Aquilino Duque
No deja de ser curioso que fuera una persona de filiación krausista quien me iniciara en el culto de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Fue el que fuera último director de la Residencia de Estudiantes don Alberto Jiménez Fraud, a quien conocí en Oxford y traté mucho en Viena y en Ginebra, donde murió. Hasta entonces yo tenía hacia don Marcelino, del que por supuesto nada había leído, todos los rancios prejuicios de la juventud rebelde y anticonformista de la época, y digo rancios porque venían de muy atrás, de liberales que aún vivían de las rentas ideológicas del siglo XIX. Por eso, entre los descubrimientos sorprendentes que yo hice al salir por vez primera de España y trabar conocimiento con lo que dio en llamarse la “España peregrina”, fue el de la defensa por muchos de sus integrantes de ciertos valores y figuras que yo tenía por dominio exclusivo del orden imperante en la nación. El elogio que me hizo don Alberto de la sabiduría y el talento de don Marcelino, de su ejemplar amistad con Galdós, de su capacidad de trabajo y de la envergadura de su obra, despertaron mi interés y mi curiosidad y no tardé en procurarme lo más ameno y polémico de ella, los Heterodoxos, donde los krausistas por cierto no salen demasiado bien parados.
Un ingeniero de minas británico, avecindado en Sevilla, me comentaba hace bastantes años en una recepción en el Instituto Británico de esta ciudad, que si al iniciar una prospección minera se encontraba algún vestigio romano o árabe, no valía la pena seguir adelante, porque eso significaba que el romano o el árabe, excelentes mineros, no habían encontrado los filones que pudiere haber. Algo de eso es lo que pasa con don Marcelino, y el relato de aquel viejo ingeniero fue lo primero que me vino a la mente cuando he leído meritorios estudios de contemporáneos míos dedicados a figuras tan sugestivas y apasionantes como Miguel de Molinos o José María Blanco-White, sobre los que todo cuanto había que saber lo había dicho ya Menéndez y Pelayo en su primera juventud.
Acercarse a la figura de don Marcelino no deja de ser una osadía por parte de quien, como el que suscribe, no tiene otras credenciales que las de poeta lírico y aficionado a la amena literatura. Esa figura sobrepasa el borrascoso oleaje de las polémicas y no necesita justificarse. Ahí está su obra en la que quedan contestadas de antemano cuantas preguntas pretendamos hacerle y refutadas de antemano todas las objeciones que se nos ocurran. Las mías, cuando las hubo, fluían de mis muchas lagunas de formación y brotaban de mis cuatro gotas de sangre jacobina, por decirlo con palabras ilustres, de esas cuatro gotas que hierven en mí cada vez que pienso en el fementido Estado de las Autonomías.
Mucho he tenido que leer y que olvidar para llegar a la conclusión de que don Marcelino viene a ser el San Pablo de la españolidad, por no decir de la hispanidad. Dicho de otro modo, don Marcelino fue una especie de apóstol de los gentiles; su doctrina de la tradición cultural española no era nacionalista, sino católica, es decir universal. Don Marcelino no se dirigía en exclusiva a sus compatriotas y correligionarios, sino a todos aquellos a quienes participasen en una tradición y una historia comunes, por más que habitasen en otros confines o profesaran ideas contrarias. Si alguna vez se le reprochó que metiera en un totum revolutum a personajes de dispar relevancia como hizo en La Ciencia Española, no creo que nadie le reprochara su inclusión de los heterodoxos en el acervo cultural de la raza, por más que profesaran otras confesiones o no tuvieran ninguna. Conste que cuando hablo de raza española o hispánica, no excluyo lo árabe ni lo hebreo. El supo ver desde luego lo que estos pueblos, tan aclimatados en nuestro suelo, habían desteñido sobre la tradición hispanorromana.
