Tusell, Viñas, archivos y falsedades bastante tontas, por Pío Moa

 
Pío Moa
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    La afición de nuestros historiadores al escrutinio de los archivos ha sido tradicionalmente escasa. Otras veces mandan a sus esclavillos estudiantes o becarios a hacer la pesada tarea, una mala costumbre. No obstante, muchos de esos historiadores, por lo común lisenkianos, me han acusado (“con un par”, como dicen los castizos) de no haber pisado archivos, cuando cualquier lector de los libros de esa trilogía puede comprobar lo contrario. Pero a ese nivel ha descendido la crítica historiográfica en España.
 
   La crítica anterior no vale para historiadores como Javier Tusell o Ángel Viñas, cuya afición por los archivos es bien conocida. Lo malo es que los dos han ido a ellos con un enfoque prejuiciado, a buscar lo que querían, cegándose ante otros datos y sin valorar bien el contexto general. En los archivos, como en las memorias o en la prensa, se encuentra de todo, e interpretarlo exige una cuidadosa confrontación documental y con la realidad conocida, distinguir entre papeles que revelan vacilaciones o contradicciones parciales y los que marcan la línea más decisiva de una persona o partido. Así, todos los documentos que he exhumado en relación con Largo Caballero o Companys en 1933-34 tendrían que ser vistos a una luz muy diferente si al final no hubieran intentado la insurrección y la guerra civil: sin lo último, todo la documentación solo habría demostrado una fraseología sin consecuencias. Asimismo, las contradictorias declaraciones de Azaña durante y después de las elecciones del 36 adquieren su verdadero sentido observando cómo, en la práctica, liquidó la legalidad republicana y sus restos de democracia, en connivencia de hecho con los revolucionarios.
 
   Estas exigencias elementales no siempre son, sin embargo, tenidas en cuenta. Tusell, obcecado con negar a Franco el mérito por la neutralidad española durante la guerra mundial, buscaba cualquier documento que disminuyera ese mérito, para concluir que la postura de Franco fue en extremo imprudente. ¿Y por qué, de tan imprudente, no entró en la guerra? Como Tusell, aunque muy progre, era católico, sólo pudo explicarlo por “un verdadero milagro”. Lo cual sugiere, contra la intención del propio historiador, que Franco contaba con protección divina. El caso de Viñas es bastante parejo. Él estudió buena parte de los papeles referidos al envío del oro español a Moscú para concluir que fue una operación legítima y similar a la de otros países en situación de guerra; operación debida, además, al “abandono” de la “república” por las democracias… Desprecia así hechos elementales como la ilegalidad de la medida, o la entrega del oro a un país financieramente opaco, lo que convirtió a este en principal suministrador de armas y por ello árbitro del destino del Frente Popular. Olvida convenientemente que el gobierno de Madrid entonces era revolucionario y que sus jefes más influyentes veían en la URSS un modelo. O que, si bien las democracias no consideraron –con toda razón, aunque a Viñas le subleve– al Frente Popular un régimen afín, en asuntos financieros dejaban aparte los “prejuicios ideológicos”, permitiendo a aquel negociar parte del oro en Francia y toda la plata en Usa. En suma, el contexto de la entrega del oro a Moscú fue, aunque después se quisiera justificar de otras formas, la afinidad política del Frente Popular y el régimen de Stalin, y puso en manos de este el control de la situación. Pero este caso puede darse hoy por resuelto.
 
   Así como Tusell y otros se empeñan en negar el papel de Franco en la neutralidad o no beligerancia española, Viñas tiene la misma obsesión por negárselo en su victoria en la guerra civil, cuya clave él encuentra en la intervención exterior; como si Franco hubiera sido un satélite de Hitler y Mussolini al modo como, en gran medida, lo fue el Frente Popular de Stalin. Ahora, Viñas ha escrito en Revista de Libros un embrollado artículo sobre un libro de Frank Schauff, con vistas a reescribir la historia de la guerra civil. No he leído ese libro, pero por la referencia de Viñas debe de ser bastante malo, dados los gruesos errores de detalle y de enfoque que cita de ellos; y hay que dar la razón al crítico cuando señala el absurdo de la cuestión de si Stalin “traicionó” a la república, falso problema similar al de si Franco “engañó” a Hitler. Viñas concluye: “Ni Kowalsky ni Schauff conocen demasiado sobre historia de España o de la Guerra Civil y sus libros se escribieron para un público que sabe incluso menos”, aunque señala extrañamente a continuación que “esto no es una crítica”. Pues no sé qué será.
 
   En cualquier caso, cabría preguntarse si Viñas, pese a su afición a los archivos, no comparte algo del desconocimiento de sus criticados. Pues su obcecación no le permite darse cuenta de que, hoy, los archivos no pueden alterar los puntos principales, ya bien establecidos, sobre la Guerra Civil: solo pueden matizarlos o enriquecerlos con detalles más o menos interesantes. Por sintetizar al máximo la cuestión, ningún archivo logrará establecer que el Frente Popular fue democrático. Y no solo por sus actos, bien conocidos desde las elecciones del 36, pues a cualquier persona con dos dedos de frente le basta repasar la lista de sus partidos y personajes percibir la radical imposibilidad de tal democratismo. No obstante, la identificación, carente de otra base que una fe, algo cómica a estas alturas, entre república, Frente Popular y democracia es la piedra angular de todas las embrolladas construcciones de Viñas (y de muchos otros, todavía).
 
