Stanley G. Payne
El Mundo
Esta fecha es, sin duda, la más siniestra de la historia contemporánea de España, mitificada por unos y denostada por otros. Dada la persistente tergiversación de la historia, dentro y fuera del país, es importante entender exactamente lo que pasó aquel fatídico fin de semana en 1936. Una afirmación frecuente en los manuales de historia reza aproximadamente: “El general Franco dirigió un golpe de Estado fascista para derribar la República”. La única parte de esta frase que es absolutamente certera es la referencia al rango militar de Franco. Fuera de eso es esencialmente falsa. Los generales Mola y Sanjurjo dirigieron la acción militar, no Franco, quien se comprometió firmemente con la revuelta sólo cinco días antes. No fue concebido como un golpe de Estado, sino como una insurrección general militar, porque se sabía que los insurrectos tendrían poca fuerza en Madrid, y que un verdadero golpe de Estado sería imposible, pues tendría que ser una insurrección militar mucho más amplia. Fue poco ‘fascista’ porque, esencialmente, fue una acción militar. Los únicos verdaderos fascistas -Falange Española- desempeñaron un papel secundario. Y no fue una iniciativa para derribar a la República, sino al Gobierno de Santiago Casares Quiroga, permisivo y complaciente con el proceso revolucionario que se había iniciado el 16 de febrero. Inicialmente, todo se hizo en nombre de la República, que era la única clase de sistema que podía unir a los españoles, aunque un poco más tarde, ante la gran revolución que estalló en la zona izquierdista, esto cambió drásticamente.
Otra falsedad es la conclusión, ampliamente difundida, de que nadie deseaba una guerra civil. Según esta versión, España sería el país de las maravillas en el que podía surgir una devastadora guerra civil revolucionaria sin que nadie la deseara. Sería más exacto decir que nadie deseaba una guerra civil que pudiera perder, que es otra cosa. La conspiración militar fue un secreto a voces, pero el Gobierno republicano no pensaba evitar una rebelión, sino que prefería provocarla porque tenía plena confianza en su propio poder. Estimaba que el Ejército español era un tigre de papel, calculaba que cualquier rebelión sería muy débil -como la Sanjurjada de 1932-, y que sería fácil aplastarla con las fuerzas leales, dejando el Gobierno en una situación mucho más fuerte. La actitud de los movimientos revolucionarios, ya muy violentos, no fue tan diferente. En sus declaraciones públicas y en sus publicaciones insistían en la idea de que no pudiera haber una revolución sin guerra civil, que la ruta de la revolución victoriosa pasaba directamente por ésta. Y los líderes de los militares insurrectos sabían que, como poco, habría una miniguerra civil, una lucha de un par de semanas, tal vez más. Hubo guerra civil porque fue deseada y provocada por muchos, y también asentida por otros.
Otra patraña frecuente es la explicación de que la causa fue la ‘resistencia a las reformas republicanas’, y no la oposición al proceso revolucionario de 1936. Pero las reformas republicanas habían tenido lugar en 1931-1933, y después no hubo ninguna revuelta, sino las únicas elecciones democráticas en la historia del país hasta la fecha, ganadas por el centro y la derecha. Con respecto a 1936, en la medida en que había reformas dentro del proceso largo de violaciones constantes de la ley, manipulaciones de las elecciones, destrucciones e incendios de propiedades y de iglesias, violencia política frecuente, ocupaciones ilegales de tierras y politización del sistema judicial, muchas de las asociaciones de empresarios y terratenientes en España habían declarado durante el mes de junio que las aceptaban en términos económicos. Pero pedían como contrapartida que se pusiera fin a los desórdenes y violencias, aplicando la ley como si se viviera dentro de un Estado de Derecho. Normalmente, el Gobierno de Casares Quiroga no contestaba. Es decir, continuaba de modo impertérrito.