A don Marcelino se le opusieron frontalmente todos aquellos que estimaban que toda la Historia de España era la historia de una equivocación, en la que, en nombre de un afán de unidad, se habían sofocado desde los siglos más remotos todos los brotes heterodoxos que podrían haber hecho de la piel de toro una piel de cocodrilo. Don Marcelino hizo suyos los dogmas que, desde el III Concilio de Toledo, habían cimentado la unidad espiritual de la nación y la conciencia de su identidad. Por otra parte, tenía un concepto de la claridad y la sencillez del lenguaje que chocaba con tendencias que poco o nada tenían que ver con la heterodoxia, como fue el caso del culteranismo, y eso le granjeó la inquina de personajes como el poeta Cernuda, que atribuía su desdén hacia Góngora a los “dogmas” de que “el montañés” estaba “henchido”. Uno por cierto que no estaba “henchido por esos dogmas era un señor del que Cernuda en cambio era muy devoto y en cambio tenía de Góngora una opinión tan hostil como la de don Marcelino: don Miguel de Unamuno.
Por otra parte, en los años de trasguerra se dio en la vida universitaria española una situación muy parecida, por no decir idéntica, a la que el propio don Marcelino criticaba en la España del XVII cuando – son sus palabras- “el escolasticismo se presentó intolerante y aspiró a dominar solo en las aulas.” Y es que en la España salida de la guerra civil, cupo a don Marcelino el honor de compartir con santo Tomás de Aquino una hegemonía de máximos beneficiarios de la nueva intolerancia. No sé si esa circunstancia arroja alguna luz sobre los brotes de inconformismo de la época, un inconformismo que iría a más según el Estado iba haciéndose menos intolerante y la Iglesia contaminándose de modernidad. Tal vez eso explique mi hostilidad juvenil hacia un señor a quien no me había tomado la molestia de leer. Lo malo es que si yo tenía esa actitud era porque un cierto ambiente me incitaba a ella, y ese ambiente estaba en la propia Universidad de entonces, más abierta y tolerante de lo que luego se llegaría a decir. En el verano de 1950, al concluir en junio mi segundo curso en la Facultad de Derecho, obtuve una beca para la Universidad de verano de Santa María de La Rábida. En un libro homenaje al que fuera su Rector, don Vicente Rodríguez Casado, he contado cómo vino el profesor Calvo Serer a recomendarnos leer a Menéndez Pelayo en vez de perder el tiempo con Ortega y Gasset. El grupo con el que yo sintonicé de inmediato era tan refractario o más que yo al llamémosle espíritu de la Casa, o sea al Opus Dei. Entre las canciones de marcha con que amenizábamos nuestras excursiones de fin semana había un fervorín surrealista cuyo estribillo era:
¡Queremos un diplodocus!
¡Queremos un diplodocus!
¡Queremos un diplodooocus
con un lacito azul!
Pues bien, ese estribillo lo sustituía nuestro coro de gamberros liberales por este otro:
¡Muera Menéndez Pelayo!
¡Muera Menéndez Pelayo!
¡Muera Menéndez Pelayooo!
¡Viva Ortega y Gasset!
Estribillo que en vano trataba de contrarrestar algún chico de la Obra, navarro por lo común, invirtiendo el orden onomástico. De ahí no pasaba la reacción. Rodríguez Casado, a quien llamaban el Sátrapa, regía la Universidad con mano de hierro en lo importante a la marcha del curso y a la asistencia a las clases, pero estas travesuras le resbalaban. Lo cierto es que a todos, a adictos y refractarios por igual, nos quedó un grato recuerdo de aquellos cuarenta días en La Rábida.
Entre los conferenciantes no faltaron algunos catedráticos a los que debo el débil soporte teórico de mi escarlatina intelectual: don Manuel Giménez Fernández y don Mariano Aguilar Navarro. Puede decirse que fueron ellos mis profesores de anticonformismo y a ellos tengo que añadir, ya en las postrimerías de la carrera, a don Francisco Elías de Tejada. Un compañero de curso, de los cinco cursos, hacía en el curso de un almuerzo la sorprendente afirmación de que aquellos catedráticos hispalenses estaban amordazados porque no podían escribir en la prensa periódica. A toro pasado, todo vale con tal de denigrar a una época en nombre de la “corrección política”, pero mis recuerdos son muy otros y, si aquellos maestros hubieran estado tan amordazados, no habría salido yo de aquella Universidad con un cierto barniz progresista que se me empezó a descascarillar cuando un exiliado de obediencia krausista me habló bien de Menéndez y Pelayo.
