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Luis
Felipe Utrera-Molina Gómez
En
una entrevista publicada en Le Progrés de Lyon, Albert Camus afirmaba que «hay
una filiación casi biológica entre el odio y la mentira. La libertad consiste
sobre todo en no mentir. Allá donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia
o se perpetúa.».
La
reciente aprobación –sin un solo voto en contra- de la Ley de Memoria Histórica
y Democrática de Andalucía, constituye un hito trascendental en el proceso
imparable de institucionalización de la mentira y el sectarismo en nuestra
sociedad, promovido y consentido por acción u omisión por todo el arco
parlamentario. Dejando al margen el carácter claramente inconstitucional de
diversos preceptos de la citada ley, que vulneran frontalmente derechos
fundamentales consagrados en la Constitución, su Preámbulo constituye una colosal
muestra de manipulación histórica que impregna su articulado y sirve como
elemento teleológico de la misma: “El 18 de julio de 1936 se producía el golpe
militar contra el Gobierno de la República. Como consecuencia, y en defensa de
la legalidad constitucional de la Segunda República Española, se desencadenó la
Guerra Civil, que acabó destruyendo el Estado Republicano que pretendía llevar
a cabo la necesaria reforma agraria y que estaba culminando nuestro primer
reconocimiento como autonomía. Para Andalucía, la República supuso el empeño de
modernizar y hacer más justas sus arcaicas estructuras económicas, junto con el
intento de superación del secular dominio ejercido por la oligarquía agraria,
con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica”.
Que
los grupos parlamentarios socialista y comunista aprobasen este Preámbulo,
redactado al más puro estilo literario de los panfletos elaborados por los
siniestros “Comités Provinciales de Milicias” de la izquierda chequista de
1936, se entiende porque, en definitiva,
el odio de clase (ahora llamada “casta”) y el sectarismo están en el Adn de la
extrema izquierda, que ha fagocitado a la socialdemocracia civilizada. Pero que
la representación del centro y la derecha, supuestos representantes de la
moderación y la concordia, haya permitido la aprobación de una ley cainita que establece
la condena de la mitad de España que se alzó contra un proceso revolucionario que,
primero mediante el fraude electoral y luego con extremada violencia pisoteó el
estado de derecho, eliminando cualquier atisbo de legitimidad democrática
republicana, constituye una colosal irresponsabilidad histórica.
En
su obra “1984”, Orwell advertía que “quien controla el presente controla el
pasado y quien controla el pasado controla el futuro”. Mientras la izquierda extrema
avanza inexorablemente en su proyecto de ingeniería social que persigue ganar
en el Boletín Oficial y en los textos escolares, una guerra que perdió en el
campo de batalla, los partidos del centro y la derecha se ponen irresponsablemente
de perfil ante lo que constituye un agravio intolerable hacia las víctimas de
un terror comunista que parece no haber existido.
Y
esta estrategia cainita de la izquierda tiene consecuencias. La primera excrecencia
de esa infame Ley, es el miserable intento por parte de la Junta de Andalucía de
criminalizar el entierro de un hombre bueno y leal como mi padre por el hecho
de que se le despidiera por sus deudos como lo que fue, un falangista fiel a sus
principios hasta el final. Un país en el
que se puede despedir tranquilamente a un asesino etarra cantando el Eusko
Gudariak, o a un comunista entonando la Internacional puño en alto, y se
considera una “provocación intolerable” cantar el Cara al Sol en el entierro de
un falangista, debe hacérselo mirar muy seriamente porque empieza a caminar
bajo la tiranía de una memoria impuesta por el odio, la mentira y el rencor,
que amenaza con eliminar cualquier espacio de libertad a quien no esté
dispuesto a comulgar con las ruedas de molino de lo “políticamente correcto”
que cada vez resulta más éticamente reprobable.
En
1972 fue enterrado en Madrid Melchor Rodríguez con la bandera rojinegra de la
CNT y a los sones de ‘A las barricadas’. La Policía Armada y las autoridades escucharon
el himno anarquista hasta el final en riguroso silencio como muestra de
respeto. Y aquello – según dicen- era una “tiranía”.
Termino
citando a Niemoller, como aviso a esa legión de acomodados navegantes que se
ponen de perfil ante el clamor de la injusticia: “Primero vinieron a buscar a
los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por
los judíos y no dije nada porque yo no era judío. (…) Luego vinieron por mí
pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada”. La memoria de mi padre y la de tantos hombres
honestos que sirvieron a España bajo un ideal tan respetable como el que más,
me impide callar ante tanta indignidad. Tal vez mañana sea tarde, pero al menos
podré mirar a los ojos de mis hijas para decirles que no todos estuvimos de
acuerdo en vivir plácidamente bajo la tiranía de la mentira.
por
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