Como alternativa durante esas semanas, algunos personajes del centro y de la izquierda moderada pidieron la formación de un gobierno nacional de emergencia para controlar todos los excesos, gobernando un tiempo para restablecer la vigencia de la constitución republicana. La respuesta de Manuel Azaña, presidente de la República, y de Casares Quiroga fue siempre que no harían nada para romper la unidad del Frente Popular, un conjunto de partidos republicanos de izquierda y de movimientos revolucionarios. Esto es, que el Frente Popular era más importante que el país. No es que no se viera el riesgo de desastre, sino que era preferido por algunos y aceptado por otros. Durante algunas horas, entre el viernes 17 y la tarde del domingo 19, la situación fue, sin embargo, muy incierta. La conspiración militar había encontrado toda clase de dificultades, y antes de finales de junio Mola calculaba que poco más del 15% de los oficiales del ejército en activo estaban firmemente comprometidos con una rebelión.
El catalizador indispensable tuvo lugar la madrugada del 13 de julio con el secuestro y asesinato del diputado Calvo Sotelo, líder de Renovación Española y portavoz principal de la oposición, a manos de la policía republicana y revolucionarios civiles del Partido Socialista. Para muchos, fue la constatación final de que el proceso revolucionario dominaba las instituciones sin remedio y que no quedaban alternativas.
Entre los que reaccionaron así fue el propio Franco. Los últimos detalles de la conspiración quedaron, no obstante, inciertos y confusos, y el estallido de la rebelión se precipitó en Melilla sobre las cinco de la tarde del viernes 17, mientras ningún militar actuó ni en la Península ni en las islas. El Gobierno anunció que dominaba la situación, y sólo después de 24 horas, durante la tarde del sábado 18, se vio que la rebelión se extendía a todo el Protectorado y a las Canarias -bajo el mando de Francisco Franco-, y a ciertas partes importantes del sur del país.
El día decisivo fue el domingo 19. Antes de medianoche, Casares Quiroga dimitió. Su Gobierno fue un fracaso total. Por primera vez desde el 16 de febrero, Manuel Azaña se vio ante el precipicio a sus pies y dio un paso para atrás. Nombró a Diego Martínez Barrio, el líder más moderado del Frente Popular, para formar un gobierno izquierdista moderado de conciliación, con una tendencia hacia el centro. Con ello consiguió disuadir a potenciales rebeldes en Valencia y Málaga, y ofreció alguna concesión por teléfono a Mola, aunque los detalles exactos son inciertos. Pero el intento de arreglar una componenda llegó tarde. Unos días antes posiblemente hubiera tenido algún éxito, pero el 19 de julio fue rechazado por ambos lados.
Mola, evidentemente, contestó al nuevo presidente del Gobierno que los insurrectos se habían comprometido en que, una vez iniciado el movimiento, nadie daría un paso atrás. Mientras, por la mañana, los socialistas y comunistas, junto con algunos miembros del partido de Azaña, se manifestaron en el centro de Madrid reclamando la caída inmediata del Gobierno, lo que pronto consiguieron.
La última iniciativa quedó en manos de Azaña, quien el día 19 todavía tenía tres opciones. Una alternativa habría sido la de Alfonso XIII en 1931, abandonando el poder, que desechó. Una segunda era la de continuar la política de Casares Quiroga, empleando la mitad del ejército que no se había rebelado, junta con la mayor parte de la Marina y la fuerza aérea, y de los cuerpos de seguridad (Guardia de Asalto y Guardia Civil) -la mayor parte no se había rebelado- para derrotar a los rebeldes y restaurar el orden. Pero ya no se fiaba de esta política. Azaña escogió la tercera alternativa, la de armar a los revolucionarios en masa, lo que tendría la consecuencia de autorizar una revolución violenta en un lado y, en el otro, provocar mucho más apoyo a los rebeldes en su contra. De esta forma, los movimientos revolucionarios se encontraron con la contienda que anhelaban. Y el diseño de una guerra civil en su máxima dimensión.