No quisiera pasar adelante sin incluir una semblanza de Giménez Fernández, por el que tuve una especial devoción, porque de camino doy una idea de cuál era el ambiente universitario que me tocó vivir y del que, tutto sommato, conservo un buen recuerdo.
Don Manolito y don Estrafalario
Don Alfonso de Cossío y Corral, catedrático que fue de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla, tenía de ingenioso todo cuanto tenía de feo. Fue un gran maestro y sus alumnos lo adoraban. En las postrimerías del régimen anterior no pudo ocultar sus inquietudes y llegaron a retirarle el pasaporte. Una de esas inquietudes fue la de fundar un partido político, fundación, según él, que consistiría en dos fases: primera, un llamamiento general; segunda, constitución del partido con todos los que no acudieran al llamamiento. Otro catedrático que se movió mucho en ese sentido, pero desde mucho antes, fue el de Derecho Canónico don Manuel Giménez Fernández, que Cossío definía como “un pez rojo nadando en agua bendita”.
Lo del agua bendita le venía muy bien a don Manuel, pero de pez rojo tenía bien poco, a menos que se tomara la palabra “rojo” en la acepción lata de adversario del Régimen. Con más motivo se le podía llamar “rojo” al cardenal Segura, que por lo menos iba vestido de púrpura. Muy “rojo” no debía de ser don Manuel cuando en marzo de 1936 le faltó tiempo al flamante Ayuntamiento del Frente Popular para retirarle el título de hijo predilecto de la ciudad que se le había otorgado durante el “bienio negro”. Don Manuel era democristiano, y cada vez que criticaba al Régimen en clase o en público, gritaba con su voz chillona: “¡Ojo! ¡Que esto no lo digo yo, que lo dice el Papa en la encíclica tal y cual!”
Sus clases tenían un brío polémico que seducía a sus alumnos, a mí el primero, y en ellas se preocupaba, antes de entrar en su materia, los Cánones, de darnos una idea bastante completa de las ideologías enfrentadas, sin conocer las cuales no se explicaba nuestra guerra civil. De él aprendí sobre todo a no morderme la lengua. Nos decía por ejemplo: “¡El Obispo Acuña! ¡A éste lo hicieron obispo porque entonces no se hacían presidentes de Montepío!”
Había que rellenar unas fichas a comienzo de curso: “Verán ustedes que donde pone “domicilio” no hay mucho espacio… Los que sean de pueblo, no hace falta de pongan el nombre completo de la calle; basta con que pongan J.A.P.R. y el número de la casa”. En una conferencia en el Club La Rábida le oí decir a grito pelado, en una evocación de su vida parlamentaria: “en los pasillos de unas Cortes en las que José Antonio Primo de Rivera, con cuya amistad me honré, podía cambiar impresiones con Indalecio Prieto ¡con cuya amistad también me honré!”
Era muy aficionado al cine y a la novela policíaca, y la suya preferida era El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie. Tenía escrito un guión de cine sobre Fray Bartolomé de las Casas y se quejaba de que en España sólo se hacían películas si las dirigía “un primo del Fundador”. Evidentemente, José Luis Sáenz de Heredia no era el único director de cine de la época, pero eso le daba igual a don Manuel, que para muchas cosas tenía visión de túnel. Al final de ese túnel estaba el obispo de Chiapas, con el que su identificación era total y en cuyo culto procuraba iniciarnos a sus alumnos. En otra de sus diatribas públicas contra el Régimen, apoyadas sólidamente en pasajes de encíclicas pontificias, llegó a decir que era un disparate construir pantanos en zonas donde nunca llovía y, a alguien que le preguntó por el Plan Badajoz, él contestó que hacía mucho tiempo que no creía en cuentos de hadas. La firma del Concordato le sentó como un tiro y esta vez, sin citar encíclicas por supuesto, arremetió contra Pío XII, a quien llamaba Pacelli a secas, con gran escándalo de los católicos integristas. Años más tarde, recién entronizado Pablo VI, los escandalizados serían los librepensadores de la plaza, cuando arremetía contra él un adalid del integrismo, Elías de Tejada, llamándole a secas Montini. Ambos comentarios los pude oír en la tertulia que ambos catedráticos, y otros colegas, tenían en la librería de Lorenzo Blanco.