   Tampoco cambiará ningún documento de archivo el hecho de que Negrín fue un auténtico y sistemático saqueador de bienes nacionales y privados que intentó prolongar la contienda a costa de cualquier sacrificio para enlazarla con la guerra mundial, o que fue el principal autor del envío del oro a la URSS, con todas sus consecuencias políticas y militares. Ningún archivo demostrará jamás que Stalin fue un demócrata o un protector de la democracia. O que el PCE no fue un partido agente y sometido voluntariamente a los intereses soviéticos. O que este partido no llegó a controlar la mayor parte del ejército y la policía política en la España izquierdista. O que las izquierdas no se pelearon y asesinaron entre sí. Y así otras claves de la historia de entonces, ya hoy perfectamente aclaradas.
 
   Unas observaciones finales. Viñas se pregunta: “¿Cómo se explica la carencia de victorias militares republicanas? No hay que olvidar que la República fue derrotada porque perdió una guerra en último término en el campo de batalla”. Esto suena a perogrullada, pero no lo es, dejando aparte que la derrotada no fue la República, sino el Frente Popular, otra confusión muy corriente. Las guerras se deciden ante todo por la conducción de las mismas, y resulta que Franco venció prácticamente siempre, a menudo en una gran inferioridad material, sobre todo al principio. Para Viñas y otros, ello se debió a la ayuda germano-italiana; olvida que el mando supremo siempre lo ejerció Franco de forma independiente, o que la búsqueda de ayudas y alianzas es en todas las guerras un aspecto muy importante de la estrategia de cada bando, en lo cual también demostró Franco más habilidad que sus contrarios. Y, en fin, que el Frente Popular gastó en esas ayudas (propiamente compras) muchísimo más dinero que Franco, como mínimo un 50% más, probablemente mucho más todavía. Pero, según Viñas, recibió a cambio mucho menos o peor material. A ver si lo explican alguna vez.Asimismo olvida Viñas el fracaso de los llamamientos izquierdistas a los obreros y campesinos para que produjesen más por la causa republicana. Parece que la gente común se esforzaba poco por esa causa. No menos arbitraria suena la conclusión –puramente propagandística– de que, “como consecuencia de aquellos fracasos [del Frente Popular y de Stalin], la guerra que Hitler quería desatar, y que ya anticipó en su discurso a los generales alemanes el 3 de febrero de 1933, exactamente a los cuatro días de llegar a la Cancillería, se hizo inevitable”. No se hizo inevitable por tal fracaso, sino por las propias aspiraciones hitlerianas. El problema, para Stalin, consistía en evitar que la “guerra imperialista”, que él daba por descontada desde antes del ascenso de Hitler al poder, se produjese entre Alemania y la URSS.
 
   Su estrategia, también en España, trataba de hacerla estallar entre Alemania y las democracias. Si las democracias se involucraban en la guerra de España, la guerra en Europa occidental habría sido imposible de evitar, los países habrían quedado arruinados, surgirían movimientos revolucionarios y la URSS quedaría como árbitro de la situación: todo habrían sido ganancias para los comunistas. Pero, por esas mismas razones –aparte de por su conocimiento de lo que era el Frente Popular–, las democracias procuraron tenerse al margen. Pregunta Viñas: “Cuando se demuestra que lo que estuvo en juego entre 1936 y 1939 no era salvar a España de las garras del comunismo, ¿cómo debe caracterizarse hoy la Guerra Civil?”. ¿Se demuestra? El asunto está también básicamente dilucidado, mal que le pese a Viñas. La guerra estalló, o más propiamente se reanudó, debido al proceso revolucionario en la calle combinado con la destrucción de la legalidad desde el gobierno, a partir de las elecciones no democráticas de febrero de 1936. El carácter comunista de la revolución por entonces provenía mucho más del PSOE que del pequeño PCE. Y durante el curso de la contienda el PCE, partido agente del Kremlin, creció hasta hegemonizar el Frente Popular, mientras que Stalin mandaba en éste infinitamente más que Hitler o Mussolini en el bando franquista. ¿No tuvo nada importante que ver el comunismo en la contienda, entonces?
 
   Un detalle final: Schauff, escribe Viñas, “descubrió en los antiguos archivos soviéticos un informe del entonces agregado militar en Madrid, el coronel/general Vladimir Goriev, del que se desprende, a mi entender inequívocamente, que en último término el impulsor de las matanzas de Paracuellos fue uno de los killers del período, Alexander Orlov”. Es muy posible que así fuera “en último término”, y los diarios de Kóltsof indican algo al respecto, así como la confidencia de Carrillo a Gibson en que achaca la matanza a inspiración soviética. Ahora bien, “en primer término” el principal agente de las instrucciones soviéticas era entonces el propio Carrillo, responsable de orden público en la Junta de Defensa madrileña. Son misterios muy fáciles de aclarar con un poco de simple sentido común, como el de la democracia del Frente Popular. (En LD, 10-3-2010)
 
 
 

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