedades occidentales, por la instrumentalización de lo conveniente al poder establecido, a través de los medios de intoxicación de masas. Ese realismo que ha de exigirse a Putin, sobre lo injustificable de su invasión y el repudio internacional que provoca la sangría de vidas humanas y el destrozo de arrasar ciudades simbólicas de pueblos milenarios, debemos también aplicarlo a cuantos experimentan, sobre la naturaleza humana, la ingeniería social y las políticas de genero.

Que Putin ha perdido la guerra en los medios de comunicación, por lo injustificable de sus actos; en lo político, económico y en las relaciones internacionales; y también sobre el terreno, donde arraigó el patriotismo ucraniano, en esa tierra fértil, que impide a los rusos ocupar permanentemente el territorio, lo sabe todo el mundo. El problema, como a Napoleón, Hitler o Stalin en España, es que lo reconozca él y quienes le rodean.

Y eso, cuya aparente sencillez, ahorraría comentarios, resulta lo más difícil. Basta el ejemplo de España, donde los socialistas, comunistas, separatistas y algunos republicanos, todavía no han asumido que hace más de ochenta años, Franco y el pueblo español que deseaba serlo, sin experimentos revolucionarios, les derrotó. Pero no solo en la guerra, sino en la construcción, industrialización y desarrollo de un pueblo y nación, transformado bajo su mandato hasta 1975, en nada parecido al que existía 1936.

Por ello, el actual régimen de Sánchez decide, con la complicidad de cierta derecha, quien es demócrata y quien no; que votos valen más y cuales no. Por eso, invirtiendo la famosa frase de Clausewitz, han iniciado “una guerra civil, prolongación de la que perdieron, por medio de la política, recogida en una ley de Memoria Histórica o democrática”. Así revierten aquellos acontecimientos históricos irrepetibles, mediante una enseñanza de la historia falseada; asimilable a la empleada para justificar la invasión de Ucrania. Al menos, la ilegalización de la FNFF será menos cruenta. ¡Un autócrata con manto democrático campea por España! No bajemos la guardia, la mentira y manipulación de las mentes está muy presente, tanto en la guerra como en la paz. ¡Avisados estamos! Quien no respeta a los muertos, no admitirá mayor cortapisa en los vivos.

 

 


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