La última vez que vi a don Manuel fue en una recepción que dio don Ramón Carande en su casa en honor de Marcel Bataillon y a la que asistió el poeta Jorge Guillén, de paso entonces por Sevilla, otros catedráticos y gente más joven, entre ellos algunos que llegarían a tener protagonismos importantes en la Transición. Yo vivía entonces en Ginebra y le hablé de don Pablo de Azcárate, a quien trataba mucho, pero él me vino a decir que los exiliados tenían una idea equivocada de la realidad nacional. También le oí decir que sus conversaciones con los democristianos catalanes habían fracasado, porque él no entraba por las horcas caudinas del separatismo.
Otro que estaba en esa fiesta era el catedrático de Derecho Romano don Francisco de Pelsmaeker, personaje extraordinario y atrabiliario, maestro que infundía como ninguno en sus alumnos un auténtico metus o temor reverencial, rayano en el terror. A Pelsmaeker lo tomó a su cargo don Manolito a su jubilación y juntos daban grandes paseos e iban al cine todas las tardes. Según me decía muchos años después Carande, que siempre fue el más listo de todo el claustro, “al pobre don Francisco lo volvió don Manolito tan loco como él”. Don Manolito había encontrado a don Estrafalario.
No sabría decir si Giménez Fernández, ex ministro de la CEDA, llegó a ser depurado por no sumarse al Alzamiento. En la época de mi llegada a la Universidad estaban ya repuestos en sus cátedras respectivas otros que sí que lo fueron porque, por fas o por nefas, pasaron la guerra en zona roja, como Carande y Carriazo. Giménez Fernández, arropado como estaba por la Asociación de Propagandistas, la Compañía de Jesús y más de un obispo, no tenía ciertamente pelos en la lengua y nos largaba en clase todo lo que en efecto es dudoso que hubiera podido decir en la prensa diaria. Aguilar Navarro, más joven, no sé si compañero de oposiciones del ministro Castiella, se autoproclamaba “hombre de izquierdas” y “más cristiano que católico” y nos exhortaba a batirnos el cobre con los “grises”. Trasladado a la Central a comienzos de los 60, figuró en el grupo fundacional de Cuadernos para el Diálogo, donde es dudoso que tuviera que sufrir ninguna mordaza. El más deslenguado de los tres era sin duda Elías de Tejada, “carlista de cintura para arriba y liberal de cintura para abajo”, como se autodefinía, y en sus diatribas no escatimaba ni al Caudillo, a quien llamaba por el sinónimo medieval de ese apelativo: “Cabecilla”. A don Alfonso XIII le llamaba con desprecio “rey usurpador”. A Carande lo acusaba de masón y llegó a azuzar a los estudiantes contra él. Presumía de erotómano y vivía con su anciano padre; cuando éste agonizaba, aquel “carlista granítico”, “católico a machamartillo”, “martillo de herejes”, etc. etc. por poco no echa a patadas por la escalera al sacerdote que venía a darle los santos óleos a su progenitor. En el cursillo para el doctorado hube de hacerle un trabajo sobre los hegelianos suecos, creo recordar.
Mientras Aguilar se explayaba en Cuadernos para el Diálogo, leía yo en Ginebra el primer libro favorable a la Institución Libre de Enseñanza, obra de Vicente Cacho, numerario del Opus Dei. Este libro, escrito con honradez y simpatía, supuso un inicio significativo en la reivindicación de los institucionistas. Siempre digo que la realidad es paradójica, y no era mala paradoja que la reivindicación viniera de una institución en sus antípodas ideológicas que, no obstante, daba la impresión de aplicar los mismos métodos a conseguir los mismos fines: crear unas minorías rectoras. Elías de Tejada, que no tenía pelos en la lengua porque tenía un tic en el que parecía estar escupiéndolos de continuo, cifraba el parecido entre el Opus y la Institución en el sectarismo, añadiendo, eso sí, que él como católico que era, se quedaba con el sectarismo del Opus. Ya es sabido que frutos del sectarismo laico fueron el Instituto Escuela, la Residencia de Estudiantes, la Junta de Ampliación de Estudios, y actividades de extensión cultural como las Misiones Pedagógicas o la Universidad Internacional de Verano de Santander. El nuevo Estado se apresuró, no ya a mantener, sino a potenciar esas instituciones, rebautizadas y repartidas entre las diversas familias políticas. La Universidad Internacional volvería a su sede del Palacio de la Magdalena, aunque no por la vía de la incautación, sino de la indemnización o la permuta, y con el nombre de Menéndez y Pelayo.
