Un gaditano llevó al exilio a Alfonso XIII

 
Juan Torrejón Chaves
Diario de Cádiz
 
 
 
   Las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931 significaron un verdadero plebiscito nacional en contra de la monarquía y a favor de la república. Ante los resultados de las mismas y la situación gravísima en que España se encontró, el Rey -que perdió apoyos fundamentales- tomó la decisión de marcharse. 
 
   En la mañana del día 14 y por un radiograma del Ministerio de Marina, el Comandante General de la Escuadra recibió la orden de alistar en Cartagena, con urgencia, un crucero para desempeñar una comisión; de la que no se informaba. Se contestó que el Príncipe Alfonso estaría listo y relleno de combustible a las 03:00 de la madrugada siguiente. 
 
   A eso de las 20:45, Alfonso XIII abandonó de manera subrepticia el Palacio Real de Madrid a través de la “puerta incógnita” que lleva al Campo del Moro. La expedición, formada por cinco coches a los que se unió un vehículo de escolta con miembros de la Guardia Civil, tomó la ruta de Aranjuez, Albacete y Murcia. En Cartagena entró por la calle Real en dirección a la Puerta del Arsenal, que estaba abierta de par en par según lo prevenido. Delante se había concentrado un público muy numeroso, contenido por una sección de guardias de arsenales, que prorrumpió en gritos y “vivas” a la República al pasar sin detenerse los automóviles. 
 
   Llegado al muelle de la Machina, Alfonso XIII saludó con presteza a las autoridades del Departamento y de la Plaza, así como a los jefes y oficiales allí congregados. De inmediato subió a una falúa en dirección al Príncipe Alfonso, que estaba fuera de la dársena a pique del ancla y amarrado por la popa en el malecón de la Curra, con las calderas encendidas desde hacía horas. 
 
   Al subir a bordo, esperaban al Monarca en la meseta baja del portalón el Comandante General de la Escuadra, el Comandante de la División de Cruceros y el Comandante del buque. El trozo de guardia y los oficiales de la dotación en línea se encontraban formados en cubierta; otros jefes y oficiales de la Escuadra sobre el coronamiento de la toldilla; y el oficial de guardia en la meseta alta. 
 
   Tras el recibimiento se zarpó de inmediato, una vez que abandonaron el buque quienes no pertenecían a su dotación ni al escaso acompañamiento del Rey, integrado por su primo el Infante Alfonso de Orleans; el almirante Rivera, último ministro de Marina de la monarquía, con su ayudante; el Duque de Miranda; y el ayuda de cámara. En el momento de partir Alfonso XIII subió al puente alto donde comentó, visiblemente consternado, que quería ver a España por última vez. 

 
 
   Gobernando a la voz, el crucero se hizo a la mar en torno a las 04:15. Fuera de puntas y abierto el sobre con las órdenes, se fijó el rumbo hacia Marsella y una velocidad de 20 nudos.
 
   A la sazón, era su Comandante el capitán de navío Manuel Fernández Piña: un marino muy experimentado, nacido en Chiclana de la Frontera el 22 de agosto de 1874, que había tomado el mando el 27 de septiembre de 1930 y conservó hasta el 29 de enero de 1932, cuando pasó a ser Jefe del Estado Mayor de la Escuadra. El siguiente 7 de abril -hallándose José Giral al frente del Ministerio de Marina-, fue promovido al empleo de contralmirante. Desde mayo de 1934 y hasta el mismo mes de 1936, desempeñó la Jefatura de la flotilla de destructores. Pasó a la reserva el 26 de enero de 1937, tras más de cuarenta y cinco años de servicio en la Armada; situación en la que se halló al fallecer en San Fernando a primeros de diciembre de 1949. 
 
   Quince minutos después de la salida del buque, Miguel Maura recibió una llamada telefónica. Desde Cartagena, un comunicante anónimo le aseguró que el Rey acababa de embarcar en elPríncipeAlfonso, que navegaba en dirección desconocida. Alarmado en extremo quien ya actuaba como ministro de la Gobernación del Gobierno provisional de la república, contactó presurosamente con el Ministerio de Marina y preguntó al oficial de guardia por el paradero del crucero, ordenándole que pusiera un radiograma a su Comandante para que notificase la situación y el destino. Tres cuartos de hora más tarde fue informado de que, sin novedad a bordo, el buque se encontraba a la altura de las Baleares para Marsella, donde Alfonso XIII desembarcaría. 
 
   Maura quedó petrificado, pues creía que el Rey se encontraba en el Palacio de Oriente con el resto de su familia, y que partiría en la mañana siguiente hacia Francia por vía férrea; tal y como había sido acordado con un representante de la Real Casa. Pensó por unos momentos sobre la trascendencia de la noticia, y consideró que fue entonces cuando quedó instaurada verdaderamente la Segunda República Española. 
 