Es justo y necesario recordar aquí las palabras pronunciadas en Santander en agosto de 1932 por el entonces Ministro de Instrucción Pública don Fernando de los Ríos al anunciar la creación de la Universidad Internacional rindiendo homenaje a dos grandes montañeses: el naturalista don Augusto González de Linares y el polígrafo don Marcelino Menéndez y Pelayo:
Teniendo yo dieciocho años acudí a los famosos cursos de Menéndez y Pelayo, en el Ateneo de Madrid, sobre los grandes polígrafos españoles; a esos cursos, a los cuales desde doña Emilia Pardo Bazán hasta los mozalbetes de la Universidad, todos cuantos se interesaban por la cultura, acudían a tomar notas. Era siempre grande don Marcelino en aquellas sus inolvidables lecciones; pero cuando se enfebrecía en su discurso, cuando se olvidaba de su auditorio, era un prodigio. Por eso era muy doloroso para mí escuchar de sus labios palabras injustas al juzgar a otros hombres insignes. Pero tengo para mí que don Marcelino sintió, en los últimos años de su vida, el dolor de haber proferido frases que pudieran ser mortificantes para gentes que luego estimó de un modo excepcional, y así, cuando don Manuel Cossío publicó su libro sobre el Greco, como si saldara una deuda, don Marcelino hizo de él un gran elogio, y al ofrendarle a la más genuina representación de la Institución Libre de Enseñanza, de la que mi tío don Francisco Giner de los Ríos era el alma, sabía que se le ofrecía a lo que a aquel le pudiera ser más agradable.
En ese mismo año de 1932, el embajador de la República española en la Alemania de Weimar, don Luis Araquistain, pronunciaba una conferencia en la Universidad de Berlín encaminada a disipar las “nieblas hiperbóreas” que el joven Menéndez y Pelayo denunciara al tomar el todo por la parte, el todo de una nación de grandes filósofos por la parte de la anécdota krausista. Nadie que yo sepa ha defendido y justificado como Araquistain al Menéndez y Pelayo de la Ciencia Española, en réplica a un santón del krausismo como don Gumersindo de Azcárate.
Las alusiones peyorativas que en esa obra monumental hace un Menéndez y Pelayo de poco más de veinte años a un pensamiento reducido a las alucinantes traducciones al español de un filósofo mediocre como Krause, puede que obedezcan a su desconocimiento de la lengua alemana. Lo mismo cabe decir de algún exabrupto del Brindis del Retiro. No tardaría en poner remedio a esa carencia, entre otras cosas al darse cuenta del interés que en autores alemanes suscitaban grandes figuras de nuestro Siglo de Oro como Calderón o Lope de Vega, reivindicados por “bárbaros del Norte” como Federico Schlegel, Juan Nicolás Böhl de Faber o Francisco Grillparzer. Y ya en Los heterodoxos, al arremeter contra Sanz del Río, lo fustiga por “cerrar los ojos a toda la prodigiosa variedad de la cultura alemana, y puesto a elegir errores, prescindir de la poética teosofía de Schelling y del portentoso edificio dialéctico de Hegel”.
De su dominio de esa lengua dan fe sus traducciones en su Historia de las ideas estéticas, y sin una cierta familiaridad con ella no se explica la agudeza y la originalidad de sus estudios sobre Kant y los filósofos idealistas ni su sintonía con la poesía de Heine que le hace a él, “educado… en la contemplación de la poesía como escultura, [llegar a comprenderla] como música”. Para él la cultura no tiene fronteras y eso le permite rastrear el parentesco filosófico de Kant con unos precursores que probablemente no conoció el regiomontano como Luis Vives, Francisco Suárez y Pedro de Valencia. Hay algo que Araquistain pone sumo interés en destacar en su inteligente síntesis de una empresa tan monumental, y es la de uno de los obstáculos que se propone superar Menéndez y Pelayo al rehabilitar la ciencia española, a saber, la “conciencia de su propio atraso” en nuestra nación, frase en la que – dice Araquistain – “está implícito un concepto cuya denominación Menéndez Pelayo no conocía, porque en su tiempo no tenía aún nombre, pero cuyo sentido adivinaba.”
Se refería Araquistain al entonces novedoso “complejo de inferioridad” enunciado por Freud. Menéndez y Pelayo se aplicó a destruir ese complejo estableciendo una relación entre la cultura del Renacimiento español y la cultura contemporánea alemana y, más que alemana, europea, pues también quiso ver los antecedentes de Descartes en el escepticismo de Francisco Sánchez, la relación del Dudo, luego existo y el Quod nihil scitur, y sobre todo el alto predicamento que incluso entre los teólogos luteranos tuvieron nuestros teólogos tridentinos en cuanto padres del derecho de gentes. Y nada digamos de Vives, la gran devoción de don Marcelino, precursor de Bacon y Descartes y “el mayor reformador de la filosofía de su tiempo”, según el materialista Lange. Menéndez y Pelayo se sumaba así al empeño de los Denina y los Forner y de cuantos habían reaccionado contra el enciclopedista Masson de Morvilliers y su célebre frasecita – Que doit-on à l’Espagne?- ante la que ponían los ojos en blanco nuestros beneméritos progresistas, “acomplejados” avant la lettre. Menéndez y Pelayo dividía la historia de la Filosofía en tres grandes ciclos: el griego, el del Renacimiento y el moderno. Dentro de este último proclamaba la hegemonía de los filósofos alemanes del XIX, a la vez que hacía luz sobre la aportación española en el XVI. En su repaso de las ideas estéticas no se pueden pasar por alto sus juicios sobre todo lo mejor que Alemania ofreció en el XVIII y el XIX, juicios que resume y culmina con el de Goethe, de quien dice: “Tal hombre no pertenece a la raza germánica, sino a la humanidad entera”.
Juicios así abonan el sentido católico, es decir, universal, de don Marcelino, a quien he tenido antes la ocurrencia de comparar nada menos que con San Pablo, pero sus propias palabras no dejan lugar a dudas: “Este mismo género de universalidad que hace inmortales las obras de Goethe y de Schiller se encuentra, aunque en menor grado, en casi todos los grandes hombres que produjo en su edad de oro la cultura alemana. Winckelmann y Lessing, Herder, Kant, Fichte, los dos Humboldt, no son los clásicos ni los pensadores de una nación particular, sino los educadores, en bien o en mal, del mundo moderno. Todos ellos han dado a sus escritos cierto saber de humanidad no circunscrita a los estrechos límites de una región o raza.”
En el mencionado discurso santanderino de agosto de 1932, citaba el ministro de los Ríos un proverbio alemán que dice: “Tantas lenguas conoces, tantas vidas has vivido” (So viele Sprachen du sprichst, so oft bist du Mensch) y añadía: “y es así, porque cuando nos sumergimos en otro idioma, cuando profundizamos en él hasta conocer sus secretos, parece que tenemos una nueva visión de la vida.”
Explicaba de este modo don Fernando una de las grandes finalidades de la inminente Universidad Internacional, pero sin querer estaba explicando el sentido de la cultura en Menéndez y Pelayo, en el que el afán unitario no excluía “el estudio de la civilización en la modalidad folklórica, – dicho sea con palabras de don Fernando – para que pueda seguirse el proceso de la civilización en cada uno de esos pueblos.” Aun más explícito fue el secretario general de la Universidad, Pedro Salinas, cuando dijo al llegarle el turno de hablar: “Santander es nuestra base natural; nos une a España y nos une además a la cultura universal. Cómo no tener presente que Menéndez Pelayo fue quien dio a la historia literaria española su conciencia de nacionalismo y originalidad y al propio tiempo su conciencia de formar una parte de la literatura universal, de ser una manifestación diferenciada, si típica, del gran anhelo humano de la creación poética.”