   Durante el viaje, el Monarca fue alojado en el camarote del Almirante y tratado con las mismas consideraciones que si estuviera reinando. La travesía fue bonancible y transcurrió sin incidentes. El crucero navegó sin pendón ni bandera alguna. 
 
   En Francia, los servicios oficiales de Marsella habían sido alertados. Policías, reporteros y fotógrafos esperaron la arribada del buque; pero, avanzada la noche y dado que no llegaba -además de que no se tenía noticia alguna por la telegrafía sin hilos-, hacia las 03:00 decidieron retirarse desalentados y esperar el nuevo día. 
 
   Aquella madrugada del 16 de abril la mar estaba en calma, el cielo despejado y la noche serena. Las primeras barcas de los pescadores comenzaron a abandonar el puerto, cuando de manera brusca el tiempo cambió. La neblina se extendió por la rada, tan espesa que ocultó las luces portuarias. 
 
   Súbitamente y por el lado oeste, surgió la oscura y larga sombra del crucero español que se desplazaba a velocidad muy reducida para evitar cualquier accidente. Mezclado con la bruma, el humo negro de sus chimeneas ensombreció aún más el ambiente, que adquirió un aspecto fantasmagórico. 
 
   A las 05.00, el Príncipe Alfonso recaló en el puerto por la boca Sur, deteniéndose entre dos farolas a unos quinientos metros. La ciudad no se veía. A continuación, se oyeron algunas órdenes breves y un penetrante silbido, seguido del ruido metálico y sordo de la cadena del ancla de babor que fondeó con tres grilletes. 
 
   El viaje a tierra se preparó sin dilación. Los marineros alistaron los pescantes y una motora, destinada al Rey y sus acompañantes, fue arriada y amarrada a estribor, hacia popa. Al instante, rechinó la escala al ser largada. 
 

   Por el costado de babor se soltó otra lancha para llevar el equipaje. Luego, un nuevo golpe de silbato. La dotación formó correctamente en los puestos de babor y estribor de guardia; colocándose ésta frente al portalón y, a continuación, los oficiales en línea. 
 
   Tras la voz de “¡firmes!“, se presentaron armas. Alfonso XIII apareció vestido de civil con un abrigo marrón y un sombrero flexible. Su rostro manifestaba un gran abatimiento. Sin hablar, se despidió de los jefes y oficiales estrechando sus manos. 
 
   Al salir tocó marcha la corneta, que no cesó hasta que, desde el bote, el mismo Rey dio orden de parar. De pie y a popa, mandó abrir. En ese momento, al decirle el almirante Rivera que le acompañaba: “¡Mire, Sr., que correctamente están!” -refiriéndose a la dotación del crucero-, Alfonso XIII rompió a llorar. 
   
   Las dos embarcaciones enfilaron muy rápidas hacia la Joilette y se acercaron a un remolcador que estaba atracado a una escala. Eran alrededor de las 05:55 cuando el monarca y sus acompañantes subieron al mismo y, a través de él y por una estrecha pasarela sin pasamanos, llegaron a tierra. Cerca se encontraban cuatro o cinco hombres. El Infante les preguntó si había coches en las proximidades y uno silbó para avisar. 
 
   Patética resultó la escena representada por un Rey destronado y fugitivo sobre el cantil de un muelle extranjero, sin haber sido recibido por nadie y aguardando la llegada de un taxi que lo condujera al Hotel Noailles, en la Canebière. 
 
   Nada más reembarcar al almirante Rivera, su ayudante y la marinería, e izadas las lanchas, el crucero partió. Alrededor de las 07:45, y fuera de las aguas territoriales francesas, se pararon las máquinas. Formó la dotación y, en cumplimiento de las órdenes recibidas, la República fue solemnemente proclamada, enarbolándose la bandera tricolor y el gallardete a tope con las salvas de ordenanza. También fueron retirados los retratos de la Familia Real y demás signos representativos de la Monarquía. 
   Al amanecer del 17 de abril, el “Príncipe Alfonso” se halló de regreso en Cartagena. Tal día, el Consejo de ministros del Gobierno provisional de la república acordó cambiar su nombre y rebautizarlo con el de Libertad.
 
   El destino quiso que fuese un gaditano el que trasladara al destierro a Alfonso XIII, en circunstancias históricas tan excepcionales como críticas. Fernández Piña cumplió la comisión ordenada con encomiable profesionalidad. Entre sus mayores preocupaciones, estuvo la de que el Rey pudiera sufrir algún ultraje, o incluso un atentado. No obstante, la dotación hizo tal alarde de disciplina que el propio monarca le manifestó: “Jamás me han mirado en ningún barco con más respeto que ahora en éste“.
 
 
 
 
 
 
 

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