Por fin, no dejaba de ser significativo que el primer rector de la flamante Universidad fuera el hombre, institucionista por cierto, que recogiera la antorcha que dejó don Marcelino entre los cimientos y las piedras angulares de los ambiciosos edificios que una muerte prematura le impidió llevar a cabo. Me refiero a don Ramón Menéndez Pidal. Ya sabemos que esta voluntad de unidad cultural y armonía espiritual, de respeto y rescate de la tradición y de apertura a otros horizontes, de estudio sereno del pasado para mejor labrar un porvenir, no tardaría en echarse a perder. Hasta aquel oasis de sosiego, recreo y estudios nobles no tenían más remedio que llegar las chispas de un incendio que empezó en los conventos y acabaría en las trincheras. La “república de profesores” resultaba ser una democracia de energúmenos. Al estallar la conflagración, los energúmenos se impusieron a los profesores, incluso a muchos de ellos de los que venían predicando el humanismo y la concordia. Está claro que el legado de don Marcelino no podía ser bien acogido entre los nuevos heterodoxos, los “sin Dios” y los “sin patria” que cantaban a coro que “el pasado hay que hacer añicos” y gritaban “¡Viva Rusia!”, como también está claro que se lo apropiaran los que levantaban la bandera de la tradición y la Cruz de Cristo y gritaban “¡Viva España!”
En una tercera de ABC un ex ministro socialista y ex rector de la UIMP, el pobre Ernest Lluch, vilmente asesinado por sus “interlocutores” de la “izquierda abertzale”, hacía historia de la Universidad de la que era o había sido rector como si no hubiera existido ni funcionado entre 1936, cuando fue fundada por el socialista Fernando de los Ríos y 1980, cuando fue nombrado rector el socialista Raúl Morodo. Pues bien, el verano siguiente al de la liberación de Santander en agosto de 1937 por las tropas de Franco, en julio y agosto de 1938, II Año Triunfal, se reanudaron los Cursos de Verano para Extranjeros bajo el patronato de la Sociedad Menéndez y Pelayo, con don Miguel Artigas como director y don Joaquín Entrambasaguas como secretario, y en 1945, a instancias del ministro de Educación Ibáñez Martín, se creó, o se refundó si se quiere, la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, cuyo primer rector fue don Ciriaco Pérez Bustamante, quien mantuvo las tres grandes actividades académicas de la Universidad: los cursos de problemas contemporáneos y de humanidades, los de lengua y literatura para extranjeros, y los de ciencias médicas en la Casa de Salud Valdecilla.
Dio la Universidad comienzo a sus actividades en 1947 en el seminario de Monte Corbán y en 1949, previo acuerdo con el Conde de Barcelona, que había recuperado las propiedades confiscadas a su familia, pasó al Palacio de la Magdalena. Al frente de los cursos estuvieron maestros como Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa y Emilio Díaz Caneja, y por allí desfilaba cada verano, amén de catedráticos de las universidades españolas, los alumnos con mejor expediente de cada una de ellas. De la de Sevilla me consta que iban dos amigos míos: Antonio Gala, estudiante brillantísimo, y Francisco Márquez Villanueva, que con el tiempo heredaría en Harvard la cátedra de Amado Alonso. También Márquez me hablaba del Pániker de la Magdalena como una especie de personificación, por la sotana y la tez indostánica, del negro clericalismo de la “masonería blanca”, como entonces se llamaba al Opus. Florentino Pérez Embid sucedió en 1968 a Pérez Bustamante y así tuvo ocasión de acoger y proteger al joven poeta local José Hierro, a quien acabó llevándose al Ateneo madrileño. Nada de esto existió nunca, según el profesor Lluch.
Hablando un día por cierto de los alardes de erotomanía de Elías de Tejada, me decía Aguilar Navarro que Raimundo Pániker le había dicho en Santander que Elías era un hombre “castísimo”
¡Qué diferencia con don Fernando de los Ríos!